Harry Potter. La colección completa (340 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

Así que los tres amigos entraron en la pequeña tienda. A primera vista parecía vacía, pero tan pronto la puerta se hubo cerrado tras ellos, oyeron una voz conocida detrás de un perchero de túnicas de gala con lentejuelas azules y verdes.

—…ningún niño, por si no te habías dado cuenta, madre. Soy perfectamente capaz de hacer las compras por mi cuenta.

Alguien chascó la lengua, y luego una voz que Harry identificó como la de Madame Malkin dijo:

—Mira, querido, tu madre tiene razón; en los tiempos que corren no es conveniente pasear solo por ahí, no tiene nada que ver con la edad…

—¡Quiere hacer el favor de mirar dónde clava el alfiler!

Un adolescente pálido, de facciones afiladas y cabello rubio platino, salió de detrás del perchero. Llevaba puesta una elegante túnica verde oscuro con una reluciente hilera de alfileres alrededor del dobladillo y los bordes de las mangas. Dio un par de zancadas, se colocó ante el espejo y se miró; tardó unos instantes en ver a Harry, Ron y Hermione reflejados detrás de él, y entonces entrecerró sus ojos grises.

—Si te preguntas por qué huele mal, madre, es que acaba de entrar una sangre sucia —anunció Draco Malfoy.

—¡No hay ninguna necesidad de emplear ese lenguaje! —lo reprendió Madame Malkin saliendo de detrás del perchero a toda prisa, con una cinta métrica y una varita en las manos—. ¡Y tampoco quiero ver varitas en mi tienda! —se apresuró a añadir, pues al mirar hacia la puerta vio a Harry y Ron allí plantados con las varitas en ristre apuntando a Malfoy.

Hermione, que estaba detrás de los chicos, les susurró:

—Dejadlo, en serio, no vale la pena.

—¡Bah, como si os atrevierais a hacer magia fuera del colegio! —se burló Malfoy—. ¿Quién te ha puesto el ojo morado, Granger? Me gustaría enviarle flores.

—¡Basta ya! —ordenó Madame Malkin, y miró a sus espaldas en busca de ayuda—. Por favor, señora…

Narcisa Malfoy salió de detrás del perchero con aire despreocupado.

—Guardad las varitas —exigió con frialdad a Harry y Ron—. Si volvéis a atacar a mi hijo, me encargaré de que sea lo último que hagáis.

—¿Lo dice en serio? —la desafió Harry. Avanzó un paso y miró con fijeza a la mujer cuyo arrogante rostro, pese a su palidez, recordaba al de su hermana. Harry ya era tan alto como ella—. ¿Qué piensa hacer? ¿Pedirles a algunos
mortífagos
amigos suyos que nos liquiden?

Madame Malkin soltó un gritito y se llevó las manos al pecho.

—Chicos, no deberíais acusar… Es peligroso decir cosas así. ¡Guardad las varitas, por favor!

Pero Harry no la bajó. Narcisa Malfoy esbozó una desagradable sonrisa.

—Veo que ser el preferido de Dumbledore te ha dado una falsa sensación de seguridad, Harry Potter. Pero él no estará siempre a tu lado para protegerte.

—¡Ostras! —exclamó Harry, mirando con sorna alrededor—. ¡Ahora no lo veo por aquí! ¿Por qué no lo intenta? ¡Quizá le encuentren una celda doble en Azkaban y pueda ir a hacerle compañía al fracasado de su marido!

Draco, furioso, se abalanzó sobre Harry, pero tropezó con el dobladillo de la túnica. Ron soltó una carcajada.

—¡No te atrevas a hablarle así a mi madre, Potter! —gruñó.

—No pasa nada, hijo —intervino Narcisa, poniéndole una mano de delgados y blancos dedos en el hombro para sujetarlo—. Creo que Potter se reunirá con su querido Sirius antes de que yo vaya a hacer compañía a Lucius.

Harry levantó un poco más la varita.

—¡No, Harry! —gimió Hermione y le tiró del brazo para bajárselo—. Piensa… No debes… no te metas en líos.

Madame Malkin titubeó un momento y decidió comportarse como si no pasara nada, con la esperanza de que realmente no llegara a pasar nada. Se inclinó hacia Draco, que todavía miraba con odio a Harry, y dijo:

—Me parece que tendríamos que acortar la manga izquierda un poquito más, querido. Déjame…

—¡Ay! —chilló Draco, y le dio un golpe brusco en la mano—. ¡Cuidado con los alfileres, señora! Madre, creo que no quiero esta túnica…

Se quitó la prenda por la cabeza y la arrojó al suelo, a los pies de Madame Malkin.

—Tienes razón, hijo —coincidió Narcisa, y le lanzó una mirada de profundo desprecio a Hermione—, ahora veo la clase de gentuza que compra aquí. Será mejor que vayamos a Twilfitt y Tatting.

Madre e hijo abandonaron con aire decidido la tienda y, al salir, Draco se aseguró de tropezar con Ron y darle tan fuerte como pudo.

—¡Habrase visto! —se horrorizó Madame Malkin. Recogió la túnica del suelo y le pasó la punta de la varita por encima para quitarle el polvo, como quien pasa un aspirador.

La dueña de la tienda estuvo muy alterada mientras Ron y Harry se probaban las túnicas nuevas; intentó venderle a Hermione una túnica de gala de mago en lugar de una de bruja, y cuando por fin se despidió de ellos, se notó que se alegraba de verlos marchar.

—¿Ya lo tenéis todo? —preguntó Hagrid, jovial, cuando los tres amigos salieron a la calle.

—Más o menos —contestó Harry—. ¿Has visto a los Malfoy?

—Sí. Pero descuida, Harry, jamás se les ocurriría armar jaleo en medio del callejón Diagon.

Los tres amigos se miraron, pero, antes de que pudieran sacar a Hagrid de su error, llegaron los señores Weasley y Ginny cargados con pesados paquetes de libros.

—¿Estáis todos bien? —preguntó la señora Weasley—. ¿Tenéis las túnicas? Estupendo, entonces podemos pasar por el boticario y El Emporio de camino hacia la tienda de Fred y George. ¡Vamos, no os separéis!

Ni Harry ni Ron compraron ingredientes para pociones en el boticario, dado que no iban a seguir estudiando Pociones, pero en El Emporio de la Lechuza ambos adquirieron grandes cajas de frutos secos para
Hedwig
y
Pigwidgeon
. Luego, mientras la señora Weasley consultaba la hora en su reloj de pulsera a cada minuto, siguieron recorriendo la calle en busca de Sortilegios Weasley, la tienda de artículos de broma que regentaban Fred y George.

—No nos queda mucho tiempo —les advirtió la señora Weasley—. Sólo echaremos un vistazo y luego volveremos al coche. Debemos de estar cerca: ése es el número noventa y dos… noventa y cuatro…

—¡Vaya! —exclamó Ron deteniéndose en seco.

Comparados con los sosos escaparates de las tiendas de los alrededores, cubiertos de carteles, los del local de Fred y George parecían un espectáculo de fuegos artificiales. Al pasar por delante, los peatones se volvían para admirarlos y algunos incluso se detenían para contemplarlos con perplejidad.

El escaparate de la izquierda era deslumbrante, lleno de artículos que giraban, reventaban, destellaban, brincaban y chillaban; Harry se desternilló de risa al verlo. El de la derecha se hallaba tapado por un gran cartel morado, como los del ministerio, pero con unas centelleantes letras amarillas que decían:

¿Por qué le inquieta El-que-no-debe-ser-nombrado?

¡Debería preocuparle

LORD KAKADURA
,

La epidemia de estreñimiento que arrasa el país!

Harry rompió a reír, pero oyó un débil gemido a su lado. Era la señora Weasley contemplando el cartel, estupefacta, mientras articulaba en silencio las palabras «Lord Kakadura».

—¡Esto va a costarles la vida! —susurró.

—¡Qué va! —saltó Ron, que reía también—. ¡Es genial!

Los dos amigos fueron los primeros en entrar en la tienda, tan abarrotada de clientes que Harry no pudo acercarse a los estantes. Sin embargo, miró fascinado alrededor y contempló las cajas amontonadas hasta el techo: allí estaban los Surtidos Saltaclases que los gemelos habían perfeccionado durante su último curso en Hogwarts, que aún no habían acabado; el turrón sangranarices era el más solicitado, pues sólo quedaba una abollada caja en el estante. También había cajones llenos de varitas trucadas (las más baratas se convertían en pollos de goma o en calzoncillos cuando las agitaban; las más caras golpeaban al desprevenido usuario en la cabeza y la nuca) y cajas de plumas de tres variedades: autorrecargables, con corrector ortográfico incorporado y sabelotodo. Harry se abrió paso entre la multitud hasta el mostrador, donde un grupo de maravillados niños de unos diez años observaban una figurita de madera que subía lentamente los escalones que conducían a una horca; en la caja sobre la que se exponía el artilugio, una etiqueta indicaba: «Ahorcado reutilizable. ¡Si no aciertas, lo ahorcan!»

—«Fantasías patentadas»… —Hermione había logrado acercarse a un gran expositor y leía la información impresa en una caja con una llamativa fotografía de un apuesto joven y una embelesada chica en la cubierta de un barco pirata—. «Tan sólo con un sencillo conjuro accederás a una fantasía de treinta minutos de duración, de primera calidad y muy realista, fácil de colar en una clase normal de colegio y prácticamente indetectable. Posibles efectos secundarios: mirada ausente y ligero babeo. Prohibida la venta a menores de dieciséis años.» ¡Caramba, esto es magia muy avanzada! —comentó Hermione mirando a Harry.

—Por haber dicho eso, Hermione —los sorprendió una voz a sus espaldas—, puedes llevarte una gratis.

Harry y Hermione se dieron la vuelta y vieron a Fred, que sonreía radiante. Llevaba una túnica de color magenta que desentonaba con su cabello pelirrojo.

—¿Cómo estás, Harry? —Se estrecharon la mano—. ¿Y a ti qué te ha pasado en el ojo, Hermione?

—Ha sido ese telescopio zurrador vuestro —contestó ella, compungida.

—¡Ostras, no me acordaba! Toma… —Se sacó una tarrina del bolsillo y se la dio; Hermione desenroscó la tapa con cautela y contempló la espesa pasta amarilla que contenía—. Póntela en el ojo y dentro de una hora el cardenal habrá desaparecido —le aseguró Fred—. Hemos tenido que procurarnos un quitacardenales decente, porque la mayoría de nuestros productos los probamos nosotros mismos.

—¿Seguro que es inofensivo? —preguntó la chica.

—Pues claro. Ven, Harry, voy a enseñártelo todo.

Harry dejó a Hermione untándose la pomada en el ojo amoratado y siguió a Fred hacia el fondo de la tienda, donde había un tenderete con trucos de cartas y de cuerdas.

—¡Trucos de magia
muggle
! —explicó Fred con entusiasmo, señalándolos—. Para los bichos raros como mi padre que se pirran por las cosas de
muggles
. No dejan mucha ganancia, pero se venden bien; la gente los compra por la novedad. ¡Ah, mira, ahí está George!

El hermano gemelo de Fred le dio un enérgico apretón de manos a Harry.

—¿Le estás enseñando nuestros tesoros? Ven al reservado, Harry, ahí es donde de verdad ganamos dinero. ¡Eh, tú! —le advirtió a un niño que rápidamente retiró la mano de un tubo con la etiqueta «Marcas Tenebrosas comestibles: ¡ponen malo a cualquiera!»—. ¡Si birlas alguna cosa pagarás con algo más que galeones!

George apartó una cortina que había detrás de los trucos de
muggles
y Harry vio una sala con menos iluminación y menos gente. Los embalajes de los productos que llenaban los estantes no eran tan llamativos.

—Hemos creado una línea más seria —explicó Fred—. Fue muy curioso…

—No te imaginas cuántas personas no saben hacer un encantamiento escudo decente —explicó George—. ¡Ni siquiera los empleados del ministerio! Claro, como nunca te han tenido de maestro, Harry…

—Exacto. Pues bien, se nos ocurrió que los sombreros escudo podían tener gracia. Ya sabes, desafías a un colega a que te haga un embrujo con el sombrero puesto y observas la cara que pone cuando el embrujo rebota y le da a él. ¡Pero el ministerio nos compró quinientos para su personal de refuerzo! ¡Y todavía siguen haciendo unos pedidos descomunales!

—Así que ampliamos la idea y creamos una extensa gama de capas escudo, guantes escudo…

—Bueno, no servirán de gran cosa contra las maldiciones imperdonables, pero para maleficios o embrujos de leves a moderados…

—Y luego creímos que sería buena idea entrar en el terreno de la Defensa Contra las Artes Oscuras, porque con eso te forras —prosiguió George, irradiando entusiasmo—. Mira, esto mola un montón. Es polvo de oscuridad instantánea; lo importamos de Perú. Resulta muy útil si necesitas emprender una huida rápida.

—Y nuestros detonadores trampa se venden solos, ¡fíjate! —dijo Fred, señalando una colección de extraños objetos negros con forma de bocinas que intentaban saltar de los estantes—. Tiras uno con disimulo, sale disparado, se esconde y hace un ruido muy fuerte que te proporciona un divertimiento estratégico en un momento de apuro.

—Muy útil —admitió Harry, impresionado.

—Ten —dijo George al tiempo que atrapaba un par y se los lanzaba.

Una joven bruja de cabello corto y rubio asomó la cabeza por detrás de la cortina; Harry vio que ella también llevaba la túnica de color magenta del personal.

—Ahí fuera hay un cliente que busca un caldero de broma, señor Weasley y señor Weasley —dijo la bruja.

Harry encontró muy raro que alguien llamara a los gemelos «señor Weasley y señor Weasley», pero a ellos no pareció extrañarles.

—Muy bien, Verity, ya voy —dijo George—. Coge lo que quieras, ¿vale, Harry? Y ni se te ocurra pagar.

—¡Cómo que no! —protestó Harry, que ya había sacado su bolsa de monedas para pagar los detonadores trampa.

—Aquí no pagas —insistió Fred, apartando el dinero que le ofrecía.

—Pero…

—Tú nos diste el dinero para abrir este negocio, no creas que lo hemos olvidado —intervino George con seriedad—. Llévate lo que te apetezca, y si alguien te pregunta, acuérdate de decirle dónde puede encontrarlo.

George apartó la cortina y fue a atender a los clientes, y Fred condujo de nuevo a Harry hasta la parte delantera de la tienda, donde Hermione y Ginny seguían examinando las fantasías patentadas.

—¿Todavía no habéis visto nuestros productos especiales Wonderbruja, chicas? —les preguntó Fred—. Síganme, señoritas…

Cerca del escaparate había una selección de productos de color rosa chillón; un grupo de exaltadas jovencitas reían apiñadas alrededor de ellos. Hermione y Ginny, recelosas, se quedaron atrás.

—Aquí los tenéis —dijo Fred con orgullo—. El mejor surtido de filtros de amor que pueden encontrarse en el mercado.

Ginny arqueó una ceja con escepticismo y preguntó:

—¿Funcionan?

—Claro que funcionan, hasta veinticuatro horas seguidas, según el peso del chico en cuestión…

—…y del atractivo de la chica —terminó George, que acababa de aparecer a su lado—. Pero no pensamos vendérselos a nuestra hermana —agregó con expresión severa—, porque según nos han contado ya sale con cinco chicos ala vez…

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