Harry Potter. La colección completa (356 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

—Es más —prosiguió McGonagall, adoptando un tono inapelable—, hoy el señor Malfoy no ha ido a Hogsmeade.

Harry la miró boquiabierto y se desinfló de golpe.

—¿Cómo lo sabe, profesora?

—Porque estaba cumpliendo un castigo conmigo. Ya van dos veces seguidas que no entrega sus deberes de Transformaciones. De modo que gracias por comunicarme tus sospechas, Potter —añadió al pasar por delante de los muchachos—, pero tengo que subir a la enfermería para ver cómo evoluciona Katie Bell. Que tengáis un buen día.

Abrió la puerta del despacho y la mantuvo así, de modo que los tres amigos no tuvieron más remedio que desfilar hacia el pasillo sin más comentarios.

Harry estaba furioso con los otros dos por haberle dado la razón a la profesora McGonagall; sin embargo, no fue capaz de permanecer callado cuando empezaron a hablar de lo ocurrido.

—Entonces, ¿a quién creéis que Katie tenía que entregar el collar? —preguntó Ron mientras subían la escalera que conducía a la sala común.

—Quién sabe —dijo Hermione—. Pero quienquiera que fuese se ha librado por casualidad. Nadie habría abierto ese paquete sin tocar el collar.

—Podría ir dirigido a mucha gente —intervino Harry—: a Dumbledore, por ejemplo; a los
mortífagos
les encantaría librarse de él, así que debe de ser uno de sus blancos prioritarios. O a Slughorn; Dumbledore dice que Voldemort quería tenerlo en su bando, y no estarán contentos de que se haya puesto de parte de Dumbledore. O…

—O a ti —sugirió Hermione con gesto de consternación.

—A mí no puede ser, porque Katie me lo habría dado por el camino, ¿no? Yo iba detrás de ella desde que salimos de Las Tres Escobas. Habría sido más lógico entregarme el paquete fuera de Hogwarts, sabiendo que Filch registra a todo el que entra y sale del castillo. No entiendo por qué Malfoy le dijo que lo llevara al colegio.

—¡Pero si Malfoy no ha ido a Hogsmeade! —exclamó Hermione dando un pisotón en el suelo.

—Entonces tenía un cómplice —arguyó Harry—. Crabbe o Goyle. O, pensándolo bien, otro
mortífago
; seguro que tiene mejores compinches que esos dos ahora que se ha unido a…

Ron y Hermione se miraron como diciendo «inútil intentar razonar con este cabezota».

—«¡Sopa de leche!» —pronunció ella cuando llegaron al retrato de la Señora Gorda.

El retrato se apartó para dejarlos entrar en la sala común, que estaba muy concurrida y olía a ropa húmeda, pues muchos alumnos habían regresado de Hogsmeade temprano a causa del mal tiempo. Sin embargo, no se respiraba una atmósfera de miedo ni especulación; al parecer, la noticia del accidente de Katie todavía no se había extendido.

—Si os fijáis, en realidad no ha sido un ataque muy logrado —observó Ron mientras desalojaba a un alumno de primer año de una de las mejores butacas junto al fuego para sentarse en ella—. La maldición ni siquiera ha conseguido llegar al castillo. Infalible no era.

—Tienes razón —concedió Hermione, empujándolo con el pie para que se levantara de la butaca, que ofreció otra vez al alumno de primero—. No estaba muy bien planificado.

—¿Acaso Malfoy es uno de los grandes pensadores del mundo? —ironizó Harry.

Ron y Hermione sonrieron.

13
El enigma

Al día siguiente trasladaron a Katie al Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. A esas alturas la noticia de que le habían echado una maldición se había extendido por todo el colegio, aunque los detalles eran confusos y parecía que nadie, excepto Harry, Ron, Hermione y Leanne, se había enterado de que Katie no era la destinataria del ataque.

—Sólo lo sabemos nosotros y Malfoy —insistía Harry a sus dos amigos, que seguían con su nueva política de fingir sordera cada vez que él mencionaba su teoría de que Malfoy era un
mortífago
.

Harry no sabía si Dumbledore regresaría a tiempo para la clase particular del lunes por la noche, pero, puesto que nadie le había dicho lo contrario, se presentó en el despacho del director a las ocho en punto. Llamó a la puerta y Dumbledore lo hizo pasar. El anciano, que estaba sentado a su mesa, parecía muy cansado; tenía la mano más negra y chamuscada que antes, pero sonrió y le indicó que se sentara. El
pensadero
volvía a reposar en la mesa y proyectaba motas plateadas de luz en el techo.

—Has estado muy ocupado durante mi ausencia —dijo Dumbledore—. Tengo entendido que presenciaste el accidente de Katie.

—Sí, señor. ¿Cómo se encuentra?

—Todavía no se siente bien, aunque podríamos decir que tuvo suerte. Al parecer, el collar apenas le rozó la piel a través de un diminuto roto que tenía uno de sus guantes. Si se lo hubiera puesto o lo hubiese cogido con la mano desnuda, quizá habría muerto al instante. Por fortuna, el profesor Snape consiguió impedir una rápida extensión de la maldición…

—¿Por qué él? —se apresuró a preguntar Harry—. ¿Por qué no la señora Pomfrey?

—Impertinente —musitó una débil voz procedente de uno de los retratos que había en la pared, y Phineas Nigellus Black, el tatarabuelo de Sirius, levantó la cabeza que hasta ese momento tenía apoyada sobre los brazos fingiendo dormir—. En mis tiempos, yo no habría permitido que un alumno cuestionara el funcionamiento de Hogwarts.

—Gracias, Phineas —dijo Dumbledore, condescendiente—. El profesor Snape sabe mucho más de artes oscuras que la señora Pomfrey, Harry. En fin, el personal de San Mungo me envía informes cada hora y confío en que Katie se recuperará del todo a su debido tiempo.

—¿Dónde ha pasado el fin de semana, señor? —cambió de tema Harry sin tener en cuenta que estaba desafiando la suerte, una sensación compartida por Phineas Nigellus, que murmuró algo entre dientes.

—Prefiero no revelártelo todavía. Sin embargo, te lo diré en su momento.

—¿De verdad? —dijo Harry con un sobresalto.

—Sí, eso espero —repuso Dumbledore mientras sacaba otra botella de recuerdos plateados de su túnica y quitaba el tapón con un golpecito de la varita.

—Señor, en Hogsmeade me encontré con Mundungus…

—¡Ah, sí! Ya me he enterado de que ha tratado tu herencia con despreciable mano larga —repuso el director, y arrugó un poco la frente—. Desde que hablaste con él delante de Las Tres Escobas no ha salido de su escondite; creo que le da miedo presentarse ante mí. Sin embargo, no volverá a llevarse ningún otro objeto personal de Sirius, descuida.

—¿Que ese sarnoso sangre mestiza ha estado robando las reliquias de la familia Black? —saltó Phineas Nigellus, y se marchó muy indignado de su retrato, sin duda para trasladarse al que tenía en el número 12 de Grimmauld Place.

—Profesor —dijo Harry tras una breve pausa—, ¿le ha contado la profesora McGonagall lo que le dije sobre Draco Malfoy después de que Katie sufriera el accidente?

—Sí, Harry, me ha hablado de tus sospechas.

—¿Y usted…?

—Tomaré todas las medidas oportunas para investigar a cualquiera que haya podido estar relacionado con el accidente de Katie. Pero lo que ahora me preocupa, Harry, es nuestra clase.

El muchacho se sintió contrariado ante esa última frase: si sus clases particulares eran tan importantes, ¿por qué había habido un lapso tan largo entre la primera y la segunda? Sin embargo, no hizo más comentarios acerca de Draco Malfoy. Dumbledore vertió los nuevos recuerdos en el
pensadero
y éstos empezaron a arremolinarse en la vasija de piedra que el anciano sujetaba con sus largas y delgadas manos.

—Recordarás que dejamos la historia de los inicios de lord Voldemort en el momento en que el apuesto
muggle
, Tom Ryddle, había abandonado a su esposa bruja, Mérope, y regresado a su casa natal de Pequeño Hangleton. Mérope se quedó sola en Londres, embarazada del hijo que un día se convertiría en lord Voldemort.

—¿Cómo sabe que estaba en Londres, señor?

—Por el testimonio de un tal Caractacus Burke, quien, por una extraña coincidencia, también ayudó a encontrar el collar de ópalos del que acabamos de hablar.

El director de Hogwarts se puso a remover el contenido del
pensadero
como Harry ya le había visto hacer anteriormente; parecía un buscador de oro manipulando un tamiz. De la masa plateada que se arremolinaba en el interior surgió un hombrecillo que giraba despacio sobre sí mismo; era plateado como un fantasma, pero mucho más consistente, y tenía una mata de pelo que le tapaba los ojos.

—Sí, el guardapelo lo adquirimos en curiosas circunstancias —explicó el hombrecillo—. Lo trajo una joven bruja poco antes de Navidad. ¡Oh, sí, de eso hace ya muchos años! Dijo que necesitaba desesperadamente el oro; bueno, saltaba a la vista: se cubría con harapos y estaba muy avanzada… Quiero decir que iba a tener un bebé. Asimismo, dijo que ese guardapelo había pertenecido a Slytherin. Bueno, estamos hartos de escuchar historias semejantes: «Sí, se lo aseguro, ésta era la tetera favorita de Merlín.» Pero cuando lo examiné, vi que realmente tenía la marca de Slytherin, y bastaron unos sencillos hechizos para comprobar que la joven decía la verdad. Como es lógico, eso convertía aquel objeto en algo de valor incalculable, aunque ella parecía no tener ni idea de lo que valía. Pero se quedó satisfecha con los diez galeones. ¡Jamás habíamos hecho un negocio tan bueno!

Dumbledore le dio una enérgica sacudida al
pensadero
, y Caractacus Burke volvió a sumergirse en los remolinos de recuerdos de los que había salido.

—¿Sólo le dio diez galeones por el guardapelo? —preguntó Harry, indignado.

—La generosidad no era la virtud más destacada de Caractacus Burke —comentó Dumbledore—. Así pues, sabemos que hacia el final de su embarazo, Mérope vivía sola en Londres y necesitaba oro; estaba suficientemente desesperada para vender su única posesión valiosa, el guardapelo, una de las preciadas reliquias de familia de Sorvolo.

—¡Pero si ella era una bruja! —se impacientó Harry—. Podría haber conseguido comida y todo lo que necesitara mediante magia, ¿no?

—Hum, quizá sí. Pero, en mi opinión, cuando su esposo la abandonó, Mérope dejó de emplearla. Una vez más conjeturo, pero creo que tengo razón. Supongo que ya no quería seguir siendo bruja. También cabe la posibilidad, por supuesto, de que su amor no correspondido y su posterior desmoralización le socavaran los poderes; a veces ocurre. En cualquier caso, como estás a punto de ver, Mérope ni siquiera quiso levantar la varita mágica para salvar su vida.

—¿Ni siquiera quiso hacerlo por su hijo?

—¿Acaso te compadeces de lord Voldemort? —repuso Dumbledore arqueando las cejas.

—No, pero ella podía elegir, ¿no? No como mi madre…

—Tu madre también pudo elegir —replicó Dumbledore con serenidad—. Sí, Mérope Ryddle eligió la muerte pese a tener un hijo que la necesitaba, pero no la juzgues de manera precipitada, Harry. Estaba muy debilitada como consecuencia de un prolongado sufrimiento, y nunca tuvo el coraje de tu madre. Y ahora, si haces el favor de ponerte en pie…

—¿Adónde vamos? —preguntó el muchacho cuando el director se colocó a su lado, delante de la mesa.

—Esta vez entraremos en mi memoria. Creo que la encontrarás rica en detalles y satisfactoriamente exacta. Tú primero, Harry.

Harry se inclinó sobre el
pensadero
; su cara atravesó la fría superficie de recuerdos y el muchacho empezó a caer, rodeado de oscuridad. Segundos más tarde, sus pies tocaron tierra; abrió los ojos y vio que se hallaban en una ajetreada calle de Londres, varios años atrás.

—Mira, ahí estoy —dijo Dumbledore con tono jovial, señalando a una figura de elevada estatura que cruzaba la calle por delante de un carro de leche tirado por un caballo.

El largo cabello y la barba de aquel Albus Dumbledore más joven eran de color caoba. Echó a andar por la acera a paso largo, y su llamativo traje de terciopelo morado atraía las miradas.

—Bonito traje, señor —observó Harry, pero el anciano director de Hogwarts se limitó a sonreír al tiempo que ambos seguían de cerca al otro Dumbledore.

Por fin atravesaron unas verjas de hierro y entraron en un patio absolutamente vacío que había frente a un edificio cuadrado y sombrío, cercado por una alta reja. El joven Dumbledore subió los escalones de la puerta principal y llamó una vez. Pasados unos instantes, una desaliñada muchacha con delantal abrió la puerta.

—Buenas tardes. Tengo una cita con la señora Cole, que, si no me equivoco, es la directora de esta institución.

—¡Oh! —dijo la chica, perpleja ante el extravagante atuendo del joven Dumbledore—. Hum… un momento… ¡Señora Cole! —llamó volviendo la cabeza.

Harry oyó que alguien respondía desde dentro. La muchacha miró a Dumbledore.

—Pase, ahora viene.

Dumbledore entró en un vestíbulo de baldosas blancas y negras; era un lugar viejo y desgastado pero impecablemente limpio. Harry y el anciano Dumbledore entraron también, y antes de que la puerta se cerrase tras ellos, una mujer flacucha y de aspecto nervioso se apresuró hacia el vestíbulo por un pasillo. Su rostro de facciones afiladas denotaba más ansiedad que antipatía, y mientras se acercaba a Dumbledore miraba hacia atrás hablando con otra ayudanta que también llevaba delantal.

—…y súbele el yodo a Martha; Billy Stubbs ha estado arrancándose las costras y Eric Whalley ha manchado mucho las sábanas. Sólo nos faltaba la varicela —dijo a nadie en particular, pero entonces se fijó en Dumbledore y se detuvo en seco, observándolo con tanto asombro como si se tratase de una jirafa.

—Buenas tardes —saludó él y le tendió la mano. Ella se quedó boquiabierta—. Me llamo Albus Dumbledore. Le envié una carta solicitándole una visita y usted tuvo la amabilidad de invitarme a venir hoy.

La señora Cole parpadeó. Tras decidir, al parecer, que Dumbledore no era ninguna alucinación, dijo con un hilo de voz:

—¡Ah, sí! Ya… Bueno, entonces… será mejor que vayamos a mi habitación.

Lo guió hasta un pequeño cuarto que hacía las veces de salita y despacho, tan destartalado como el vestíbulo y cuyos muebles se veían viejos y desparejados. Invitó a Dumbledore a sentarse en una desvencijada silla, y ella tomó asiento detrás de un escritorio cubierto de carpetas y papeles. Parecía nerviosa.

—Como ya le explicaba en mi carta, he venido para hablar de Tom Ryddle y de los planes para el futuro del chico —expuso Dumbledore.

—¿Es usted familiar suyo?

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