Harry Potter. La colección completa (413 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

—Me intriga saber qué hizo Dumbledore para destruir el anillo —comentó Harry—. ¿Por qué no se lo pregunté? La verdad es que nunca…

No terminó la frase; estaba pensando en todas las cosas que debería haberle preguntado y en la impresión que tenía, desde la muerte del director de Hogwarts, de haber desaprovechado muchas oportunidades de averiguar más cosas, de averiguarlo todo…

El silencio fue interrumpido por la puerta del dormitorio al abrirse con gran estrépito. Hermione dio un chillido y soltó
Los secretos de las artes más oscuras
;
Crookshanks
se metió debajo de la cama, bufando indignado; Ron se levantó de un brinco de la cama, resbaló con un envoltorio de rana de chocolate que había en el suelo y se golpeó la cabeza contra la pared, y Harry buscó instintivamente su varita mágica antes de darse cuenta de que tenía delante a la señora Weasley, con el pelo alborotado y un humor de perros.

—Lamento mucho interrumpir esta agradable tertulia —dijo con voz temblorosa—. Ya sé que todos necesitáis descansar, pero en mi habitación hay un montón de regalos de boda que deben clasificarse, y se me ha ocurrido que a lo mejor querríais ayudarme.

—Sí, claro —repuso Hermione con cara de susto, y al ponerse en pie dispersó los libros en todas direcciones—. Vamos enseguida, lo sentimos mucho…

Angustiada, miró a sus amigos y salió de la habitación detrás de la señora Weasley.

—Me siento como un elfo doméstico —se lamentó Ron por lo bajo, frotándose la cabeza, cuando Harry y él salieron del dormitorio—. Pero sin la satisfacción de tener un empleo. ¡Qué contento me voy a poner cuando mi hermano se haya casado!

—Sí, tienes razón, entonces no tendremos otra cosa que hacer que buscar los
Horrocruxes
. Será como unas vacaciones, ¿verdad?

Ron se echó a reír, pero se calló de golpe al ver la montaña de regalos de boda que los esperaba en la habitación de la señora Weasley.

Los Delacour llegaron a la mañana siguiente a las once en punto. Harry, Ron, Hermione y Ginny estaban un poco resentidos con la familia de Fleur; por ello, Ron subió refunfuñando a su habitación a cambiarse los calcetines desparejados, y Harry intentó peinarse también de mala gana. Cuando la señora Weasley consideró que todos ofrecían un aspecto presentable, desfilaron por el soleado patio trasero para recibir a sus invitados.

Harry jamás había visto el patio tan ordenado: los calderos oxidados y las viejas botas de goma que normalmente estaban tirados en los escalones de la puerta trasera habían desaparecido, siendo sustituidos por dos arbustos nerviosos, uno a cada lado de la puerta en sendos tiestos enormes. Aunque no corría brisa, las hojas se mecían perezosamente, ofreciendo una agradable sensación de vaivén. Habían encerrado las gallinas, barrido el patio y podado, rastrillado y arreglado el jardín. No obstante, Harry, a quien le gustaba más cuando presentaba aquel aspecto de abandono, tuvo la sensación de que, sin su habitual contingente de gnomos saltarines, el jardín tenía un aire tristón.

El muchacho ya había perdido la cuenta de los sortilegios de seguridad que la Orden y el ministerio le habían hecho a La Madriguera; lo único que sabía seguro era que ya nadie podía viajar directo hasta allí mediante magia. Por eso el señor Weasley había ido a esperar a los Delacour a la cima de una colina cercana, donde los depositaría un traslador. Los alertó de su llegada una estridente risa que resultó ser del señor Weasley, a quien poco después vieron llegar a la verja, cargado de maletas y precediendo a una hermosa mujer, rubia y con túnica verde claro, que sólo podía ser la madre de Fleur.


Maman!
—gritó ésta, y corrió a abrazarla—.
Papa!

Monsieur Delacour no era tan atractivo como su esposa, ni mucho menos; era bastante más bajo que ella y muy gordo, y lucía una pequeña y puntiaguda barba negra. Sin embargo, parecía bonachón. Calzado con botas de tacón, se dirigió hacia la señora Weasley y le plantó dos besos en cada mejilla, dejándola aturullada.

—Ya sé que se han tomado muchas molestias
pog nosotgos
—dijo con su grave voz—.
Fleug
nos ha dicho que han tenido que
tgabajag
mucho.

—¡Bah, no es para tanto! —replicó Molly—. ¡Lo hemos hecho encantados!

Ron se desahogó dándole una patada a un gnomo que había asomado la cabeza por detrás de un arbusto nervioso.

—¡
Queguida
mía! —exclamó radiante monsieur Delacour, todavía sosteniendo la mano de la señora Weasley entre las suyas regordetas—. ¡La inminente unión de
nuestgas
familias es
paga nosotgos
un
gan honog
!
Pegmítame pgesentagle
a mi esposa, Apolline.

Madame Delacour avanzó con elegancia y se inclinó para besar a la señora Weasley.


Enchantée
—saludó—. Su esposo nos ha contado unas
histoguias divegtidísimas
.

El señor Weasley soltó una risita histriónica, pero su esposa le lanzó una mirada y él se puso muy serio, como si estuviera en el entierro de un amigo.

—Y ésta es
nuestga
hija pequeña,
Gabguielle
—dijo monsieur Delacour.

Gabrielle, una niña de once años de cabello rubio plateado hasta la cintura, era una Fleur en miniatura; obsequió a la señora Weasley con una sonrisa radiante y la abrazó, y a continuación le lanzó una encendida mirada a Harry pestañeando. Ginny carraspeó.

—¡Pero pasen, pasen, por favor! —invitó la señora Weasley con entusiasmo, e hizo entrar a los Delacour con un derroche de disculpas y cumplidos: «¡No, por favor!», «¡Usted primero!», «¡Sólo faltaría!».

Los Delacour resultaron unos invitados nada exigentes y muy amables. Todo les parecía bien y se mostraron dispuestos a ayudar con los preparativos de la boda. Monsieur Delacour aseguró que todo, desde la disposición de los asientos hasta los zapatos de las damas de honor, era
charmant!
Madame Delacour era una experta en hechizos domésticos y dejó el horno impecable en un periquete, y Gabrielle seguía a todas partes a su hermana mayor, intentando colaborar en todo y hablando muy deprisa en francés.

El inconveniente era que La Madriguera no estaba preparada para alojar a tanta gente, de modo que, tras acallar las protestas de los Delacour e insistir en que ocuparan su dormitorio, los Weasley dormían en el salón; Gabrielle lo hacía con Fleur en el antiguo dormitorio de Percy, y Bill compartiría habitación con Charlie, su padrino, cuando éste llegara de Rumania. Las oportunidades para tramar planes juntos eran casi inexistentes, y, desesperados, Harry, Ron y Hermione se ofrecían voluntarios para dar de comer a las gallinas sólo para huir de la abarrotada casa.

—¡Nada, no hay manera de que nos deje tranquilos! —refunfuñó Ron al ver que su segundo intento de charlar en el patio con sus amigos quedaría frustrado: su madre se acercaba cargada con un gran cesto de ropa para tender.

—¡Ah, qué bien! Ya habéis dado de comer a las gallinas —dijo la señora Weasley—. Será mejor que volvamos a encerrarlas antes de que lleguen mañana los operarios. Sí, los empleados que van a instalar la carpa para la boda —explicó, y se apoyó contra el gallinero. Parecía agotada—. Entoldados Mágicos Millamant; son muy buenos. Bill se encargará de escoltarlos. Será mejor que te quedes dentro mientras ellos montan la carpa, Harry. La verdad es que todos esos hechizos defensivos están complicando mucho la organización de la boda.

—Lo siento —se disculpó Harry.

—¡No seas tonto, hijo! No he querido decir… Mira, tu seguridad es lo más importante. Por cierto, hace días que quiero preguntarte cómo te gustaría celebrar tu cumpleaños. Vas a cumplir diecisiete; es una fecha importante.

—No quiero mucho jaleo —respondió Harry, imaginándose la tensión adicional que eso supondría para todos—. En serio, señora Weasley, prefiero una cena tranquila. Piense que será el día antes de la boda.

—Bueno, como quieras, cielo. Invitaré a Remus y Tonks, ¿no? ¿Y qué me dices de Hagrid?

—Me parece muy bien. Pero no se tome muchas molestias, por favor.

—No te preocupes. No es ninguna molestia.

La mujer le lanzó una mirada escrutadora; luego sonrió con cierta tristeza y se alejó. Harry vio cómo agitaba la varita mágica delante del tendedero y cómo la ropa salía volando del cesto y se tendía sola, y de pronto sintió un profundo remordimiento por los inconvenientes y el sufrimiento que estaba causándole.

7
El testamento de Albus Dumbledore

Iba caminando por una carretera de montaña bajo la fría y azulada luz del amanecer. En la distancia, un poco más abajo, se distinguía el contorno de un pueblecito envuelto en la neblina. ¿Estaría allí el hombre al que buscaba? El hombre al que tanto necesitaba que casi no podía pensar en otra cosa, el hombre que tenía la solución a su problema.

—¡Eh, despierta!

Harry abrió los ojos; volvía a estar tumbado en la cama plegable de la sombría habitación de Ron, en el desván de La Madriguera. Todavía no había salido el sol y el cuarto estaba en penumbra;
Pigwidgeon
dormía con la cabeza bajo una de sus diminutas alas. Harry notaba pinchazos en la cicatriz de la frente.

—Estabas hablando en sueños.

—¿Ah, sí?

—Sí, de verdad. Todo el rato decías «Gregorovitch, Gregorovitch».

Como Harry no llevaba puestas las gafas, veía el rostro de Ron un poco borroso.

—¿Quién es Gregorovitch?

—Ni idea. Lo decías tú, no yo.

Pensativo, Harry se frotó la frente. Le parecía haber oído ese nombre antes, pero no sabía dónde.

—Creo que Voldemort está buscándolo.

—Pobre hombre —se apiadó Ron.

Harry ya estaba del todo despierto y se incorporó sin dejar de frotarse la cicatriz. Trató de recordar qué había visto con exactitud en el sueño, pero lo único que logró reconstruir fue un horizonte montañoso y el contorno de un pueblecito enclavado en un profundo valle.

—Me parece que está en el extranjero.

—¿Quién? ¿Gregorovitch?

—No, Voldemort. Y creo que se halla en algún país buscando a Gregorovitch. No tenía aspecto de ser Gran Bretaña.

—¿Insinúas… que has vuelto a entrar en su mente? —se preocupó Ron.

—No se lo digas a Hermione, por favor. Aunque no sé cómo, pretende que deje de ver cosas en sueños. —Se quedó mirando la jaula de la pequeña
Pigwidgeon
, cavilando… ¿Por qué le resultaba tan familiar ese nombre, Gregorovitch?—. Yo diría —comentó con lentitud— que tiene algo que ver con el
quidditch
. Hay alguna relación, pero no sé… no sé cuál.

—¿Con el
quidditch
? —se extrañó Ron—. ¿Seguro que no estás pensando en Gorgovitch?

—¿Quién has dicho?

—Dragomir Gorgovitch, cazador. Lo traspasaron hace dos años al Chudley Cannons por una cifra astronómica. Tiene el récord de anotación en una sola temporada.

—No, no. No estaba pensando en Gorgovitch.

—Yo también prefiero no pensar en él. Bueno, feliz cumpleaños.

—¡Vaya, es verdad! ¡No me acordaba! ¡Ya tengo diecisiete años!

Harry cogió la varita mágica, que estaba al lado de su cama plegable, apuntó al desordenado escritorio donde había dejado sus gafas y dijo:
«¡Accio gafas!»
Aunque las tenía a sólo un palmo, le produjo una gran satisfacción verlas volar hacia él, al menos hasta que una patilla se le metió en un ojo.

—¡Vaya estilo! —resopló Ron.

Para celebrar que se le había desactivado el Detector, Harry hizo volar por la habitación las cosas de Ron.
Pigwidgeon
despertó y empezó a revolotear muy agitada por la jaula. Harry también intentó atarse los cordones de las zapatillas deportivas mediante magia (aunque luego tardó varios minutos en desatar los nudos a mano). Luego, sólo por probar, cambió el naranja de las túnicas de los pósteres del Chudley Cannons de Ron por un azul intenso.

—Yo en tu lugar me subiría la cremallera a mano —le aconsejó Ron, y se echó a reír cuando Harry bajó la vista rápidamente para comprobar si llevaba la bragueta desabrochada—. Anda, toma tu regalo. Ábrelo aquí arriba, para que no lo vea mi madre.

—¿Es un libro? —se extrañó Harry al coger el paquete rectangular—. Un cambio con respecto a la tradición, ¿no?

—No es un libro como otro cualquiera. Es una joya:
Doce formas infalibles de hechizar a una bruja.
Explica todo lo que hay que saber sobre las chicas. Si lo hubiera tenido el año pasado, habría sabido cómo librarme de Lavender y qué hacer para… Bueno, a mí me lo regalaron Fred y George, y he aprendido mucho con él. Te sorprenderá, ya lo verás. Y no todos los trucos son a base de varita mágica.

Cuando bajaron a la cocina, encontraron un montón de regalos esperando encima de la mesa. Bill y monsieur Delacour estaban terminando de desayunar, y la señora Weasley, de pie, charlaba con ellos mientras vigilaba lo que tenía en una sartén.

—Arthur me ha pedido que te felicite de su parte, Harry —dijo la mujer con una sonrisa de oreja a oreja—. Ha tenido que ir temprano al trabajo, pero volverá a la hora de la cena. Ese de ahí encima es nuestro regalo.

Harry se sentó, cogió el paquete cuadrado que la madre de Ron había señalado y lo desenvolvió. Dentro había un reloj muy parecido al que los Weasley le habían regalado a Ron cuando cumplió los diecisiete; era de oro y, en lugar de manecillas, tenía unas estrellas que giraban en la esfera.

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