Harry Potter. La colección completa (416 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

—Ya va siendo hora de que usted haga algo para merecerlo —repuso Harry.

De repente, el suelo tembló, se notó que alguien corría por la casa, y la puerta del salón se abrió de par en par. Eran los Weasley.

—Nos ha… parecido oír… —balbuceó Arthur, alarmado al ver a Harry y el ministro con las narices tan juntas.

—… gritos —completó su esposa jadeando.

Scrimgeour retrocedió un par de pasos y observó el agujero que le había hecho en la camiseta a Harry. Dio la impresión de que lamentaba haber perdido los estribos.

—No pasa nada —gruñó—. Siento mucho… tu actitud —masculló mirando a Harry una vez más—. Por lo visto, piensas que el ministerio no persigue el mismo objetivo que tú o que Dumbledore. ¿Cuándo entenderás que deberíamos trabajar juntos?

—No me gustan sus métodos, señor ministro —replicó Harry—. ¿Ya no se acuerda?

Como había hecho en una ocasión el año anterior, Harry levantó el puño derecho y le mostró al ministro las cicatrices que conservaba en el dorso de la mano: «No debo decir mentiras.» El semblante de Scrimgeour se endureció y, tras darse la vuelta sin decir palabra, salió cojeando de la habitación. La señora Weasley lo siguió; Harry la oyó detenerse en la puerta trasera. Al cabo de un minuto, ella anunció:

—¡Ya se ha ido!

—¿Qué quería? —preguntó el padre de Ron mirando a los tres amigos mientras su esposa volvía a toda prisa.

—Darnos lo que nos dejó en herencia Dumbledore —contestó Harry—. Acaba de revelarnos el contenido del testamento.

Fuera, en el jardín, los tres objetos que Scrimgeour había llevado a los chicos pasaron de mano en mano alrededor de la mesa. Todos prorrumpieron en exclamaciones de admiración ante el desiluminador y
Los Cuentos de Beedle el Bardo
, y lamentaron que Scrimgeour se hubiera negado a entregarle la espada a Harry; sin embargo, nadie se explicaba por qué Dumbledore le había legado a Harry una vieja
snitch
. Mientras el señor Weasley examinaba el desiluminador por tercera o cuarta vez, su esposa dijo:

—Harry, cielo, están todos muertos de hambre, pero no queríamos empezar sin ti. ¿Puedo ir sirviendo la cena?

Comieron con prisas y después, tras entonar a coro un rápido «Cumpleaños feliz» y engullir cada uno su trozo de pastel, dieron por terminada la fiesta. Hagrid, que estaba invitado a la boda del día siguiente pero cuya corpulencia le impedía dormir en la abarrotada Madriguera, fue a montar una tienda en un campo cercano.

—Sube a la habitación de Ron cuando los demás se hayan acostado —le susurró Harry a Hermione mientras ayudaban a la señora Weasley a dejar el jardín como estaba antes de la cena.

Arriba, en la habitación del desván, Ron examinó su desiluminador y Harry llenó el monedero de piel de
moke
; lo que metió dentro no fueron monedas, sino los artículos que él consideraba más valiosos, aunque algunos parecieran inútiles: el mapa del merodeador, el fragmento del espejo encantado de Sirius y el guardapelo de «R.A.B.». Cerró el monedero tirando del cordón y se lo colgó del cuello; a continuación cogió la vieja
snitch
y se sentó a observar cómo aleteaba débilmente. Por fin, Hermione llamó a la puerta y entró de puntillas.


¡Muffliato!
—susurró la chica apuntando con la varita hacia la escalera.

—Creía que no aprobabas ese hechizo —comentó Ron.

—Los tiempos cambian. A ver, enséñame ese desiluminador.

Ron no se hizo de rogar. Lo sostuvo en alto ante sí y lo accionó: la única lámpara que habían encendido se apagó de inmediato.

—El caso es que podríamos haber conseguido lo mismo con el polvo peruano de oscuridad instantánea —observó Hermione.

Entonces se oyó un débil clic y la esfera de luz de la lámpara subió hasta el techo y volvió a iluminar la estancia.

—Ya, pero mola —exclamó Ron un poco a la defensiva—. Y según dicen, lo inventó el propio Dumbledore.

—Ya lo sé, pero no creo que te nombrara en su testamento sólo para que nos ayudes a apagar las luces.

—¿Crees que él suponía que el ministerio confiscaría sus últimas voluntades y examinaría todo lo que nos legaba? —preguntó Harry.

—Sí, sin duda —respondió Hermione—. En el documento no podía aclararnos por qué nos lo dejaba, pero eso sigue sin justificar…

—… ¿que no nos lo explicara en vida? —completó la frase Ron.

—Eso es, ni más ni menos —afirmó Hermione, y se puso a hojear
Los Cuentos de Beedle el Bardo
—. Si estas cosas son lo bastante importantes para dárnoslas ante las mismísimas narices del ministerio, lo lógico es que nos dijera por qué… A menos que creyera que era obvio, ¿no?

—Pues está claro que se equivocaba —concluyó Ron—. Siempre dije que estaba chiflado; era muy inteligente, de acuerdo, pero estaba como un cencerro. Mira que dejarle a Harry una vieja
snitch
… ¿Qué demonios significa?

—No tengo ni idea —admitió Hermione—. Cuando Scrimgeour te obligó a cogerla, Harry, tuve la certeza de que pasaría algo.

—Ya —dijo Harry, y el pulso se le aceleró al levantar la
snitch
—. Pero no iba a esforzarme mucho delante del ministro, ¿no?

—¿Qué insinúas? —preguntó Hermione.

—Ésta es la
snitch
que atrapé en mi primer partido de
quidditch
. ¿No te acuerdas?

Hermione puso cara de desconcierto. Ron, en cambio, dio un grito ahogado, señalando alternativamente a su amigo y la
snitch
, hasta que recuperó el habla.

—¡Es la pelota que casi te tragas!

—Exacto —confirmó Harry y, con el corazón acelerado, se la llevó a los labios.

Sin embargo, la pelota no se abrió. Harry sintió frustración; pero, al apartar la esfera dorada de la boca, Hermione exclamó:

—¡Letras! ¡Han salido unas letras! ¡Mira, mira!

La sorpresa y la emoción estuvieron a punto de hacérsela soltar. Hermione tenía razón: grabadas en la lisa superficie dorada, donde segundos antes no había nada, destacaban ahora cuatro palabras escritas con la pulcra y estilizada caligrafía de Dumbledore.

«Me abro al cierre.»

Apenas las hubo leído, las palabras se borraron.

—«Me abro al cierre.» ¿Qué querrá decir?

Hermione y Ron negaron con la cabeza, perplejos.

—Me abro al cierre… Al cierre… Me abro al cierre…

Pero, por mucho que repitieron esas palabras, dándoles diferentes entonaciones, no lograron arrancarles ningún significado.

—Y la espada… —dijo Ron al fin, cuando ya habían abandonado sus intentos de adivinar el sentido de la inscripción—. ¿Por qué querría Dumbledore que Harry tuviera la espada?

—¿Y por qué no me lo dijo directamente? —se preguntó Harry en voz baja—. Estaba allí mismo, colgada en la pared de su despacho, durante todas las charlas que mantuvimos el año pasado. Si quería que la tuviera yo, ¿por qué no me la dio entonces?

Era como estar en un examen ante una pregunta que tendría que saber contestar pero su cerebro funcionara con angustiosa lentitud. ¿Acaso se le había escapado algún detalle de las largas conversaciones sostenidas con Dumbledore el año anterior? ¿Debía conocer el significado de todo aquello, o tal vez Dumbledore confiaba en que lo entendiera?

—Y respecto a este libro —terció Hermione—,
Los Cuentos de Beedle el Bardo
… ¡Nunca había oído hablar de esos cuentos!

—¿Que nunca habías oído hablar de
Los Cuentos de Beedle el Bardo
? —repuso Ron con incredulidad—. Bromeas, ¿no?

—¡No, lo digo en serio! —exclamó Hermione, sorprendida—. ¿Tú los conoces?

—¡Pues claro!

Alzando la cabeza, Harry salió de su ensimismamiento. El hecho de que Ron hubiera leído un libro que Hermione ni siquiera conocía no tenía precedentes. Ron, sin embargo, no entendía la sorpresa de sus amigos.

—¡Venga ya! Pero si, según dicen, todos los cuentos infantiles los escribió Beedle, ¿no? Por ejemplo, «La fuente de la buena fortuna», «El mago y el cazo saltarín», «Babbitty Rabbitty y su Cepa Carcajeante»…

—¿Cómo dices? —preguntó Hermione con una risita—. ¿Cuál es ese último título?

—¡Me tomáis el pelo! —protestó Ron, incrédulo—. Tenéis que haber oído hablar de Babbitty Rabbitty.

—¡Sabes perfectamente que Harry y yo nos hemos criado con
muggles
, Ron! —le recordó Hermione—. A nosotros no nos contaban esos cuentos cuando éramos pequeños. Nos contaban «Blancanieves y los siete enanitos», «La Cenicienta»…

—¿«La Cenicienta»? ¿Qué es eso, una enfermedad? —preguntó Ron.

—¡Anda ya! Entonces ¿son cuentos infantiles? —quiso saber Hermione inclinándose de nuevo sobre las runas grabadas en la tapa del libro.

—Sí… Bueno, mira, al menos la gente asegura que todas esas historias las escribió Beedle. Yo no conozco las versiones originales.

—Pero ¿por qué querría Dumbledore que las leyera?

En ese instante se oyó un crujido proveniente del piso de abajo.

—Debe de ser Charlie; estará intentando que vuelva a crecerle el pelo, ahora que mi madre duerme —dijo Ron, inquieto.

—En fin, tendríamos que acostarnos —susurró Hermione—. Mañana no podemos dormirnos.

—No —coincidió Ron—. Un brutal triple asesinato cometido por la madre del novio estropearía un poco la boda. Ya apago yo la luz.

Volvió a accionar el desiluminador y Hermione salió del dormitorio.

8
La boda

A las tres en punto de la tarde del día siguiente, Harry, Ron, Fred y George se plantaron frente a la gran carpa blanca, montada en el huerto de árboles frutales, esperando a que llegaran los invitados de la boda. Harry se había tomado una abundante dosis de poción
multijugos
y convertido en el doble de un
muggle
pelirrojo del pueblo más cercano, Ottery St. Catchpole, a quien Fred le había arrancado unos pelos utilizando un encantamiento convocador. El plan consistía en presentar a Harry como «el primo Barny» y confiar en que los numerosos parientes de la familia Weasley lo camuflaran.

Los cuatro chicos tenían en la mano un plano de la disposición de los asientos, para ayudar a los invitados a encontrar su sitio. Hacía una hora que había llegado una cuadrilla de camareros, ataviados con túnicas blancas, y una orquesta cuyos miembros vestían chaquetas doradas; y ahora todos esos magos se hallaban sentados bajo un árbol cercano, envueltos en una nube azulada de humo de pipa.

Desde la entrada de la carpa se veían en su interior hileras e hileras de frágiles sillas, asimismo doradas, colocadas a ambos lados de una larga alfombra morada; y los postes que sostenían la carpa estaban adornados con flores blancas y doradas. Fred y George habían atado un enorme ramo de globos (cómo no, dorados) sobre el punto exacto donde Bill y Fleur se convertirían en marido y mujer. En el exterior, las mariposas y abejas revoloteaban perezosamente sobre la hierba y el seto. Como hacía un radiante día estival, Harry se sentía muy incómodo, pues la túnica de gala que llevaba puesta le apretaba y le daba calor; el chico
muggle
cuyo aspecto había adoptado estaba un poco más gordo que él…

—Cuando yo me case —dijo Fred tirando del cuello de su túnica—, no armaré tanto jaleo. Podréis vestiros como os apetezca, y le haré una maldición de inmovilidad total a nuestra madre hasta que haya terminado todo.

—Esta mañana no se ha portado demasiado mal, a fin de cuentas —la defendió George—. Ha llorado un poco por la ausencia de Percy, pero, bah, ¿para qué lo necesitamos? ¡Vaya, preparaos! ¡Ya vienen!

Unos personajes vestidos con llamativas ropas multicolores iban apareciendo, uno a uno, por el fondo del patio. Pasados unos minutos, ya se había formado una procesión que serpenteó por el jardín en dirección a la carpa. En los sombreros de las brujas revoloteaban flores exóticas y pájaros embrujados, mientras que preciosas gemas destellaban en las corbatas de muchos magos. A medida que se aproximaban, el murmullo de voces emocionadas fue intensificándose, hasta ahogar el zumbido de las abejas.

—Estupendo; me ha parecido ver algunas primas
veelas
—comentó George estirando el cuello para ver mejor—. Necesitarán ayuda para entender nuestras costumbres inglesas; yo me ocuparé de ellas.

—No corras tanto, Desorejado —replicó Fred y, pasando rápidamente junto al grupo de brujas de mediana edad que encabezaban la procesión, indicó a un par de guapas francesas—: Por aquí…
Permettez-moi assister vous
. —Las chicas rieron y se dejaron acompañar al interior de la carpa.

George se quedó atendiendo, pues, a las brujas de mediana edad, y Ron se encargó de Perkins, el antiguo colega del ministerio del señor Weasley, mientras que a Harry le tocó una pareja de ancianos bastante sordos.

—Eh, ¿qué hay? —dijo una voz conocida cuando Harry volvió a salir de la carpa: Lupin y Tonks, que se había teñido de rubio para la ocasión, presidían la cola—. Arthur nos ha chivado que eras el del pelo rizado. Perdona lo de anoche —añadió la bruja en voz baja cuando Harry enfiló con ellos el pasillo—. Últimamente, el ministerio no se muestra muy amable con los hombres lobo, y creímos que nuestra presencia no te beneficiaría.

—No os preocupéis, ya me hago cargo —repuso Harry dirigiéndose más a Remus que a Tonks.

Lupin compuso una sonrisa fugaz, pero cuando Harry se separó de ellos, vio que el semblante se le ensombrecía de nuevo. No comprendía qué le pasaba a Lupin, pero no era momento para ahondar en el asunto, pues Hagrid estaba provocando un buen alboroto: el guardabosques había entendido mal las indicaciones de Fred, y en lugar de instalarse en el asiento reforzado y agrandado mediante magia que le habían preparado en la última fila, se había sentado en cinco sillas normales que se habían convertido en un gran montón de palillos dorados.

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