Harry Potter. La colección completa (43 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

La última noche, la señora Weasley hizo aparecer, por medio de un conjuro, una cena suntuosa que incluía todos los manjares favoritos de Harry y que terminó con un suculento pudín de melaza. Fred y George redondearon la noche con una exhibición de las bengalas del doctor Filibuster, y llenaron la cocina con chispas azules y rojas que rebotaban del techo a las paredes durante al menos media hora. Después de esto, llegó el momento de tomar una última taza de chocolate caliente e ir a la cama.

A la mañana siguiente, les llevó mucho rato ponerse en marcha. Se levantaron con el canto del gallo, pero parecía que quedaban muchas cosas por preparar. La señora Weasley, de mal humor, iba de aquí para allá como una exhalación, buscando tan pronto unos calcetines como una pluma. Algunos chocaban en las escaleras, medio vestidos, sosteniendo en la mano un trozo de tostada, y el señor Weasley, al llevar el baúl de Ginny al coche a través del patio, casi se rompe el cuello cuando tropezó con una gallina despistada.

A Harry no le entraba en la cabeza que ocho personas, seis baúles grandes, dos lechuzas y una rata pudieran caber en un pequeño Ford Anglia. Claro que no había contado con las prestaciones especiales que le había añadido el señor Weasley.

—No le digas a Molly ni media palabra —susurró a Harry al abrir el maletero y enseñarle cómo lo había ensanchado mágicamente para que pudieran caber los baúles con toda facilidad.

Cuando por fin estuvieron todos en el coche, la señora Weasley echó un vistazo al asiento trasero, en el que Harry, Ron, Fred, George y Percy estaban confortablemente sentados, unos al lado de otros, y dijo:

—Los
muggles
saben más de lo que parece, ¿verdad? —Ella y Ginny iban en el asiento delantero, que había sido alargado hasta tal punto que parecía un banco del parque—. Quiero decir que desde fuera uno nunca diría que el coche es tan espacioso, ¿verdad?

El señor Weasley arrancó el coche y salieron del patio. Harry se volvió para echar una última mirada a la casa. Apenas le había dado tiempo a preguntarse cuándo volvería a verla, cuando tuvieron que dar la vuelta, porque a George se le había olvidado su caja de bengalas del doctor Filibuster. Cinco minutos después, el coche tuvo que detenerse en el corral para que Fred pudiera entrar a coger su escoba. Y cuando ya estaban en la autopista, Ginny gritó que se había olvidado su diario y tuvieron que retroceder otra vez. Cuando Ginny subió al coche, después de recoger el diario, llevaban muchísimo retraso y los ánimos estaban alterados.

El señor Weasley miró primero su reloj y luego a su mujer.

—Molly, querida...

—No, Arthur.

—Nadie nos vería. Este botón de aquí es un accionador de invisibilidad que he instalado. Ascenderíamos en el aire, luego volaríamos por encima de las nubes y llegaríamos en diez minutos. Nadie se daría cuenta...

—He dicho que no, Arthur, no a plena luz del día.

Llegaron a King's Cross a las once menos cuarto. El señor Weasley cruzó la calle a toda pastilla para hacerse con unos carritos para cargar los baúles, y entraron todos corriendo en la estación. Harry ya había cogido el expreso de Hogwarts el año anterior. La dificultad estaba en llegar al andén nueve y tres cuartos, que no era visible para los ojos de los
muggles
. Lo que había que hacer era atravesar caminando la gruesa barrera que separaba el andén nueve del diez. No era doloroso, pero había que hacerlo con cuidado para que ningún
muggle
notara la desaparición.

—Percy primero —dijo la señora Weasley, mirando con inquietud el reloj que había en lo alto, que indicaba que sólo tenían cinco minutos para desaparecer disimuladamente a través de la barrera.

Percy avanzó deprisa y desapareció. A continuación fue el señor Weasley. Lo siguieron Fred y George.

—Yo pasaré con Ginny, y vosotros dos nos seguís —dijo la señora Weasley a Harry y Ron, cogiendo a Ginny de la mano y empezando a caminar. En un abrir y cerrar de ojos ya no estaban.

—Vamos juntos, sólo nos queda un minuto —dijo Ron a Harry.

Harry se aseguró de que la jaula de
Hedwig
estuviera bien sujeta encima del baúl, y empujó el carrito contra la barrera. No le daba miedo; era mucho más seguro que usar los polvos
flu
. Se inclinaron sobre la barra de sus carritos y se encaminaron con determinación hacia la barrera, cogiendo velocidad. A un metro de la barrera, empezaron a correr y...

¡PATAPUM!

Los dos carritos chocaron contra la barrera y rebotaron. El baúl de Ron saltó y se estrelló contra el suelo con gran estruendo, Harry se cayó y la jaula de
Hedwig
, al dar en el suelo, rebotó y salió rodando, con la lechuza dentro dando unos terribles chillidos. Todo el mundo los miraba, y un guardia que había allí cerca les gritó:

—¿Qué demonios estáis haciendo?

—He perdido el control del carrito —dijo Harry entre jadeos, sujetándose las costillas mientras se levantaba. Ron salió corriendo detrás de la jaula de
Hedwig,
que estaba provocando tal escena que la multitud hacía comentarios sobre la crueldad con los animales.

—¿Por qué no hemos podido pasar? —preguntó Harry a Ron.

—Ni idea.

Ron miró furioso a su alrededor. Una docena de curiosos todavía los estaban mirando.

—Vamos a perder el tren —se quejó—. No comprendo por qué se nos ha cerrado el paso.

Harry miró el reloj gigante de la estación y sintió náuseas en el estómago. Diez segundos..., nueve segundos... Avanzó con el carrito, con cuidado, hasta que llegó a la barrera, y empujó a continuación con todas sus fuerzas. La barrera permaneció allí, infranqueable.

Tres segundos..., dos segundos..., un segundo...

—Ha partido —dijo Ron, atónito—. El tren ya ha partido. ¿Qué pasará si mis padres no pueden volver a recogernos? ¿Tienes algo de dinero
muggle
?

Harry soltó una risa irónica.

—Hace seis años que los Dursley no me dan la paga semanal.

Ron pegó la cabeza a la fría barrera.

—No oigo nada —dijo preocupado—. ¿Qué vamos a hacer? No sé cuánto tardarán mis padres en volver por nosotros.

Echaron un vistazo a la estación. La gente todavía los miraba, principalmente a causa de los alaridos incesantes de
Hedwig
.

—A lo mejor tendríamos que ir al coche y esperar allí —dijo Harry—. Estamos llamando demasiado la aten...

—¡Harry! —dijo Ron, con los ojos refulgentes—. ¡El coche!

—¿Qué pasa con él?

—¡Podemos llegar a Hogwarts volando!

—Pero yo creía...

—Estamos en un apuro, ¿verdad? Y tenemos que llegar al colegio, ¿verdad? E incluso a los magos menores de edad se les permite hacer uso de la magia si se trata de una verdadera emergencia, sección decimonovena o algo así de la Restricción sobre Chismes...

El pánico que sentía Harry se convirtió de repente en emoción.

—¿Sabes hacerlo volar?

—Por supuesto —dijo Ron, dirigiendo su carrito hacia la salida—. Venga, vamos, si nos damos prisa podremos seguir al expreso de Hogwarts.

Y abriéndose paso a través de la multitud de
muggles
curiosos, salieron de la estación y regresaron a la calle lateral donde habían aparcado el viejo Ford Anglia. Ron abrió el gran maletero con unos golpes de varita mágica. Metieron dentro los baúles, dejaron a
Hedwig
en el asiento de atrás y se acomodaron delante.

—Comprueba que no nos ve nadie —le pidió Ron, arrancando el coche con otro golpe de varita. Harry sacó la cabeza por la ventanilla; el tráfico retumbaba por la avenida que tenían delante, pero su calle estaba despejada.

—Vía libre —dijo Harry.

Ron pulsó un diminuto botón plateado que había en el salpicadero y el coche desapareció con ellos. Harry notaba el asiento vibrar debajo de él, oía el motor, sentía sus propias manos en las rodillas y las gafas en la nariz, pero, a juzgar por lo que veía, se había convertido en un par de ojos que flotaban a un metro del suelo en una lúgubre calle llena de coches aparcados.

—¡En marcha! —dijo a su lado la voz de Ron.

Fue como si el pavimento y los sucios edificios que había a cada lado empezaran a caer y se perdieran de vista al ascender el coche; al cabo de unos segundos, tenían todo Londres bajo sus pies, impresionante y neblinoso.

Entonces se oyó un ligero estallido y reaparecieron el coche, Ron y Harry.

—¡Vaya! —dijo Ron, pulsando el botón del accionador de invisibilidad—. Se ha estropeado.

Los dos se pusieron a darle golpes. El coche desapareció, pero luego empezó a aparecer y desaparecer de forma intermitente.

—¡Agárrate! —gritó Ron, y apretó el acelerador. Como una bala, penetraron en las nubes algodonosas y todo se volvió neblinoso y gris.

—¿Y ahora qué? —preguntó Harry, pestañeando ante la masa compacta de nubes que los rodeaba por todos lados.

—Tendríamos que ver el tren para saber qué dirección seguir —dijo Ron.

—Vuelve a descender, rápido.

Descendieron por debajo de las nubes, y se asomaron mirando hacia abajo con los ojos entornados.

—¡Ya lo veo! —gritó Harry—. ¡Todo recto, por allí!

El expreso de Hogwarts corría debajo de ellos, parecido a una serpiente roja.

—Derecho hacia el norte —dijo Ron, comprobando el indicador del salpicadero—. Bueno, tendremos que comprobarlo cada media hora más o menos. Agárrate. —Y volvieron a internarse en las nubes. Un minuto después, salían al resplandor de la luz solar.

Aquél era un mundo diferente. Las ruedas del coche rozaban el océano de esponjosas nubes y el cielo era una extensión inacabable de color azul intenso bajo un cegador sol blanco.

—Ahora sólo tenemos que preocuparnos de los aviones —dijo Ron.

Se miraron el uno al otro y rieron. Tardaron mucho en poder parar de reír.

Era como si hubieran entrado en un sueño maravilloso. Aquélla, pensó Harry, era seguramente la manera ideal de viajar: pasando copos de nubes que parecían de nieve, en un coche inundado de luz solar cálida y luminosa, con una gran bolsa de caramelos en la guantera e imaginando las caras de envidia que pondrían Fred y George cuando aterrizaran con suavidad en la amplia explanada de césped delante del castillo de Hogwarts.

Comprobaban regularmente el rumbo del tren a medida que avanzaban hacia el norte, y cada vez que bajaban por debajo de las nubes veían un paisaje diferente. Londres quedó atrás enseguida y fue reemplazado por campos verdes que dieron paso a brezales de color púrpura, a aldeas con diminutas iglesias en miniatura y a una gran ciudad animada por coches que parecían hormigas de variados colores.

Sin embargo, después de varias horas sin sobresaltos, Harry tenía que admitir que parte de la diversión se había esfumado. Los caramelos les habían dado una sed tremenda y no tenían nada que beber. Harry y Ron se habían despojado de sus jerséis, pero al primero se le pegaba la camiseta al respaldo del asiento y a cada momento las gafas le resbalaban hasta la punta de la nariz empapada de sudor. Había dejado de maravillarse con las sorprendentes formas de las nubes y se acordaba todo el tiempo del tren que circulaba miles de metros más abajo, donde se podía comprar zumo de calabaza muy frío del carrito que llevaba una bruja gordita. ¿Por qué motivo no habrían podido entrar en el andén nueve y tres cuartos?

—No puede quedar muy lejos ya, ¿verdad? —dijo Ron, con la voz ronca, horas más tarde, cuando el sol se hundía en el lecho de nubes, tiñéndolas de un rosa intenso—. ¿Listo para otra comprobación del tren?

Éste continuaba debajo de ellos, abriéndose camino por una montaña coronada de nieve. Se veía mucho más oscuro bajo el dosel de nubes.

Ron apretó el acelerador y volvieron a ascender, pero al hacerlo, el motor empezó a chirriar.

Harry y Ron se intercambiaron miradas nerviosas.

—Seguramente es porque está cansado —dijo Ron—, nunca había hecho un viaje tan largo...

Y ambos hicieron como que no se daban cuenta de que el chirrido se hacía más intenso al tiempo que el cielo se oscurecía. Las estrellas iban apareciendo en el firmamento. Se hacía de noche. Harry volvió a ponerse el jersey, tratando de no dar importancia al hecho de que los limpiaparabrisas se movían despacio, como en protesta.

—Ya queda poco —dijo Ron, dirigiéndose más al coche que a Harry—, ya queda muy poco —repitió, dando unas palmadas en el salpicadero con aire preocupado. Cuando, un poco más adelante, volvieron a descender por debajo de las nubes, tuvieron que aguzar la vista en busca de algo que pudieran reconocer.

—¡Allí! —gritó Harry de forma que Ron y
Hedwig
dieron un bote—. ¡Allí delante mismo!

En lo alto del acantilado que se elevaba sobre el lago, las numerosas torres y atalayas del castillo de Hogwarts se recortaban contra el oscuro horizonte.

Pero el coche había empezado a dar sacudidas y a perder velocidad.

—¡Vamos! —dijo Ron para animar al coche, dando una ligera sacudida al volante—. ¡Venga, que ya llegamos!

El motor chirriaba. Del capó empezaron a salir delgados chorros de vapor. Harry se agarró muy fuerte al asiento cuando se orientaron hacia el lago.

El coche osciló de manera preocupante. Mirando por la ventanilla, Harry vio la superficie calma, negra y cristalina del agua, un par de kilómetros por debajo de ellos. Ron aferraba con tanta fuerza el volante, que se le ponían blancos los nudillos de las manos. El coche volvió a tambalearse.

—¡Vamos! —dijo Ron.

Sobrevolaban el lago. El castillo estaba justo delante de ellos. Ron apretó el pedal a fondo.

Oyeron un estruendo metálico, seguido de un chisporroteo, y el motor se paró completamente.

—¡Oh! —exclamó Ron, en medio del silencio.

El morro del coche se inclinó irremediablemente hacia abajo. Caían, cada vez más rápido, directos contra el sólido muro del castillo.

—¡Noooooo! —gritó Ron, girando el volante; esquivaron el muro por unos centímetros cuando el coche viró describiendo un pronunciado arco y planeó sobre los invernaderos y luego sobre la huerta y el oscuro césped, perdiendo altura sin cesar.

Ron soltó el volante y se sacó del bolsillo de atrás la varita mágica.


¡ALTO! ¡ALTO!
—gritó, dando unos golpes en el salpicadero y el parabrisas, pero todavía estaban cayendo en picado, y el suelo se precipitaba contra ellos...

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