Harry Potter. La colección completa (97 page)

Read Harry Potter. La colección completa Online

Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga


¡Dissendio!
—susurró Harry, volviendo a golpear con la varita la estatua de la bruja.

Inmediatamente, la joroba de la estatua se abrió lo suficiente para que pudiera pasar por ella una persona delgada. Harry miró a ambos lados del corredor, guardó el mapa, metió la cabeza por el agujero y se impulsó hacia delante. Se deslizó por un largo trecho de lo que parecía un tobogán de piedra y aterrizó en una tierra fría y húmeda. Se puso en pie, mirando a su alrededor. Estaba totalmente oscuro. Levantó la varita, murmuró
¡Lumos!
, y vio que se encontraba en un pasadizo muy estrecho, bajo y cubierto de barro. Levantó el mapa, lo golpeó con la punta de la varita y dijo: «¡Travesura realizada!» El mapa se quedó inmediatamente en blanco. Lo dobló con cuidado, se lo guardó en la túnica, y con el corazón latiéndole con fuerza, sintiéndose al mismo tiempo emocionado y temeroso, se puso en camino.

El pasadizo se doblaba y retorcía, más parecido a la madriguera de un conejo gigante que a ninguna otra cosa. Harry corrió por él, con la varita por delante, tropezando de vez en cuando en el suelo irregular.

Tardó mucho, pero a Harry le animaba la idea de llegar a Honeydukes. Después de una hora más o menos, el camino comenzó a ascender. Jadeando, aceleró el paso. Tenía la cara caliente y los pies muy fríos.

Diez minutos después, llegó al pie de una escalera de piedra que se perdía en las alturas. Procurando no hacer ruido, comenzó a subir. Cien escalones, doscientos... perdió la cuenta mientras subía mirándose los pies... Luego, de improviso, su cabeza dio en algo duro. Parecía una trampilla. Aguzó el oído mientras se frotaba la cabeza. No oía nada. Muy despacio, levantó ligeramente la trampilla y miró por la rendija.

Se encontraba en un sótano lleno de cajas y cajones de madera. Salió y volvió a bajar la trampilla. Se disimulaba tan bien en el suelo cubierto de polvo que era imposible que nadie se diera cuenta de que estaba allí. Harry anduvo sigilosamente hacia la escalera de madera. Ahora oía voces, además del tañido de una campana y el chirriar de una puerta al abrirse y cerrarse.

Mientras se preguntaba qué haría, oyó abrirse otra puerta mucho más cerca de él. Alguien se dirigía hacia allí.

—Y coge otra caja de babosas de gelatina, querido. Casi se han acabado —dijo una voz femenina.

Un par de pies bajaba por la escalera. Harry se ocultó tras un cajón grande y aguardó a que pasaran. Oyó que el hombre movía unas cajas y las ponía contra la pared de enfrente. Tal vez no se presentara otra oportunidad...

Rápida y sigilosamente, salió del escondite y subió por la escalera. Al mirar hacia atrás vio un trasero gigantesco y una cabeza calva y brillante metida en una caja. Harry llegó a la puerta que estaba al final de la escalera, la atravesó y se encontró tras el mostrador de Honeydukes. Agachó la cabeza, salió a gatas y se volvió a incorporar.

Honeydukes estaba tan abarrotada de alumnos de Hogwarts que nadie se fijó en Harry. Pasó por detrás de ellos, mirando a su alrededor, y tuvo que contener la risa al imaginarse la cara que pondría Dudley si pudiera ver dónde se encontraba. La tienda estaba llena de estantes repletos de los dulces más apetitosos que se puedan imaginar. Cremosos trozos de turrón, cubitos de helado de coco de color rosa trémulo, gruesos caramelos de café con leche, cientos de chocolates diferentes puestos en filas. Había un barril enorme lleno de alubias de sabores y otro de Meigas Fritas, las bolas de helado levitador de las que le había hablado Ron. En otra pared había dulces de efectos especiales: el chicle
droobles
, que hacía los mejores globos (podía llenar una habitación de globos de color jacinto que tardaban días en explotar), la rara seda dental con sabor a menta, diablillos negros de pimienta («¡quema a tus amigos con el aliento!»); ratones de helado («¡oye a tus dientes rechinar y castañetear!»); crema de menta en forma de sapo («¡realmente saltan en el estómago!»); frágiles plumas de azúcar hilado y caramelos que estallaban.

Harry se apretujó entre una multitud de chicos de sexto, y vio un letrero colgado en el rincón más apartado de la tienda («Sabores insólitos»). Ron y Hermione estaban debajo, observando una bandeja de pirulíes con sabor a sangre. Harry se les acercó a hurtadillas por detrás.

—Uf, no, Harry no querrá de éstos. Creo que son para vampiros —decía Hermione.

—¿Y qué te parece esto? —dijo Ron acercando un tarro de cucarachas a la nariz de Hermione.

—Aún peor —dijo Harry.

A Ron casi se le cayó el bote.

—¡Harry! —gritó Hermione—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo... como lo has hecho...?

—¡Ahí va! —dijo Ron muy impresionado—. ¡Has aprendido a materializarte!

—Por supuesto que no —dijo Harry. Bajó la voz para que ninguno de los de sexto pudiera oírle y les contó lo del mapa del merodeador.

—¿Por qué Fred y George no me lo han dejado nunca? ¡Son mis hermanos!

—¡Pero Harry no se quedará con él! —dijo Hermione, como si la idea fuera absurda—. Se lo entregará a la profesora McGonagall. ¿A que sí, Harry?

—¡No! —contestó Harry

—¿Estás loca? —dijo Ron, mirando a Hermione con ojos muy abiertos—. ¿Entregar algo tan estupendo?

—¡Si lo entrego tendré que explicar dónde lo conseguí! Filch se enteraría de que Fred y George se lo cogieron.

—Pero ¿y Sirius Black? —susurró Hermione—. ¡Podría estar utilizando alguno de los pasadizos del mapa para entrar en el castillo! ¡Los profesores tienen que saberlo!

—No puede entrar por un pasadizo —dijo enseguida Harry—. Hay siete pasadizos secretos en el mapa, ¿verdad? Fred y George saben que Filch conoce cuatro. Y en cuanto a los otros tres... uno está bloqueado y nadie lo puede atravesar; otro tiene plantado en la entrada el sauce boxeador, de forma que no se puede salir; y el que acabo de atravesar yo..., bien..., es realmente difícil distinguir la entrada, ahí abajo, en el sótano... Así que a menos que supiera que se encontraba allí...

Harry dudó. ¿Y si Black sabía que la entrada del pasadizo estaba allí? Ron, sin embargo, se aclaró la garganta y señaló un rótulo que estaba pegado en la parte interior de la puerta de la tienda:

POR ORDEN DEL MINISTERIO DE MAGIA

Se recuerda a los clientes que hasta nuevo aviso los dementores patrullarán las calles cada noche después de la puesta de sol. Se ha tomado esta medida pensando en la seguridad de los habitantes de Hogsmeade y se levantará tras la captura de Sirius Black. Es aconsejable, por lo tanto, que los ciudadanos finalicen las compras mucho antes de que se haga de noche.

¡Felices Pascuas!

—¿Lo veis? —dijo Ron en voz baja—. Me gustaría ver a Black tratando de entrar en Honeydukes con los
dementores
por todo el pueblo. De cualquier forma, los propietarios de Honeydukes lo oirían entrar, ¿no? Viven encima de la tienda.

—Sí, pero... —Parecía que Hermione se esforzaba por hallar nuevas objeciones—. Mira, a pesar de lo que digas, Harry no debería venir a Hogsmeade porque no tiene autorización. ¡Si alguien lo descubre se verá en un grave aprieto! Y todavía no ha anochecido: ¿qué ocurriría si Sirius Black apareciera hoy? ¿Si apareciera ahora?

—Pues que las pasaría moradas para localizar aquí a Harry —dijo Ron, señalando con la cabeza la nieve densa que formaba remolinos al otro lado de las ventanas con parteluz. Vamos, Hermione, es Navidad. Harry se merece un descanso.

Hermione se mordió el labio. Parecía muy preocupada.

—¿Me vas a delatar? —le preguntó Harry con una sonrisa.

—Claro que no, pero, la verdad...

—¿Has visto las Meigas Fritas, Harry? —preguntó Ron, cogiéndolo del brazo y llevándoselo hasta el tonel en que estaban—. ¿Y las babosas de gelatina? ¿Y las píldoras ácidas? Fred me dio una cuando tenía siete años. Me hizo un agujero en la lengua. Recuerdo que mi madre le dio una buena tunda con la escoba. —Ron se quedó pensativo, mirando la caja de píldoras—. ¿Creéis que Fred picaría y cogería una cucaracha si le dijera que son cacahuetes?

Después de pagar los dulces que habían cogido, salieron los tres a la ventisca de la calle.

Hogsmeade era como una postal de Navidad. Las tiendas y casitas con techumbre de paja estaban cubiertas por una capa de nieve crujiente. En las puertas había adornos navideños y filas de velas embrujadas que colgaban de los árboles.

A Harry le dio un escalofrío. A diferencia de Ron y Hermione, no había cogido su capa. Subieron por la calle, inclinando la cabeza contra el viento. Ron y Hermione gritaban con la boca tapada por la bufanda.

—Ahí está correos.

—Zonko está allí.

—Podríamos ir a la casa de los gritos.

—Os propongo otra cosa —dijo Ron, castañeteando los dientes—. ¿Qué tal si tomamos una cerveza de mantequilla en Las Tres Escobas?

A Harry le apetecía muchísimo, porque el viento era horrible y tenía las manos congeladas. Así que cruzaron la calle y a los pocos minutos entraron en el bar.

Estaba calentito y lleno de gente, de bullicio y de humo. Una mujer guapa y de buena figura servía a un grupo de pendencieros en la barra.

—Ésa es la señora Rosmerta —dijo Ron—. Voy por las bebidas, ¿eh? —añadió sonrojándose un poco.

Harry y Hermione se dirigieron a la parte trasera del bar, donde quedaba libre una mesa pequeña, entre la ventana y un bonito árbol navideño, al lado de la chimenea. Ron regresó cinco minutos más tarde con tres jarras de caliente y espumosa cerveza de mantequilla.

—¡Felices Pascuas! —dijo levantando la jarra, muy contento.

Harry bebió hasta el fondo. Era lo más delicioso que había probado en la vida, y reconfortaba cada célula del cuerpo.

Una repentina corriente de aire lo despeinó. Se había vuelto a abrir la puerta de Las Tres Escobas. Harry echó un vistazo por encima de la jarra y casi se atragantó.

El profesor Flitwick y la profesora McGonagall acababan de entrar en el bar con una ráfaga de copos de nieve. Los seguía Hagrid muy de cerca, inmerso en una conversación con un hombre corpulento que llevaba un sombrero hongo de color verde lima y una capa de rayas finas: era Cornelius Fudge, el ministro de Magia. En menos de un segundo, Ron y Hermione obligaron a Harry a agacharse y esconderse debajo de la mesa, empujándolo con las manos. Chorreando cerveza de mantequilla y en cuclillas, empuñando con fuerza la jarra vacía, Harry observó los pies de los tres adultos, que se acercaban a la barra, se detenían, se daban la vuelta y avanzaban hacia donde él estaba.

Hermione susurró:


¡Mobiliarbo!

El árbol de Navidad que había al lado de la mesa se elevó unos centímetros, se corrió hacia un lado y, suavemente, se volvió a posar delante de ellos, ocultándolos. Mirando a través de las ramas más bajas y densas, Harry vio las patas de cuatro sillas que se separaban de la mesa de al lado, y oyó a los profesores y al ministro resoplar y suspirar mientras se sentaban.

Luego vio otro par de pies con zapatos de tacón alto y de color turquesa brillante, y oyó una voz femenina:

—Una tacita de alhelí...

—Para mí —indicó la voz de la profesora McGonagall.

—Dos litros de hidromiel caliente con especias...

—Gracias, Rosmerta —dijo Hagrid.

—Un jarabe de cereza y gaseosa con hielo y sombrilla.

—¡Mmm! —dijo el profesor Flitwick, relamiéndose.

—El ron de grosella tiene que ser para usted, señor ministro.

—Gracias, Rosmerta, querida —dijo la voz de Fudge—. Estoy encantado de volver a verte. Tómate tú otro, ¿quieres? Ven y únete a nosotros...

—Muchas gracias, señor ministro.

Harry vio alejarse y regresar los llamativos tacones. Sentía los latidos del corazón en la garganta. ¿Cómo no se le había ocurrido que también para los profesores era el último fin de semana del trimestre? ¿Cuánto tiempo se quedarían allí sentados? Necesitaba tiempo para volver a entrar en Honeydukes a hurtadillas si quería volver al colegio aquella noche... A la pierna de Hermione le dio un tic.

—¿Qué le trae por estos pagos, señor ministro? —dijo la voz de la señora Rosmerta.

Harry vio girarse la parte inferior del grueso cuerpo de Fudge, como si estuviera comprobando que no había nadie cerca. Luego dijo en voz baja:

—¿Qué va a ser, querida? Sirius Black. Me imagino que sabes lo que ocurrió en el colegio en Halloween.

—Sí, oí un rumor —admitió la señora Rosmerta.

—¿Se lo contaste a todo el bar, Hagrid? —dijo la profesora McGonagall enfadada.

—¿Cree que Black sigue por la zona, señor ministro? —susurró la señora Rosmerta.

—Estoy seguro —dijo Fudge escuetamente.

—¿Sabe que los
dementores
han registrado ya dos veces este local? —dijo la señora Rosmerta—. Me espantaron a toda la clientela. Es fatal para el negocio, señor ministro.

—Rosmerta querida, a mí no me gustan más que a ti —dijo Fudge con incomodidad—. Pero son precauciones necesarias... Son un mal necesario. Acabo de tropezarme con algunos: están furiosos con Dumbledore porque no los deja entrar en los terrenos del castillo.

—Menos mal —dijo la profesora McGonagall tajantemente.

—¿Cómo íbamos a dar clase con esos monstruos rondando por allí?

—Bien dicho, bien dicho —dijo el pequeño profesor Flitwick, cuyos pies colgaban a treinta centímetros del suelo.

—De todas formas —objetó Fudge—, están aquí para defendernos de algo mucho peor. Todos sabemos de lo que Black es capaz...

—¿Sabéis? Todavía me cuesta creerlo —dijo pensativa la señora Rosmerta—. De toda la gente que se pasó al lado Tenebroso, Sirius Black era el último del que hubiera pensado... Quiero decir, lo recuerdo cuando era un niño en Hogwarts. Si me hubierais dicho entonces en qué se iba a convertir, habría creído que habíais tomado demasiado hidromiel.

—No sabes la mitad de la historia, Rosmerta —dijo Fudge con aspereza—. La gente desconoce lo peor.

—¿Lo peor? —dijo la señora Rosmerta con la voz impregnada de curiosidad—. ¿Peor que matar a toda esa gente?

—Desde luego, eso quiero decir —dijo Fudge.

—No puedo creerlo. ¿Qué podría ser peor?

—Dices que te acuerdas de cuando estaba en Hogwarts, Rosmerta —susurró la profesora McGonagall—. ¿Sabes quién era su mejor amigo?

—Pues claro —dijo la señora Rosmerta riendo ligeramente—. Nunca se veía al uno sin el otro. ¡La de veces que estuvieron aquí! Siempre me hacían reír. ¡Un par de cómicos, Sirius Black y James Potter!

Other books

Blonde Roots by Bernardine Evaristo
The Canal by Daniel Morris
Serengeti Storm by Vivi Andrews
Bearing Witness by Michael A Kahn