Havana Room (21 page)

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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

—No, no quiero. Voy a decirle por qué estoy aquí y luego me iré. No le robaré mucho tiempo, Jay Rainey, no se preocupe.

De modo que salimos al frío.

—Éste es mi abogado, Bill Wyeth.

La anciana me saludó con la cabeza, pero en el gesto también había cautela y aversión.

—Oh, ha traído consigo a su abogado. ¿Me esperaba?

—No —dijo Jay—. ¿Por qué?

—Es carioso que esté con su abogado.

—Sólo estábamos echando un vistazo al edificio —dije yo.

—¿Sabía que iba a venir? —insistió ella—. ¿Se lo ha dicho Poppy?

Jay sacudió la cabeza.

—¿Qué puedo hacer por usted, señora Jemes? Siento mucho lo de Herschel. Le he enviado unas…

Ella agitó una mano en la cara de Jay con amargura.

—Jay Rainey, no me venga con ésas. He venido para decirle que tiene que hacer algo.

—¿Qué?

—Algo por la familia. —Sus ojos, amarillentos y viejos, no parpadearon—. Herschel trabajó para su familia durante casi cuarenta años.

—Eso ya lo sé —dijo Jay.

—¡Llevó la granja todos esos años cuando le iban tan mal las cosas a su familia, y cuando se puso enfermo su padre y luego cuando se murió! Usted estuvo fuera la mayor parte del tiempo y no tiene ni idea de lo que fue.

—Sí.

—De modo que ahora tiene que hacer algo.

—Se refiere a dinero.

—A eso me refiero, sí. ¡Me refiero a dinero! Herschel era todo lo que teníamos. —Me miró con desaprobación, un desconocido oyendo sus asuntos—. Conoce a mis hijos, a los dos, Robert y Tyree, ahora tienen familia, eran ellos los que trabajaban con Herschel, pero usted no conoce a Tommy ni a su primo Harold.

Jay guardó silencio.

—Están disgustados.

—De acuerdo… —Jay me lanzó una mirada, tratando de parecer razonable.

—He dicho que están disgustados y eso no es bueno. —La señora Jones dio una patada en el suelo—. Me han llamado esta mañana y me han dicho que se han enterado por la mujer de Tyree, que les contó algo disparatado sobre que al padre de su marido lo habían dejado fuera para que se congelara, ¡y están muy enfadados! Y algo sobre que el hombre de la ambulancia tuvo que echar aire caliente sobre él para arrancarlo del asiento del tractor. —Levantó la barbilla desafiando a Jay—. ¡Eso es una falta de respeto, eso quiere decir que el hombre se estaba muriendo y nadie lo ayudó! ¡Estuvo sentado allí con el frío que hacía, rogando al cielo, mientras nadie absolutamente sabía nada! ¡A nadie le importó que muriera solo, que muriera como un perro! ¡Se murió porque tenía tan mal el corazón que no pudo moverse! La mujer de Tyree les dijo eso. Estaba enfadada y lloraba, y estaba furiosa. ¡Ya lo creo que lo estaba! Y eso les puso furiosos a ellos. No voy a mentirle. Esos chicos son peligrosos, Jay Rainey, y tienen motivos para estar furiosos, eso es todo lo que estoy diciendo. ¡Nadie pensó en él, nadie se preocupó por un negro viejo! ¡Sólo dieron por hecho que Herschel haría siempre lo que le pedían por mucho frío que hiciera fuera! ¡Y su padre nunca pagó a Herschel la seguridad social! ¡Por eso seguía trabajando! ¡Y por eso ha acabado muerto! Un hombre de setenta y tres años no tenía nada que hacer ahí fuera con ese frío, y la familia estamos disgustados. ¿Me oye? ¡Estamos disgustados! Harold siempre ha admirado a Herschel, ¿sabe? Y ahora se ha vuelto importante, tiene una especie de club en la ciudad y mucho dinero, y gente que trabaja para él, y será mejor que usted no se cruce en su camino. Se ha enterado de esto y sé que está disgustado. ¡Y ese chico tiene mal genio! ¡Si le contara las cosas que ha hecho! ¡No me haga hablar! Estuvo en la cárcel hace cinco años y sospecho que era culpable. No quiero ni imaginarme qué puede metérsele en la cabeza. ¡Uy, no! Ese chico es peligroso, siempre lo he dicho. —Apretó los labios; su dramatismo barato era tan evidente como totalmente convincente—. En fin —continuó, dándose cuenta de que tenía ventaja—, usted ha sido bueno con Herschel, Jay Rainey, así que pensé que debía advertirle. —Esperó a ver si lo entendía. Luego se dirigió a mí, como si yo también estuviera involucrado—. Quiero decir que yo no puedo controlar a los chicos. Ya no son unos críos. Los perdí cuando cumplieron catorce o quince años. Ahora son hombres. Viven en la ciudad la mayor parte del tiempo. —Desvió un momento la vista. Me pregunté si miraba la calle—. Dicen que Harold tuvo suerte con la sentencia que le cayó, que golpeó a un hombre de mala manera…

—Por favor, dígales que trataremos de encontrar una solución justa —dijo Jay.

—Ah. Quieren cien mil dólares.

La mujer me miró con sus ojos oscuros.

—Dígaselo, señor Wyeth.

Miré a Jay.

—¿Que le diga qué?

—Dígale que no es mucho dinero. ¡Hasta una vieja como yo lo sabe! Hay otras muchas cosas que cuestan más. Muchos problemas cuestan más.

—Señora Jones —dijo Jay—. Herschel tenía el corazón muy delicado. ¿Cuántos infartos había tenido ya? ¿Cuatro? Yo mismo lo llevé al hospital una vez. Pagué al médico, no sé cuántas veces.

Ella apretó los labios y sacudió la cabeza.

—Usted siempre le pedía que saliera con ese frío y trabajara en la granja.

—Se lo pedí hace una semana, cuando todavía hacía calor —respondió Jay con voz tensa—. Tan sólo eran unas cuatro horas de trabajo. Supongo que lo pospuso y luego llegó el frío.

Ella ya había empezado a sacudir la cabeza.

—No, él estuvo allí cinco o seis días antes. Había terminado, porque iba a hacer compota de manzana ese día. Cogía las manzanas de los árboles en noviembre y las guardaba en el sótano, y siempre empezaba a preparar la compota cuando terminaba de trabajar en el campo al llegar el invierno. Así era Herschel, le conocía de toda la vida y sé cómo era. Tenía sus hábitos. ¡Había terminado de trabajar en el campo! Tenía cinco fanegas de manzanas en la mesa de la cocina esa mañana, y su cuchillo con la tabla, y puso los deportes; no tenía previsto salir con el bulldozer con esa tormenta de nieve.

Jay sacudió la cabeza, preparado para contradecirla.

—Pero no es posible que hubiera terminado si estaba en el bulldozer. Yo no había ido esa semana o…

—¡Hablé con él de eso! —gritó la señora Jones—. Dijo que usted no le paraba de llamar para recordarle lo importante que era terminar para tal y tal día, y uno de esos días se encontraba mal pero salió de todos modos, aunque le dije que estaba enfermo. ¡Pero eso fue hace una semana, Jay Rainey! ¡Había terminado el trabajo! Ayer lavó sus manzanas y luego bajó al sótano y dijo que necesitaba más tarros, y luego salió y cuando quise darme cuenta, no había vuelto a casa. Era muy tarde, y estábamos todos preocupadísimos. ¡Luego recibimos una llamada a las cuatro de la madrugada, y nos dijeron que estaba muerto! ¡En un bulldozer! No sé qué hacía allí, pero tal como yo lo veo, si es verdad que estaba allí, es porque estaba trabajando para usted.

—Pero si ya había… —empezó Jay; luego se interrumpió, sabiendo que estaba discutiendo contra la memoria de un muerto—. No hay más que hablar. Llegaremos a un acuerdo razonable.

—Señora Jones —pregunté—, sólo por curiosidad, ¿qué partido echaban por la televisión? ¿Los Knicks?

Ella miró a Jay.

—Será mejor que se busque a otro abogado.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Pone frases en mi boca que no he dicho.

—¿Cómo dice?

—A Herschel le gustaba ver a ese Tiger Woods lanzar la pelota lejos.

Uno de los torneos de golf de invierno, en las primeras rondas.

—Ya veo mi error.

—¿Ah sí?

—Creía que todo había sucedido por la noche —dije.

—¡Herschel no iba a salir con el bulldozer por la noche! ¿Cree que estaba loco? Fue después de comer. —La señora Jones desplazó su mirada de Jay a mí contrariada—. ¿Por qué estamos hablando de esto? ¡Voy a decir a esos chicos que ha prometido que pagará a la familia ese dinero, Jay Rainey, voy a decirles que ha dicho que no tiene inconveniente en pagar! ¡Voy a decirles que le parece una buena cantidad, una cantidad justa! Que lo siente mucho por Herschel. ¡Sí, eso es lo que voy a hacer! Esperan que los llame esta misma mañana. ¡Están vigilando de cerca! Saben que éste es su nuevo edificio porque yo se lo he dicho. Poppy me dio la dirección y yo se la di a ellos. Así que ya ve. ¡Voy a decirles que ha dicho que va a pagar! Creo que lo aceptarán, pero no puedo estar segura. Ya no puedo controlar a esos chicos. ¡Se han desmadrado! Van por ahí con sus chicas y sus coches y demás, no tengo control sobre ellos. —Se abrochó de nuevo el primer botón del abrigo y se puso los guantes—. Me voy.

No dijo nada más, se volvió bruscamente y echó a andar por la acera cubierta de nieve. Me volví hacia |ay.

—Esa anciana quiere extorsionarte.

Jay se quedó mirándola.

—Tengo que hacer algo por ellos. Pero no puedo liquidar el sueldo de todo un trabajo. Se suponía que Herschel tenía que nivelar el camino, rellenar los hoyos de gravilla. Le pagué por adelantado, le dije que lo hiciera cuando todavía hacía calor, porque el bulldozer funciona mejor, además. Estaba seguro de que había terminado. No era mucho trabajo.

—¿Qué hacía tan cerca del borde?

—No lo sé. No pude verlo porque todo estaba cubierto de nieve. Y, mierda, ¿por qué el bulldozer hizo marcha atrás? No te preocupes, ¿vale? El problema es mío.

Me alegré de oírlo.

—¿Qué te ha parecido Cowles, el tipo de arriba? —preguntó.

—Un buen hombre, supongo.

—¿Has visto las fotos de su familia? Su primera mujer era guapa —dijo—. Creo que la quiso mucho.

Era un extraño comentario compasivo, y nos quedamos allí, en un silencio repentino pero no incómodo. Creo que los hombres a veces hacen amistad de ese modo, deciden rápidamente. Jay se miró las manos y luego desvió la mirada. Hubo algo vulnerable y temporal en ese instante, y permanecí alerta, porque un hombre es como una especie de animal con caparazón. Está la fachada endurecida que presenta al mundo, la cara, las palabras y el comportamiento, pero a menudo no se corresponde demasiado con el ser que hay dentro del caparazón. Por endurecido me refiero a coherente, que esquiva los golpes y es capaz de ganarse el reconocimiento de los demás: no quiero decir inmutable, sino todo lo contrario en realidad. Pero el caparazón siempre está ahí, creciendo desde dentro hacia fuera, desconchándose y resquebrajándose, y lo que hay dentro, tembloroso y húmedo, permanece en gran medida escondido. Las apariencias no son tan engañosas como incompletas. Lo que ves es lo que hay, pero luego está lo que no ves. Por un momento, Jay pareció desprovisto de caparazón, poco interesado en protegerse de mi escrutinio o juicio.

—Sí, creo que estaba loco por ella —repitió—. ¿Hay alguien así en tu vida, una mujer que te tiene obsesionado?

—Estuve casado.

—¿Sí?

—Me dejó.

—Has dicho que tienes un hijo.

—Sí. No he vuelto a verlo desde… —No pude terminar la frase.

Jay abrió la boca pero no dijo nada. A diferencia de su comportamiento de hacía media hora, parecía cansado o desanimado, desinflado para ser precisos, y se me ocurrió que era la tercera vez que observaba ese ciclo en menos de veinticuatro horas: la primera había sido en el Havana Room; había estado animado pero al salir del restaurante se había desmoronado. La segunda había sido mientras rescataba el bulldozer; había estado animado pero en el trayecto de regreso a la ciudad había vuelto a venirse abajo.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Sí. —Se levantó—. Toma. —Me entregó un trozo de papel con una dirección escrita en ella—. Éste es el lugar de la cena.

—¿Para qué?

—Para que te reúnas con ese tipo por mí esta noche. A las seis. El vinatero de Chile.

—¿Cómo se llama?

—Marceno o algo así.

—¿Por qué no puedes ir tú? —pregunté—. Parece muy importante.

—Tengo otro compromiso.

—¿Más importante que éste?

Jay no me miró a los ojos.

—La verdad es que sí.

* * *

Tal vez lo hiciera, tal vez no. Tal vez lo más prudente sería hablar antes con Allison. O tal vez quería hablar con ella de todos modos. Paré un taxi que iba en dirección al centro y le indiqué al conductor la dirección del restaurante, a través del parloteo de las noticias de la radio. Él gruñó y puso el coche en marcha. Fuera la lluvia empezó a golpear con violencia las ventanillas, y en el cielo invernal se produjo un repentino vacío oscuro, y yo me relajé en el asiento mientras el sur de Manhattan desfilaba borroso ante mí; era como si circulara a través de un torrente de datos sin sentido procedentes de todas partes, incapaz de discernir cada gota de información pero alejado de su frialdad colectiva. Ese pensamiento me impulsó a examinar el trozo de papel que me había dado Jay. Había escrito la dirección del restaurante en mayúsculas cuadradas e inclinadas, pero eso no fue lo que me intrigó. El papel parecía arrancado de un bloc de papel de carta de algún negocio, porque en el reverso se leía «SEGURIDAD, FORMALIDAD y PUNTUALIDAD EN EL RE…». ¿Lo que Utilizaba o necesitaba Jay era seguro, formal y requería un reparto puntual?

Quince minutos después estaba sentado a la mesa 17, estudiando las sopas del día.

Allison se acercó después de que me sirvieran, con su tablilla con sujetapapeles.

—Eh, señor abogado de trastienda. —Me rozó el hombro con un dedo y se quedó de pie a mi lado—. ¿Qué hicisteis anoche? —preguntó.

—¿No te ha llamado Jay hoy?

—Aún no. —Se encogió de hombros—. ¿Y bien…?

—Es asunto de él, en realidad —dije.

—Vamos, a mí me lo puedes contar.

—Fuimos a echar un vistazo a sus tierras.

—¿Eso es todo?

Levanté las manos.

—Eso es todo.

A Allison no le gustó mi respuesta lacónica.

—¿A qué hora llegaste a casa?

—Me dejó en mi casa a eso de las cinco —dije—. Escucha, quiero que me apuntes para el espectáculo o lo que sea que hacéis en el Havana Room. Que me dejes entrar.

Ella miró alrededor para asegurarse de que nadie escuchaba.

—Lo haré. Ya te dije que lo haría.

—¿Cuándo es la próxima vez?

—No está programado. Ya lo sabes.

—Un par de veces a la semana, que yo sepa.

—Cuando Ha está listo.

—¿Por qué depende de Ha?

—¿Por qué? Porque, para tu información. Ha es un artista.

—¿Un artista? ¿Qué hace?

—Ya lo verás, ¿de acuerdo?

Lo recordé desenrollando el trapo blanco, dejando ver un instrumento brillante.

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