Havana Room (22 page)

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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

—Por cierto, Frank Sinatra nunca ha sido dueño de este local, al menos no estuvo a su nombre.

—Oh, ya lo sé. Eso es cosa de Lipper. ¿Lo has consultado?

—Sí.

—Lipper es un gran mentiroso.

—¿Sabes? Él tampoco es el propietario del edificio.

—Por supuesto que lo es —dijo Allison.

—No, en realidad no.

—Es el propietario del edificio, Bill. Lo sé.

—No, es de una compañía pública. Estoy seguro de que tiene un contrato de arrendamiento a largo plazo con ellos.

—Entonces, ¿Lipper alquila el local?

—Eso parece.

Ella suspiró.

—¿Sabes? Le he pedido que me dé un porcentaje de las ganancias del restaurante y se ha negado. ¿Y sabes una cosa? —Se inclinó hacia delante mordiéndose el labio inferior—. Es mi restaurante. Yo soy la que lo lleva, la que lo hace funcionar. En realidad es mío, Bill. Lipper no hace nada. El contable le envía los papeles un par de veces al mes, y él viene aquí con su enfermera. Yo soy la que se está matando para él.

Uno de los camareros le hizo señas.

—Creo que tenemos un problema con el pescado —dijo—. Enseguida vuelvo.

La observé alejarse. El asunto de quién es el dueño de una propiedad siempre es interesante. Nos hallábamos ante un edificio que tenía un dueño legal, que era una compañía, así como a una persona, Lipper, que afirmaba ser el dueño público, y a una segunda persona, Allison, que afirmaba ser la dueña moral. Pero así funcionan a menudo las cosas; todo el que ha ejercido la abogacía en casos de bienes raíces se ve enseguida inmerso en un mundo de cuestiones humanas donde las presiones que hay detrás de las decisiones a menudo son enormes y abarcan la muerte, un divorcio, una enfermedad, la estupidez, la codicia, la indiscreción sexual, el dolor… todo. Lo que hay en el espíritu humano se expresa a través de ladrillos y mortero, lo que equivale a decir que siempre hay un pasado. Del primer año que ejercí de abogado recuerdo a un puertorriqueño bajo que acudió a mí. La vida parecía haberle maltratado, y sin embargo había sido capaz de encontrar una camisa decente, aunque sin corbata. Los socios y colegas de más antigüedad del bufete me habían pasado el caso por considerar que no valía sus horas facturables; yo hice la misma suposición. Pero al cabo de un minuto supe que me había equivocado. Había acudido a mí, me dijo, y no a un abogado de Queens, porque buscaba a alguien que llevara sus asuntos con discreción y corrección. Quería, si bien no lo dijo con esas palabras, la protección cultural que ofrece un bufete del centro de la ciudad repleto de judíos y blancos de clase media. Se estaba muriendo de cáncer de próstata y debía proceder con rapidez. Era dueño de tres edificios de pisos, un negocio de pintar coches, un taller mecánico, una compañía de limpieza de pozos sépticos en Long Island, la mitad de las acciones de una gasolinera y varias propiedades de menor importancia. Había llegado a Estados Unidos en 1962 y había conseguido un empleo de pintor sindicado. «Llevaba tres años aquí cuando pregunté a un amigo mío que tenía una tienda qué podía hacer con mi dinero y él me dijo que comprara ladrillos. Yo pregunté por qué. Y él me respondió: “Porque los ladrillos siempre crecen. Los ladrillos crecen. El dinero no crece como los ladrillos”».

Ahora se moría y tenía que disponer de sus propiedades antes de que su familia empezara a discutir por ellas, lo que disminuiría su valor. Igual de importante era el hecho de que había tenido cuatro hijos con tres mujeres fuera del matrimonio. Su esposa no sabía de la existencia de las otras mujeres, y éstas no sabían de la existencia de las demás. Una de esas relaciones, confesó entre toses, «cuando era joven… ya sabe, guapo y con mucho pelo», había sido hacía treinta años con una corista de Rockette, que desde entonces se había casado y divorciado dos veces y vivía en un apartamento diminuto en Brooklyn. «Oh, amigo —dijo sonriendo, y la mirada se le iluminó de pronto al recordar—, cómo follaba esa chica. Prácticamente me rompió el pene». Con otra mujer había tenido una relación más larga. Su hijo había nacido con un problema de corazón y debía evitar toda actividad que requiriera un esfuerzo. Ella había cuidado de él sin quejarse durante quince años, dijo mi cliente. Luego se echó a llorar. «Nunca ha lanzado una pelota, nunca se ha bañado en la playa». Él lo había arreglado para que un primo suyo se casara con la mujer y adoptara al chico. Sorprendentemente había funcionado. «Es lo mejor que he hecho en mi vida», dijo. Quería vender sus propiedades para tomar provisiones para sus hijos naturales. Las propiedades, pensaba, podían sumar un total de diez o doce millones de dólares. Yo me quedé sentado, un joven petulante de veintinueve años que todavía creía que la ley era lo que te enseñaban en la facultad de derecho, y dije que lo estudiaría. Y lo hice. Las propiedades valían diecinueve millones de dólares, y mi cliente murió dos semanas después de terminar con el papeleo. Firmó con un respirador entre dosis de morfina.

Otro caso era el del promotor inmobiliario millonario que había comprado uno de los elegantes hoteles viejos que había junto a la Biblioteca Pública y había gastado ciento dieciséis millones de dólares en rehabilitarlo para poder llevar a su madre en silla de ruedas y decirle que era de él. Toda su carrera, exitosa como había sido, había tenido el único propósito de demostrar a su madre su valía. Todo eso me lo comunicó su escultural esposa en un barco de recreo que cruzaba el estrecho de Long Island. Sus pechos eran perfectos conos de carne aunque con un aspecto sospechosamente real. Era su tercera mujer, y sabía que le quedaban un par de años antes de que él la cambiara por otra. Vi en ella a una persona buena pero débil, cuya belleza se había ido apagando, porque sólo había atraído a hombres que querían conquistarla. Al terminar su copa arrojó en un arrebato el hielo y el limón al mar, y luego la copa, y se volvió hacia mí, con su hermoso rostro, sus ojos amargos, y dijo: «Todo por su madre a la que odia». Me limité a asentir. «¿Por qué no quiere tener hijos? —preguntó ella—. Eso es todo lo que yo le pido». Al cabo de un año fue despedida y reemplazada, y cuando se terminaron las obras en el hotel, asistí a la ceremonia de inauguración y me fijé —cómo no iba a hacerlo— en que la madre del promotor dormía en su silla de ruedas acolchada, con la boca abierta, la dentadura postiza reseca en el aire y el bastón entre sus rodillas huesudas.

Allison volvió a mi mesa, balanceando las caderas.

—Pescado —dijo—. Dirías que es sencillo. Alguien lo pesca, otro lo compra y alguien más lo cocina. —Se dejó caer en la silla—. Tal vez debería dejar que Ha se ocupara de ello.

—¿Por qué debería ocuparse Ha del pescado?

—Es un gran entendido.

Pero yo no mostraba interés; estaba preocupado por la noche anterior.

—Allison, ¿qué más puedes decirme de Jay? Como dónde trabaja y esa clase de cosas.

Ella tomó aire y exhaló.

—No sé dónde trabaja.

—¿Nunca habla de ello?

—Creo que dijo que estaba en el negocio de la construcción.

—Durante el día, ¿adónde lo llamas?

Ella me dedicó una sonrisa morbosa.

—No lo llamo.

—¿No lo llamas?

—No. ¿No es extraño?

—¿Te llama él?

—Sí.

—¿Has visto alguna vez su casa?

—No.

—¿Sabes dónde vive?

—No.

—¿Tienes algún número de teléfono de él?

—No.

—¿No?

—Es vergonzoso. No quiere dármelo.

—¿Ni siquiera el número de su casa?

—No.

—¿Ni el del móvil o el del trabajo? Estoy seguro de que tiene móvil.

Allison garabateó algo en el borde de la tablilla con sujetapapeles.

—A veces me preocupa que yo no le guste de verdad.

—¿Por qué? ¿Sólo porque no te cuenta nada? ¿Has buscado información sobre él en internet?

—Por supuesto. Nada.

—¿Sólo te llama y te propone quedar?

—Básicamente.

—¿Qué ha sido de todas tus reglas de supervivencia de neoyorquina soltera y dura?

—Las he olvidado.

—¿Qué hacéis juntos? Estoy tratando de hacerme una idea de cómo es.

—Me llama aquí. Quedamos en mi casa.

—¿Y luego?

—Bueno, ya sabes.

—Dímelo.

—Normalmente, bueno, nos divertimos, y luego le preparo algo para comer.

—Entonces no es por la noche.

Ella no esperaba esa pregunta.

—Normalmente no.

—¿Cuándo es?

—Cuando hay poco movimiento aquí, hacia las tres o las cuatro.

—¿Salís a cenar alguna vez?

—No mucho —admitió ella—. Dice que quiere verme en mi apartamento.

—Y tú lo consientes porque…

Llegados a ese punto, Allison se mordió el labio y bajó la vista, y buscó un cigarrillo en su bolso. La había presionado demasiado, pero seguí haciéndolo.

—Los encuentros no duran mucho, ¿no? Un par de horas.

—Sí —dijo ella—. ¿Y?

—No es mucho tiempo para una cita, para un encuentro romántico.

—Me lo vas a decir a mí.

—¿Empieza con mucha energía y acaba muy cansado?

—¡Sí! Eso es lo que pasó la última… —No terminó.

Se limitó a dirigir la vista hacia el hombre corpulento con uniforme blanco que había entrado en la sala.

Era el chef del restaurante.

—¡No voy a tolerarlo! —gritó—. ¡Otra vez el pez espada!

—¿Quiere que le eche un vistazo?

—¡Es basura! ¡Un insulto! ¡Ese tipo no es un mayorista sino un sinvergüenza! ¡Nos está diciendo: Comed mi mierda, tomad mi deliciosa mierda y apretadla entre los dientes! Eso es lo que nos está diciendo.

Dio media vuelta y se marchó.

Allison se levantó.

—¿Quieres ver con qué tengo que enfrentarme hoy?

Crucé detrás de ella la puerta de vaivén con la pequeña ventana, y la seguí por delante de largas mesas y cazuelas de acero colgadas. Un mexicano lavaba con una manguera el suelo. El chef nos esperaba con un pescado decapitado de un metro de longitud extendido en un escurridero ante él. Yo hubiera dicho que era atún claro. Alguien había empezado a limpiarlo.

—¡No voy a comer mierda! —balbució el chef—. ¡Miren!

El pescado había sido partido por la mitad, y él levantó una de las mitades de carne rosada para enseñarnos un tubo de color lechoso del grosor de un lápiz que serpenteaba a través de la carne. Tenía aproximadamente medio metro de longitud y retrocedía si lo tocabas.

—De acuerdo, lo llamaré —dijo Allison. Me miró y añadió—: Tengo que ocuparme de esto.

—¡Gusanos! ¡Parásitos! —gritó el chef cuando me volví para irme—. ¡No voy a tolerarlo! ¡Basta de gusanos! —Sacó su cuchilla de carnicero y cortó el pescado a tajos. Retrocedimos—. ¡Basta de gusanos! —Siguió asestando cuchilladas a la carne roja, triturándola—. ¡Encárguese de que su jodido pescadero traiga pescado!

* * *

Entre las numerosas habitaciones inverosímiles de Manhattan está lo que desde dentro parece una casa flotante de Cachemira que se eleva quince pisos por encima del sur de Central Park. Llena de cojines, telas y budas de latón, la habitación es la alcoba de amor de un mogol en el cielo, con todas las superficies ornamentadas y los acordes del sitar entrando y saliendo de la conciencia. Desde esa perspectiva, el parque es un gran lago oscuro, y los faros de los taxis abren un túnel por debajo de los árboles, como submarinos en miniatura con rumbo a los edificios de apartamentos de la otra orilla. En las ventanas de la habitación parpadean muchas velas y crean la extraña impresión de explosiones silenciosas por encima del parque.

La habitación es en realidad un pequeño restaurante con las mesas alineadas de dos en fondo, y fue allí donde, sentado con un buen traje, acaricié una cuchara ornamentada esperando a Marceno, el nuevo propietario de la granja familiar de Jay Rainey. Enfrente de mi mesa, sin decir nada, había una mujer de ojos oscuros con una nariz diminuta, pellizcada hábilmente por un cirujano, perfecta y puntiaguda. La nariz realzaba su bonita y enorme boca, una boca que prometía todo, que se prometía a sí misma como una cueva de placer que aceptaría las más tempestuosas urgencias siempre que se satisficieran las exigencias de su dueña. Yo había hecho un gran esfuerzo para no mirar la boca mientras la mujer se presentaba como la señorita Allana, la socia neoyorquina del señor Marceno. El nombre me recordaba a uno de esos nombres tranquilizadoramente sintéticos de coches o productos farmacéuticos. La señorita Allana hablaba con un claro acento sudamericano y, según comprobé, no veía ninguna razón para seguir parloteando, y en lugar de ello se sentó y clavó la mirada en un remoto lugar imaginario donde —y eso incluía el personal de servicio— no estaban admitidos los mirones de bocas como yo.

—Ah, señor Rainey —dijo una voz detrás de mí.

Era Marceno en persona, un hombrecillo de cara bronceada y ojos oscuros. Tan seguro de sí mismo como rico, pensé. Dejó el maletín y me estrechó la mano.

—Lo lamento pero no soy Jay Rainey —dije, y a continuación me presenté.

El señor Marceno me dedicó una sonrisa venenosa y juntó las yemas de los dedos.

—Entonces, ¿usted es el hombre que me costó tanto dinero anoche?

Vi que la suma carecía de importancia para él.

—Sí.

Arqueó las cejas hacia la señorita Allana, y luego se concentró de nuevo en mí.

—Tal vez debería haberlo contratado a usted en lugar de al señor Gerzon.

—Sólo trataba de proteger los intereses de mi cliente.

—Por supuesto. ¿Y por qué no ha venido su cliente?

—Ha tenido un compromiso de última hora.

—Entiendo. —Asintió de nuevo hacia la mujer. La falta de interés de ésta en la conversación era dolorosamente erótica—. Sí, nos puede pasar a todos. Me alegro de que haya enviado a su representante. ¿Le gusta la vista, señorita Allana?

Parecía una especie de código romántico, porque ella asintió y la boca sonrió con la lenta y húmeda dilatación de las fosas nasales de una criatura marina que detecta comida cerca.

—El problema que tenemos es el siguiente, señor Wyeth —empezó Marceno una vez que pedimos la cena—. Hemos comprado el terreno que el señor Rainey vendía.

—Bueno, él prácticamente ha cambiado el terreno por su edificio.

—Lo expresaré de otro modo. El nuevo propietario de ese terreno es una compañía llamada Voodoo LLC. Muy divertido, vudú.

—Así es.

—Nosotros hemos comprado Voodoo LLC.

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