Havana Room (44 page)

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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Eliza no pareció alegrarse de verlo. Más bien pareció desalentada, o cansada. Jugaba al tenis con una amiga en la cancha de tierra blanda que había detrás de su casa mientras él miraba. Pero no se encontraba bien, y un día en mitad de un punto se acercó a los matorrales y vomitó. Él estaba enamorado de ella, y cuando ella le dijo que estaba embarazada, se quedó estupefacto y sintió un orgullo repentino. «¿Estás segura?», preguntó. «Segurísima», dijo ella. «¿Es mío? ¿Es hijo mío?». «Por supuesto que sí. ¿Qué coño te crees que soy?». Lo mantuvieron en secreto varias semanas, pero su madre, que había sido una esbelta belleza, empezó a hacer preguntas, y estando Jay delante, ella se lo confesó. Los padres se pusieron furiosos. Tenían planes para su hija, planes en los que no entraba un americano atractivo pero sin blanca que se sentaba en los bancos de los parques sin resuello después de dar un corto paseo.

Siguió una discusión en la que Eliza plantó cara a sus padres, aunque sin comprometerse a nada con Jay. Después de todo, era de una familia rica y no tenía intención de casarse con alguien sin dinero. «¡Con nadie en absoluto y sanseacabó, en esta casa nunca se ha sufrido de ilusiones románticas, señor Raintree, o como se llame!». Al final la madre de Eliza se echó a llorar y subió las escaleras, mientras el padre miraba fríamente a Jay. Él comprendió que era un intruso y dijo que pasaría a recoger a Eliza al día siguiente; cuando lo hizo, cuando a la mañana siguiente tocó el timbre de la gran puerta verde, ella había desaparecido. «Lo siento» —dijo su madre apretando los labios con resolución—. «No voy a hablar de ello». El llamó casi cien veces por teléfono los siguientes dos días, pero no hubo respuesta, y, cuando una voz masculina contestó por fin, dijo que si volvía a llamar, lo arrestarían y deportarían. Sabían dónde vivía, le pondrían las cosas difíciles, tal vez hasta le darían una paliza, para que recordara cómo estaban las cosas. En el banco del señor Carmody había guardias jurados. Jay se instaló tres días fuera de la casa con una pequeña mochila con comida, y sólo abandonó su puesto para utilizar el lavabo de hombres de un pub que había a un kilómetro de distancia. Al final la criada se compadeció de él y salió para decirle que la familia se había ido al extranjero, no sabía exactamente adonde. Que más valía que lo dejara correr.

Él volvió a su piso y reanudó su mísera vida en Londres. Durante unos meses ayudó a servir en un bar, y a veces cogía el tren hasta el mar, daba un paseo y volvía. Ese año volvió a la casa de la puerta verde varias veces para comprobar si había movimiento. Cortaban el césped y podaban los arbustos, rastrillaban las hojas del camino de grava. Pero no había rastro de Eliza. En su desconsuelo empezó a salir con otras chicas, inglesas, irlandesas, francesas, una nueva novia cada pocas semanas o meses, dependiendo de un montón de cosas, entre ellas cómo tenía los pulmones, ya que parecían variar bastante con la polución del aire y el frío que hiciera, innumerables factores que hacían que sus bronquios fueran imprevisiblemente inconstantes. No se medicaba con regularidad; era una estupidez, lo sabía, pero se resistía a hacerlo, porque una vez que empezabas te volvías dependiente. Al principio las chicas se mostraban comprensivas, pero al final se enfadaban. Él seguía siendo capaz de follar pasablemente, pero había días que no podía levantarse de la cama. Se las arregló para que alguien robara unos inhaladores para él y durante un tiempo estuvo mejor Pero las chicas iban y venían. Quince años después no recordaba sus caras ni sus nombres.

—Seguía echando de menos a Eliza —dijo Jay mirando al techo—, era como una historia inacabada.

Siguió vigilando la casa, yendo varias veces a la semana en bicicleta, que había empezado a utilizar para mantener su capacidad pulmonar alta. Un día, casi un año después de que Eliza se hubiera marchado, un taxi se detuvo en el camino de entrada. Desde el otro lado de la calle vio a la madre de Eliza bajar de él con bolsas de Harrods y otros grandes almacenes. Al día siguiente llamó a la oficina de Londres del padre y se hizo pasar por un tal señor Williams del Citibank de Nueva York. Se inventó un número con el prefijo 212. Le devolverían la llamada dentro de dos días, le dijeron, ya que esperaban al señor Carmody pronto en la ciudad. De modo que parecía que la familia había vuelto. La siguiente vez que fue a la casa vio a otro joven de pelo rubio y fino moverse a sus anchas por el jardín. El joven subió los escalones del porche, dijo algo al entrar en la casa y volvió a salir al sol con un bebé. Fue una visión demoledora.

Jay empezó a cruzar el jardín, pero se detuvo, sin dar crédito aún a lo que ya sabía que era cierto. El hombre entró con el bebé y Jay esperó hasta que Eliza salió y lo vio avanzar hacia ella.

—¡Para! —gritó—. ¡Para!

Se acercó apresuradamente al borde del jardín y, mirando por encima del hombro, nerviosa, quedó con él en un banco de los jardines del Buckingham Palace dos días después. Él contó las horas y llegó allí temprano. Eliza apareció por el sendero y esta vez se condujo con más serenidad. El niño dormía en su cochecito. No se dijeron gran cosa, apenas se tocaron. Sólo las puntas de los dedos, ella de mala gana. La cuestión era simple: Eliza se había casado con uno de sus ex novios, un joven llamado Cowles, unos años mayor que Jay y mucho más asentado en su carrera, ya que su familia le había provisto de fondos y había sido un prodigio en la escuela de administración de empresas, y habían pasado gran parte del año anterior en el sur de Francia. «Lo siento —dijo Eliza a Jay—. Es todo lo que puedo decir». Con el tono de su voz le daba a entender que ahora pertenecía a otro hombre, que lo que había habido entre ellos había terminado, había quedado borrado por cuatrocientos días seguidos con otro hombre, sus ojos y sus manos, su voz, su polla, su familia, sus zapatos, libros y cepillo del pelo. «¿Sabe ese hombre que la niña… Sally, quiero decir, no es de él?», preguntó Jay. «No, no —Eliza sacudió la cabeza—. Eso le dolería demasiado. Nunca lo sabrá». Estaba la cuestión del sexo, la cuestión de la logística. «No lo entiendo —dijo Jay—. ¿Cómo puede creer que es el padre si…?». «Lo vi un par de veces el pasado verano —interrumpió Eliza—. Vino a verme a Estados Unidos». «¿Os acostasteis?». «Sí». «¿Después de que nos conociéramos?». «No —dijo ella con firmeza—. Justo antes. Pero el hijo es tuyo». Jay no lo entendía. «¿Cómo lo sabes?». «Porque me vino el período inmediatamente después. David y yo nos acostamos, luego me vino el período, él se fue a Londres, y tú y yo nos conocimos y nos enrollamos, y eso fue todo. Supongo que no tuve suficiente cuidado. Todo en una semana o diez días». «¿Estás segura?». «Sí, Jay». «Pero ¿y cuando volviste? ¿No te acostaste con él cuando volviste?». «Sí —concedió ella—, pero no hasta que supe que estaba embarazada». «¿Lo sabías?». «Sí. Por eso me acosté con él cuando volví». «¿Porque sabías que…? ¿Cómo lo sabías?». «Lo notas —dijo ella—. En los pechos y en todo el cuerpo. Logré que coincidieran las fechas, aunque por los pelos —dijo ella—. Él creyó que el niño se había adelantado unas semanas». «Por favor, no me mientas —dijo Jay—. Dime, por favor, de quién es Sally».

«Es tuya —respondió Eliza—, te lo juro».

Jay miró a la niña. «Quiero cogerla —dijo—, nunca he cogido en brazos a un bebé». Ella lo ayudó a levantar a la niña del cochecito y se la puso en el hombro. Tan ligera, tan pequeña, «Sally. Como mi abuela», dijo Eliza. Sally. Tenía los ojos y la nariz diminutos, asombrosamente perfectos. Él había contribuido a crear esa criatura. Sintió el cálido peso de ella a través de él. Sostuvo a Sally en sus brazos y se sintió relajado, bajó la barbilla hasta la cabeza cubierta de pelusilla, con los ojos llenos de amor. Eliza lo vio y se echó a llorar. Al cabo de unos minutos el bebé se despertó y buscó instintivamente un pezón con la boca, y Jay se lo pasó a Eliza. Ella se sentó en el banco y le dio de mamar. Él vio el pecho de Eliza, enorme y lleno, y el deseo se apoderó de él. El pezón erecto y húmedo de una madre era de algún modo más erótico, goteando vida. «¿Es realmente mía?». «Sí —dijo Eliza—, puedo demostrártelo. Sally tiene tu pequeño cuerno». «¿Te refieres al bulto de mi oreja?». Ella recorrió con los dedos el borde interior del cartílago de la oreja de Jay, donde había una protuberancia escondida en el pliegue interior. Era más pronunciada en su oreja izquierda que en la derecha, de modo que él palpó la oreja izquierda de Sally, y aunque era increíblemente blanda, tenía la misma protuberancia diminuta y definida. «Un cuerno como el tuyo —dijo Eliza sonriendo—. ¿Se te ocurre una prueba mejor?».

—En mi oreja izquierda —dijo Jay sentándose—. Tócala.

—¿Quieres que te toque la oreja? —pregunté yo.

—Adelante.

Así lo hice, tímidamente, pellizcando el cartílago al final de la oreja. La vena que se le marcaba en la sien le señalaba el ojo como una flecha.

—¿Lo notas? Hay un bulto.

—No.

Me guió los dedos con los suyos.

—Aquí.

Palpé exactamente lo que decía, una pequeña cresta triangular, el más diminuto cuerno.

—¿Volviste a ver al bebé? —pregunté.

—No.

—¿No? ¿Qué hiciste?

Se propuso pasar por delante de la casa en bicicleta una vez al mes, me dijo, sólo para torturarse, o para recordar, tal vez para ambas cosas. Y una tarde de abril vio que habían pintado todos los rebordes de madera de un azul chillón, un azul cerúleo. Las ventanas, la cornisa y las puertaventanas. Vamos, pensé, ¿para qué estropearlo? Eso era algo que harían unos turcos o unos árabes recién llegados, o alguien que no entendía… Y de pronto lo supo. La familia se había ido, esa vez para siempre. Habían vendido la casa y se habían mudado, y eso significaba que había ocurrido algo. Dio la vuelta a la bicicleta y volvió por donde había venido, despacio. Joder, pensó. Voy a averiguarlo. Se detuvo en la casa de al lado. Junto a uno de los rosales había arrodillada una mujer rubia de treinta y tantos años, mezclando cenizas de la chimenea con la tierra.

—Disculpe —dijo Jay.

La mujer se llevó una mano a los ojos para protegérselos del sol.

—¿Sí?

—Soy un viejo amigo de los Carmody —dijo—. ¿Se han mudado?

—Sí —dijo ella—. Sentí mucho que se fueran.

—Pero ¿por qué?

La mujer se levantó, tal vez al percibir la manifiesta desolación en mi voz.

—Tuvieron que marcharse. —Sacudió la tierra de la pala—. Por negocios, supongo.

Él murmuró las gracias. Se quedó allí sentado, contemplando cómo caía el polen de los árboles sobre la carretera. Luego se acercó de nuevo a la señora.

—¿Y la niña pequeña, la familia?

—¿Te refieres a los Cowles? Creo que se han ido a vivir a Tokio. Dijeron algo de una nueva sucursal, no me enteré muy bien. Una oportunidad muy buena con el banco.

Así fue como Jay perdió el contacto con Eliza Carmody Cowles y su hija Sally Cowles.

—Traté de buscarlos, haciendo llamadas, pero no sirvió de nada. Estaban demasiado lejos.

—¿Pensaste en seguirlos? —pregunté.

Se puso la máscara de oxígeno y sacudió la cabeza.

—¿Demasiado lejos? —interpreté—. Demasiado difícil y caro.

Se quitó la máscara.

—Yo era un crío, ya sabes. No sabía nada. Tampoco sabía realmente lo que eso significaba.

Decidió no volver a Estados Unidos, dijo, de modo que encontró un empleo mejor, no en un bar, donde le molestaba el humo, sino dando clases de inglés a príncipes saudís afincados en Londres. Un trabajo extraño, pero que no le importaba. Todo lo que tenía que hacer era hablar.

—Habían recibido una buena educación —dijo Jay—, mucho mejor que la mía. En Oxford, normalmente. Algunos habían estudiado en Estados Unidos, pero querían pillar las expresiones americanas, el tono.

Cuando uno de sus alumnos, una mujer joven, lo vio toser y oyó la historia de su accidente, lo llevó a su padre, que era médico. El hombre le puso un tratamiento a base de esteroides que cambió su vida. Los esteroides encogieron el tejido pulmonar hinchado y su tos remitió. Las infecciones crónicas desaparecieron y empezó a ganar peso. Al cabo de tres meses había engordado catorce kilos y tenía mejor color. Un poco más adulto, habiendo recuperado casi toda su fuerza y gran parte de su peso normal, y con un poco de dinero en el bolsillo, empezó a explorar Londres.

—Creo que hay mujeres en el próximo capítulo —dije.

—Sí.

—Te encontrabas mejor, tu estado de ánimo era nihilista y no te importaba pasarlo bien.

—Algo así —dijo él—. Fue entonces cuando aprendí a disfrutar de un buen puro. Los pubs. Los jóvenes británicos, los corredores de Bolsa y los banqueros estaban dejando las pipas y aficionándose a los puros.

Pasaron un par de años, en los que conoció a montones de jóvenes profesionales de Londres, unas cuantas americanas, muchas europeas, y se dedicó a divertirse. Salía con dos o tres mujeres a la vez, y a veces quedaba con mujeres casadas entradas en años que eran infelices en sus matrimonios. Corría tanto dinero por Londres que la euforia colectiva hacía menos doloroso el final de esas relaciones.

—Las cosas se desmadraron un poco —dijo—. Yo me desmadré un poco. A veces me acostaba con tres o cuatro mujeres distintas a la semana.

—Tuviste suerte de no dejar a ninguna embarazada.

—Tuve mucho cuidado —dijo Jay—. Hay trucos.

—¿Aparte de los condones?

—No te corres.

—¿Haces marcha atrás?

—No, sencillamente no te corres. Aprendes a no hacerlo.

—Joder, eres un tipo raro, ¿lo sabias?

—Puedes acostarte con muchas mujeres si nunca te corres —comentó Jay—, o no lo haces a menudo, al menos.

—Parece bastante hostil —dije—, una forma de tener control sobre las mujeres. También una forma de asegurarte de que no te arrebataban otro hijo tuyo.

—Gracias, doctor.

—Mierda, Jay, salta a la vista.

—Lo sé. Quiero decir que lo sé ahora.

—Sigue —dije—. Quiero saber cómo volviste a dar con Sally.

Londres era un tiovivo de dinero, continuó.

—Allí también hubo un boom, como en Nueva York, y me puse a trabajar en una agencia inmobiliaria especializada en traslados a Londres. Oficinas, apartamentos, todo el tinglado. Lo único que tenías que hacer era llevar un traje.

—Conociste a mucha gente. Aprendiste mucho.

Él asintió.

—Cinco años. Llevé varias obras de rehabilitación, hice unos cursos de arquitectura, esa clase de cosas. Aprendí la jerga. Todos son impostores en ese mundillo. Yo trabajaba en el sector de inversión y ventas, a muy pequeña escala. Proyectos sencillos, nada importante, nada que pudiera poner de manifiesto mi total ignorancia. Solía contratar a algún viejo carpintero borracho para que llevara las obras por mí. Hice algo de dinero y ahorré un poco.

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