Heliconia - Invierno (30 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

En medio del silencio que siguió a sus palabras, sus bastones crujieron como huesos mientras volvía a tomar asiento.

Un murmullo atónito recorrió la sala, pero el Supremo Sacerdote Chubsalid dijo con suavidad desde su sillón tapizado de armiño:

—No cabe duda de que discursos de este tipo son moneda corriente en la colina Icen; nosotros, en cambio, debemos atenernos a la profesión que hemos elegido y que implica/continuadamente nos llama a templar con piedad nuestra actitud incluso para con los granjeros arruinados. Nuestra Iglesia se dirige al individuo, a la conciencia individual, a la salvación individual, y es nuestro deber recordarles esto a nuestros amigos de la Oligarquía de vez en cuando, de manera que la gente tenga siempre presente nuestra misión.

»El clima puede extremarse. No los imitemos y así hasta en los tiempos más duros la enseñanza esencial de la Iglesia podrá/debe/quedará incólume. ¿Qué otra vida puede haber en Dios? El Estado cree que en este tiempo de crisis ha de mostrar su poder. La Iglesia ha de hacer, al menos, otro tanto. ¿Quiénes de los quince presentes acordarnos en que la Iglesia haga frente al Estado?

En la larga mesa, los restantes catorce a quienes se había dirigido se sumieron en un denso murmullo con sus vecinos. Podían imaginar perfectamente cuál sería la retribución que les esperaba de apoyar la propuesta de su líder.

Uno de los presentes alzó una mano en la que brillaba un anillo de oro y dijo con voz trémula:

—Señor, llegará/es probable el tiempo en que debamos tomar una postura semejante. Pero, ¿ha de ser a propósito del pauk? Cuando lo hemos evitado durante eones… Cuando podría haber dudas acerca de la legitimidad de oponerse… Cuando el mito de la Escrutadora Original se interpone con…

El orador dejó este último y teatral pensamiento en el aire.

El miembro más joven del Sínodo era un Sacerdote Capellán llamado Parlingelteg, un hombre delicado de quien no obstante se rumoreaba que algunas de sus actividades no lo eran. Nunca temía expresar su opinión y cuando lo hacía se dirigía directamente a Chubsalid.

—Este último y miserable discurso me ha convencido al menos, y supongo que a todos vosotros, de que debemos enfrentarnos al Estado. Tal vez precisamente a propósito del pauk. No pretendamos que el pauk no es real, o que los gossis no existen, sólo porque no cuadran con las Enseñanzas. ¿Por qué creéis que el Estado intenta prohibir el pauk? Por una única razón. El Estado es culpable de genocidio. Ha matado a miles de hombres del ejército de Asperamanka. Las madres de los soldados asesinados han comulgado con ellos a través del pauk. Sus gossis han hablado. ¿Quién ha dicho hace un momento que los muertos no hacen política? Pura tontería. Miles de bocas muertas claman contra el Estado y su Oligarca asesino. Estoy de acuerdo con el Supremo Sacerdote. Tenemos que manifestarnos en contra de Torkerkanzlag e impulsar su recambio.

Cuando varios de sus vetustos colegas lo aplaudieron, él se ruborizó hasta las raíces de sus suaves cabellos. La reunión se distendió. Sin embargo, se resistían a tomar una decisión. ¿Acaso no habían sido siempre inseparables, Iglesia y Estado? Y hablar públicamente de aquella masacre… Ellos amaban la paz; algunos, por encima de todo.

Siguió una pausa de una hora. Afuera hacía demasiado frío para salir, de modo que permanecieron en los caldeados cuartos de retiro mientras algunos novicios les servían agua o vino en copas de porcelana. Se conversaba en corrillos. Quizás existiera un modo de evitar una decisión inmediata; aparte de lo que habían podido decir los gossis, ¿qué otra evidencia real había?

Sonó una campanilla. Volvieron a reunirse. Chubsalid hablaba en privado con Parlingelteg y se los veía muy serios.

El debate se había reanudado cuando, tras golpear a la puerta, entró en la sala un esclavo con librea. Se inclinó reverente ante el Supremo Sacerdote y le entregó la nota que traía en una bandeja.

Chubsalid leyó la nota; luego, apoyó un instante el codo sobre la mesa y descansó en su mano la amplia frente. La conversación se apagó. Todos esperaron su intervención. —Hermanos —dijo, recorriendo con la vista a los presentes—, tenemos aquí a un visitante, un importante testigo. Dejemos que hable ante nosotros. Tengo la impresión de que sus palabras nos evitarán muchas y largas disquisiciones. —E hizo un gesto al esclavo, que, inclinándose, abandonó raudo la sala.

Poco después, ingresaba en la sala otro hombre. Se movía con deliberada lentitud; se dio vuelta para cerrar la puerta y sólo entonces avanzó hacia la mesa ocupada por los quince líderes de la Iglesia. Vestía de azul oscuro de pies a cabeza: botas, pantalones de montar, camisa, chaqueta, abrigo, todo de color azul, así como el sombrero que sostenía en su mano. Sólo su pelo era blanco, aunque conservaba cierto matiz oscuro en las sienes. La última vez que el Sínodo lo había visto, tenía el cabello completamente negro.

El pelo cano subrayaba el tamaño de su cabeza. Sus rectas cejas, sus ojos, su boca, subrayaban la rabia que como un rayo se concentraba allí.

Saludó con una profunda reverencia al Supremo Sacerdote y besó su mano. Luego se volvió para saludar al Sínodo.

—Agradezco que me hayáis concedido audiencia —dijo.

—Arcipreste Militante Asperamanka, se nos había informado de tu muerte en combate —dijo Chubsalid—. De veras nos alegramos de que esta información fuera inexacta.

Los labios de Asperamanka se unieron para trazar una sonrisa helada:

—Sólo me faltó morir… pero no en combate. El relato de cómo logré llegar a Askitosh es prácticamente increíble. Quizás haya sido el único de todo mi ejército en lograrlo. Fui herido en Chalce, a las puertas de nuestro continente; allí me capturaron los phagors. Escapé de ellos para perderme en las marismas y…, en fin, es un milagro de Dios estar aquí, contándooslo. Dios me protegió y me afiló como instrumento de su justicia. Pues soy la prueba viviente de un crimen sin parangón en toda la ilustre historia de Sibornal.

—Te ruego tomes asiento —dijo el Supremo Sacerdote, indicando a un lacayo que acercase una silla—. Estamos ansiosos por escuchar lo que tienes que decir. Resultarás mejor informante que los gossis, sin duda.

A medida que Asperamanka iba desplegando su relato ante el Sínodo, describiendo la emboscada, el fuego cruzado dirigido por la guardia del Oligarca contra sus fuerzas, a medida que la dimensión real de lo ocurrido penetraba las conciencias de los presentes, se hacía cada vez más evidente que Parlingelteg tenía razón. La Iglesia tendría que hacer frente al Estado. De lo contrario, se haría cómplice de la masacre.

Alrededor de una hora invirtió Asperamanka en la descripción de la campaña y posterior traición. Finalizado el relato, calló. Pero sólo durante un minuto. Entonces, del todo inesperadamente, ocultó el rostro entre las manos y rompió en sollozos.

—No soy ajeno a este crimen —lloró—. Yo trabajaba para el Oligarca. Temía al Oligarca. Para mí, Estado e Iglesia eran uno, eran sinónimos.

—Pero ya no lo son —dijo Chubsalid. Se irguió, posando la mano sobre el hombro de Asperamanka—. Te damos las gracias por ser el instrumento de Dios y allanarnos el camino. La Oligarquía ha tenido jurisdicción sobre el cuerpo de los hombres, la Iglesia sobre su alma. Ha llegado el momento de establecer la supremacía del alma sobre el cuerpo. Debemos oponernos a la Oligarquía. ¿Estamos todos de acuerdo?

Los catorce miembros restantes dieron voces de asentimiento, golpeando el suelo con sus bastones.

—El acuerdo es, pues, unánime.

Después de deliberar, se decidió que el primer paso consistiría en enviar una Cédula redactada en términos firmes a todas las iglesias a lo largo y ancho del territorio. La Cédula informaría de que la Iglesia se declaraba defensora de la práctica del pauk, al que consideraba una libertad esencial de todo hombre y mujer vivos. No existía evidencia alguna de que los denominados gossis no dijeran la Verdad. La Iglesia negaba tajantemente que la práctica del pauk propagase la Muerte Gorda. Chubsalid estampó su nombre en la Cédula.

—Probablemente sea ésta la más revolucionaria de las Cédulas jamás producidas por la Iglesia —dijo la voz entrecana—. Sólo quiero dejar constancia de ello. Además, admitiendo la legitimidad del pauk, ¿no estamos legitimando también a la Escrutadora Original? ¿Y dejando entrar creencias y supersticiones paganas?

—La Cédula no hace mención alguna de la Escrutadora, hermano —dijo suavemente Parlingelteg.

La Cédula fue aprobada y enviada al impresor eclesiástico. Y de la imprenta fue distribuida a todas las iglesias del territorio.

Transcurrieron cuatro días. En el Palacio del Supremo Sacerdote, los religiosos esperaban que se desatase la tormenta.

Un mensajero, cubierto con pieles oleosas para protegerse del frío, bajó de la colina Icen con un mensaje sellado.

El Supremo Sacerdote rompió el sello y leyó el mensaje.

Éste decía que panfletos subversivos distribuidos por el Sínodo llamaban a la traición, puesto que habían sido deliberadamente emitidos con el fin de boicotear las recientes leyes promulgadas por el Estado. La traición era castigada con la muerte.

De haber una explicación a tan viles ofensas, el Supremo Sacerdote de la Iglesia de la Paz Formidable tendría a bien presentarse ante el Oligarca a la brevedad para ofrecerla en persona.

La carta llevaba la rúbrica de Torkerkanzlag II.

—No creo que este hombre exista —dijo Chubsalid—. Ha reinado durante más de treinta años. Nunca lo ha visto nadie ni existen retratos suyos. Por lo que yo sé, hasta podría ser un phagor… Continuó durante un rato en esta vena, mascullando ensimismado y visitando la biblioteca del Sínodo para comparar firmas, jugueteando con lupas y sacudiendo la cabeza.

Esta actividad puso nerviosos a los consejeros del Supremo Sacerdote; pensaban que debía concentrarse en la gravedad de una admonición que, al menos en apariencia, llevaba implícita su sentencia de muerte. Los consejeros más antiguos llegaron, hablando entre ellos, a la conclusión de que convenía trasladar la sede de la Iglesia en Askitosh a un lugar más seguro. Quizás a Rattagon, ya que, a pesar de encontrarse sitiada, su ubicación en medio de un lago la hacía prácticamente inexpugnable; o incluso a Kharnabhar, un refugio religioso cuyo único inconveniente estribaba en el clima.

Pero Chubsalid tenía ideas propias, y la retirada no era una de ellas. Tras una hora de dar vueltas y comparar firmas, anunció que iría a ver al Oligarca. Su escriba redactó una nota a tal efecto. Sugería que el encuentro tuviera lugar en el gran salón de entrada del castillo de Icen, y que todo aquel que así lo desease pudiera presenciar y oír el debate entre ambos dignatarios.

Mientras Chubsalid estampaba su firma en el documento, el Sacerdote Capellán Parlingelteg, que se encontraba cerca, se le aproximó y se arrodilló junto a su silla.

—Señor, déjame ir contigo a ese palacio. Lo que allí te ocurra también me ocurrirá a mí.

Chubsalid posó su mano sobre el hombro del joven monje.

—Que sea como dices. Apreciaré que estés a mi lado.

Se volvió a Asperamanka, también presente.

—¿Y tú, nuestro Sacerdote Militante, vendrás también a Icen corno testigo del crimen del Oligarca?

Asperamanka miró hacia aquí y allá, como si buscase una puerta invisible:

—Tú hablas mejor que yo, Supremo Sacerdote. No creo conveniente hacer alusión a la plaga. No sabemos de ninguna cura para la Muerte Gorda, no más que ellos. El Oligarca podría tener razones que desconocemos para querer suprimir el pauk.

—Pues las oiremos. Entonces, ¿nos acompañas a Parlingelteg y a mí?

—Tal vez deberíamos llevar con nosotros a algunos médicos.

Chubsalid sonrió:

—Espero que podamos hacerle frente sin la ayuda de ningún doctor.

—Sería aconsejable buscar un arreglo —dijo Asperamanka, quien daba la sensación de haberse encogido.

—Veremos lo que puede hacerse —dijo Chubsalid—. Y gracias por decir que vendrás con nosotros.

Llegó el alba. El Supremo Sacerdote Chubsalid, vestido con sus hábitos sacerdotales, se despedía de sus colegas. Abrazó a uno o dos.

El hombre entrecano ocultó una lágrima.

Chubsalid le sonrió:

—Suceda lo que suceda en este día, necesitaré de tu valor tanto como del mío —dijo con voz firme y serena.

Asperamanka y Parlingelteg lo esperaban en el carruaje, que partió cuando hubo subido Chubsalid.

El carruaje atravesó silenciosas calles. Por orden del Oligarca, la policía había dispersado a curiosos y seguidores, de manera que el Supremo Sacerdote no encontrara a su paso el acostumbrado saludo del pueblo sino sólo un pesado silencio.

A medida que el carruaje avanzaba sobre el irregular empedrado de la colina Icen, se hacía más evidente la presencia militar. A las puertas del castillo, hombres armados se adelantaron para cortar el paso a todos aquellos religiosos que habían seguido hasta allí a su líder. El carruaje pasó bajo el ominoso arco de piedra y las grandes puertas de hierro se cerraron tras él.

Acentuando el silencio, numerosas ventanas emitían su reflejo mortecino hacia el patio anterior. Eran ventanas malvadas, más parecidas a dientes afilados que a ojos.

Los tres sacerdotes fueron conducidos sin ceremonias hasta el gélido interior del edificio. El eco multiplicó sus pasos al atravesar el gran salón de entrada flanqueados por rígidos soldados en sus complejos uniformes nacionales. Ninguno movía un solo músculo.

La comitiva llegó a la parte trasera del castillo, donde se extendía un lóbrego pasadizo cuyo entarimado, rozado por innumeras botas, mostraba su superficie marcada por profundas rayas, como si un animal desesperado hubiera luchado allí afanosamente por abrirse camino hacia la libertad. Tras un instante de espera, su guía recibió una señal y pudieron subir por una estrecha escalerilla de madera que daba dos vueltas completas sin que ninguna ventana iluminase el ascenso. Aparecieron así en otro pasadizo, que, como el primero, evocaba la lucha de un animal desesperado, y se detuvieron ante una puerta. El guía llamó.

Una voz los hizo pasar.

Entraron en una sala adornada con el encanto festivo que caracterizaba a la Oligarquía. Era una especie de salón de recepciones, amueblado con sillas en las que sólo las más consumidas anatomías podrían hallar reposo. La única ventana del salón estaba cubierta por pesadas cortinas de cuero evidentemente diseñadas para repeler las arremetidas de la luz diurna.

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