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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Humano demasiado humano

 

Humano demasiado humano puede describirse como la lucha por un nuevo ideal de cultura y la afirmación de una voluntad de poder capaz de transmutar todos los valores que informan la cultura occidental, los cuales niega, considerándolos formas de una moral que debe ser superada por oponerse a la consecución de otros que sean más acordes con la vida y sus exigencias de salud y verdad.

Marca también un período fecundo en el pensamiento de Nietzsche, la defensa del espíritu de la ilustración, libre de prejuicios y opuesto a toda metafísica, y es todo esto lo que abre un futuro de posibilidades y pujanza.

Un libro que Nietzsche subtituló «Un libro dedicado a los espíritus libres», debe ser leído para una mejor comprensión de la obra del gran filósofo, cuya importancia se acrecienta cada vez más.

Friedrich Nietzsche

Humano demasiado humano

Un libro para espíritus libres

ePUB v1.1

boterwisk
18.07.12

Título original:
Menschliches, Allzumenschliches. Ein Buch für freie Geister

Friedrich Nietzsche, 1984

Traducción: Carlos Vergara

Diseño/retoque portada: boterwisk

Editor original: boterwisk (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

ESTUDIO PRELIMINAR

El 15 de octubre de 1844, en una pequeña ciudad alemana llamada Roecken, nace Friedrich Nietzsche, en el seno de una familia con larga tradición de pastores protestantes. Su breve vida, de apenas 45 años, se truncó el 25 de agosto de 1900, tras una internación en una clínica mental de Basilea.

Fue tan excepcional la intensidad de su corta existencia, que le alcanzó para desmontar buena parte de los supuestos que, desde tiempo inmemorial, han venido alimentando la larga historia de la existencia humana en Occidente.

Para ello, Nietzsche inaugura un método genealógico, una verdadera búsqueda del origen, de la Metafísica, de la Moral y de la Ciencia. Es una modificación revolucionaria que apunta a la esencia de la filosofía: pregunta por el «quién», qué habla, si habla con verdad o miente, si la oculta o disfruta, si se sabe a quién beneficia, etc.

La herramienta que usa el filósofo es el discernimiento, que le permite separar lo verdadero de lo amañado con malicia.

Nietzsche intuye que detrás de las verdades absolutas y universales de Platón, o del Cristianismo y su Dios único y verdadero, de las verdades objetivas del discurso científico e, incluso, de las normas morales inapelables, puede haber algún factor silencioso, alguna interacción de fuerzas y sentimientos, que pudiera estar falseando continuamente la realidad, para interpretarla, acomodándola a nuestros propios intereses: a esta construcción la denomina Voluntad de Poder.

De esta manera tan drástica, Nietzsche desestima la noción de la imparcialidad en el conocer y, por tanto, la estabilidad del concepto de Verdad, sometido a cualquier cambio de humor. Otro tanto ocurriría con la universalidad de los conocimientos de la Ciencia.

Por otro lado, el yo, última fortaleza de la fe, también se revelará a Nietzsche como una ilusoria creencia, una ficción imprescindible para nosotros, humanos, demasiado humanos.

«Mi filosofía es un platonismo invertido», afirmaba Nietzsche, confirmando así la gran confrontación.

Ese gran amante de la Verdad que fue Platón, queda así desenmascarado: su «mundo verdadero» es, en realidad, tan sólo una ficción, una breve brizna de felicidad que sólo experimenta el que más sufre, una mentira que alguna mente fatigada y dolida necesita tomar por verdadera, para redimir una existencia que no se justifica por sí misma.

Asimismo, en el Cristianismo se aprecia la misma culpabilización de la existencia, como origen de todas las desdichas. Una vida en la que el morir y el renacer, el crear y el destruir, el Bien y el Mal, la Verdad y la Mentira, el placer y el dolor son lo mismo, porque el paso del tiempo no perdona.

De este modo, nuestra conciencia desdichada se conforma con la ficción de un Ser eterno y perfecto, del cual se excluye todo cambio y toda connotación negativa: es ajeno al Mal, al Dolor y a la Mentira.

Resulta, de esta manera, que este Ser infinitamente Verdadero, no es otra cosa que la pura Nada, un ideal vacío, una gran mentira basada en su contradicción con el mundo real.

En Humano, demasiado Humano
, texto conformado por varios capítulos, dedica los primeros a la religión, la moral, la filosofía, el arte y la cultura de su época; los siguientes tienen que ver con las relaciones entre individuos y, particularmente, con las características del mundo femenino.

Tienen cabida también en estos capítulos la situación política de Alemania en esa época, y los conflictos y disturbios que se produjeron tras la unificación de los partidos socialistas de ese país.

El último capítulo, un tanto melancólico, muestra a Nietzsche a solas consigo mismo; y sus aforismos son un monólogo que, a pesar de ser pesimista, no implica pasividad ni resignación, ya que se advierte en todo momento el esfuerzo tendiente a la superación.

REFERENTE A HUMANO, DEMASIADO HUMANO EN ECCE HOMO

1. Humano, demasiado humano, es el monumento de una crisis. Lleva el subtítulo Libro para espíritus libres: casi cada una de sus frases es la expresión de una victoria; pero con esta obra yo me desembaracé de lo que no era propio de mi naturaleza. El idealismo me es extraño: el título significa: «Allí donde vosotros veis cosas ideales, yo veo cosas humanas, demasiado humanas»… Yo conozco mejor al hombre… En ningún otro sentido se debe entender aquí la frase espíritu libre: únicamente en el sentido de un espíritu que ha llegado a ser libre, que ha vuelto a tomar posesión de sí mismo. El tono, el sonido de la voz ha cambiado completamente; este libro parecerá prudente, fresco, y en ciertos casos hasta duro y sarcástico. Parece que cierta intelectualidad de gusto noble se sobrepone constantemente a una corriente pasional que corre por lo bajo. Esto da un sentido al hecho de que precisamente con la celebración centenaria de la muerte de Voltaire quiso justificarse la publicación del libro en 1878. Porque Voltaire, al contrario de todos aquellos que escribieron después que él, es ante todo un gran señor del espíritu; exactamente lo que yo soy también.

El nombre de Voltaire a la cabeza de un escrito mío, era realmente un progreso hacia mí mismo… Si se mira bien, se descubre un espíritu implacable que conoce todos los escondites en que se refugia el ideal, en que el ideal tiene sus rincones y, por decirlo así, su último baluarte. Un espíritu que lleva una antorcha en la mano, pero cuya llama no vacila, proyecta una luz cruda en ese mundo subterráneo del ideal. Es la guerra, pero la guerra sin pólvora ni humo, sin actitudes guerreras, sin gestos patéticos ni contorsiones, pues todo esto sería idealismo. Se va depositando sobre hielo un error sobre otro: el ideal no es refutado, es helado. Aquí, por ejemplo, es el genio el que hiela; mirad por el reverso y veréis halar al santo; bajo una espesa capa de hielo se congela el héroe; finalmente se congelan la fe, la llamada convicción, y también la compasión se enfría notablemente; casi en todas partes se congela la cosa en sí…

2. Los comienzos de este libro se dan en el feliz momento de las semanas de la primera solemnidad bayreuthiana; una de las condiciones de su nacimiento fue el sentirme profundamente ajeno a cuanto me rodeaba. El que tenga una idea de qué visiones habían ya surgido en mi camino podrá adivinar los sentimientos que yo experimenté el día que entré en Bayreuth. Me parecía un sueño… ¿Dónde estaba yo? No reconocía ya nada: a duras penas reconocía a Wagner. En vano hojeaba yo mis recuerdos. Tribschen me parecía una lejana isla de bienaventurados: ni siquiera la más pequeña sombra de semejanza con Bayreuth. Los incomparables días en que se puso la primera piedra, la pequeña y adecuada sociedad que celebró aquella ceremonia y a la cual no había necesidad de desear dedos para cosas delicadas; ni la menor semejanza. ¿Qué había sucedido? ¡Se había traducido a Wagner al alemán! El wagnerismo había conseguido una victoria sobre Wagner. ¡El arte alemán! ¡El maestro alemán! ¡La cerveza alemana! Nosotros, los que sabíamos perfectamente a qué refinados artistas, a qué cosmopolitismo del gusto habla únicamente el arte de Wagner, estábamos fuera de nosotros mismos al encontrar a Wagner vestido de virtudes alemanas.

Creo conocer al wagneriano; he vivido con tres generaciones de wagnerianos, desde el difunto Brendel, que confundía a Wagner con Hegel, hasta los idealistas de las Hojas de Bayreuth, que se confunden ellos mismos con Wagner; yo he oído toda clase de profesiones de fe de las bellas almas sobre Wagner. ¡Un reino por una palabra sensata! En realidad, una sociedad para erizar el pelo. Nohl, Pohl, Kohl, y otros de esta laya, hasta el infinito. Allí no falta ningún aborto, ni siquiera el antisemita. ¡Pobre Wagner! ¡Dónde había caído! ¡Más le habría valido caer entre jabalís! ¿Pero entre alemanes?… En último término, y para escarmiento de la posteridad, empalar a un bayreuthiano auténtico, o mejor meterle en alcohol, porque le falta espíritu, con la inscripción: «Este es el aspecto del espíritu sobre el cual se ha fundado el Imperio alemán»… En suma, en lo mejor de todo este alboroto yo me marché de allí, bruscamente, para un viaje de dos semanas, aunque una parisiense encantadora trataba de consolarme; con Wagner me excusé sencillamente por medio de un telegrama fatal. En un rincón perdido de Boehmerwald, en Klingenbrunn, arrastré yo mi melancolía, mi desprecio de los alemanes como una enfermedad, y de cuando en cuando escribía, con el título general de «La reja del arado», en mi libro de notas, algunas frases claras y duras consideraciones psicológicas, que acaso se puedan ahora encontrar en «Humano, demasiado humano».

3. Lo que en aquel momento se decidió no fue mi ruptura con Wagner; yo adquirí conciencia de una aberración general de mis instintos, cuyo error principal ya se llamara Wagner o el cargo de profesor de Basilea, era sólo un indicio. Se apoderó de mi la impaciencia de mí mismo; comprendí que era tiempo de meditar sobre mí mismo. De golpe vi de un modo terriblemente claro el tiempo que había desperdiciado; cuán inútilmente y cuán arbitrariamente toda mi existencia de filólogo me había desviado de mi deber. Yo me avergoncé de esta falsa modestia… Diez años había dejado detrás de mí, diez años durante los cuales la nutrición de mi espíritu había estado suspendida en mí, diez años en que yo no había hecho nada útil, en que había olvidado absurdamente una gran cantidad de cosas, a cambio de un fárrago de polvorienta erudición. Caminar a paso de tortuga entre los métricos griegos, con toda la minucia que imponían unos ojos enfermos, eso es lo que había conseguido. Me contemplaba con lástima, macilento y descarnado; las realidades faltaban absolutamente en mi provisión de ciencia, y las idealidades no valían un comino. Una sed verdaderamente abrasadora se apoderó de mí; desde ese momento no me ocupé sino de fisiología, medicina y ciencias naturales; ni siquiera volví a los estudios propiamente históricos, sino en cuanto mi deber me obligaba a ello imperiosamente. Entonces fue cuando adiviné también por primera vez la correlación que existe entre esta actividad escogida contrariamente al instinto natural, entre lo que se llama vocación, cuando nada os llama a ella, y esa necesidad de llenar el sentimiento de vacío y de inanición del corazón con ayuda de un arte que sirve de narcótico; del arte wagneriano, por ejemplo. Una mirada con precaución dirigida a mi alrededor me hizo descubrir que una turba de jóvenes sufren del mismo mal. Cuando se hace una violencia a la naturaleza, indefectiblemente ésta acarrea una segunda. En Alemania, en el imperio alemán (para evitar toda equivocación posible), hay demasiadas personas condenadas a tomar una decisión prematura; luego a morir lentamente de consunción, aplastadas por el peso de una carga que ya no se pueden quitar. Estos reclaman a Wagner a guisa de narcótico; se olvidan, se desembarazan de ellos mismos durante un momento. ¡Qué digo! ¡Durante cinco o seis horas!

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