Indias Blancas (20 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

—Gracias, coronel —respondió Laura, fría, distante, segura.

—Tal vez usted no me considere digno.

—Nada de eso, coronel, usted cuenta con mi amistad, como yo con la suya, que valoro infinitamente.

—Gracias —concedió Racedo de mala gana, porque la muchacha malinterpretaba el sentido de la declaración—. Sin embargo, no es de amistad de lo que quiero hablarle esta noche, sino de algo más profundo y definitivo. Quiero hablarle de lo que un hombre siente por una mujer —declaró con ampulosidad.

—Estoy comprometida con el señor Alfredo Lahitte —pronunció Laura, y se mostró incómoda.

—Lo sé —admitió el hombre—, y, sin embargo, creo que no debo reprimir mis sentimientos, por mi bien, incluso por el suyo.

Laura levantó la vista, furiosa, y Racedo se la sostuvo con envanecimiento.

—No querrá usted, coronel, que traicione una promesa —desafió la muchacha—. Seguramente, un comportamiento de tal naturaleza no se corresponde con sus valores y principios.

—No me culpe por ser sincero y llano en mis modos. En estos casos lo mejor es la franqueza. Quizá podría intentar un modo más romántico y emotivo, pero estaría fingiendo, y un alma sensible como la suya lo notaría de inmediato. —Se mantuvo caviloso, con la vista fija en el mantel, hasta que pareció cobrar nuevos bríos—. Como hace tan poco que nos conocemos, esto puede parecer precipitado, incluso inapropiado si se considera que usted ya está comprometida, pero, en vistas de sus circunstancias, se podría contemplar mi propuesta como muy favorable. Mi posición no es en absoluto despreciable, y mis conexiones y relaciones con la más alta sociedad porteña me colocan en una situación que, usted deberá admitir, la beneficiará indiscutiblemente si une su destino al mío.

Laura le habría arrojado el vino a la cara. Aquella perorata impertinente y tosca encerraba una inequívoca interpretación: «No finjas respetabilidad y decoro, bien sé yo lo que te espera en Buenos Aires luego de tu fuga con Riglos». No obstante, Laura meditó la naturaleza de su reacción. Había oído hablar del genio endemoniado del hombre que tenía enfrente, de sus malos modos y vicios; no convenía enfadarle, menos aún herirle el orgullo; pero si optaba por un comportamiento indefinido, daría lugar a esperanzas vanas, y el militar seguiría rondándola como un lobo hambriento.

—Coronel Racedo —expresó finalmente, con dignidad—, me honra su propuesta, aunque admito que me toma por sorpresa. Usted ciertamente es un hombre respetable, educado, un caballero en el amplio sentido de la palabra, por lo que, confío, no le será difícil entender el motivo de mi negativa. Mi situación es peculiar, soy consciente de ello, y este viaje inopinado a Río Cuarto quizá promueva inconvenientes en mi relación con el señor Lahitte que no puedo predecir. Sin embargo, mantendré la promesa hecha hasta tanto, en una conversación abierta y franca con él, las cosas queden plenamente aclaradas. En función de ello, tomaré mis decisiones. Por el momento, lo único que puedo hacer es respetar la palabra empeñada y aceptar su amistad.

Laura se puso de pie, hastiada, aburrida, deseosa de hallarse a cientos de leguas de ese hombre burdo que venía a sumarle un problema a su colección. Racedo de inmediato dejó la silla y la acompañó unos metros en silencio, con el mohín y el paso cansino de un soldado baqueteado.

Al echar traba a la puerta de la habitación, Laura se sintió a salvo. Le repugnaba el coronel Racedo, no se trataba sólo de una cuestión física sino del temperamento del militar, que, con su soberbia y despotismo naturales, encarnaba el tipo de hombre con quien ni siquiera habría bailado un vals. «Que esto no me perturbe», se instó.

Llamaron a la puerta y entró doña Sabrina con toallas limpias y una pastilla de jabón, y Laura se extrañó de que no fuera Loretana.

—Esa anda con mal de amores —respondió la mujer—. Se ha pasado el día lloriqueando por un hombre que no vale la pena. Yo le digo: «Ése no te quiere, ¿por qué tanta lágrima por alguien que no se preocupa por ti?», pero no me escucha y sigue empeñada. Es terca como una mula, mi sobrina. ¡Muy voluntariosa y terca! Cuando algo se le mete en la cabeza, no hay poder divino que se lo quite.

Doña Sabrina dejó la habitación, y Laura terminó de desvestirse y asearse. El cansancio que había desaparecido durante la cena con Racedo volvió a apoderarse de su cuerpo y de su mente. Hacía calor. Abrió la ventana de par en par e inspiró una profunda bocanada de aire. El camisón de batista se le pegaba a la piel y gotas de sudor le recorrían el vientre. Humedeció una toalla de lino en el agua de la jofaina y se la pasó por los brazos, el cuello y entre los pechos, y se recostó en la cama, buscando sosiego, quería dormirse, olvidar por unas horas las preocupaciones y, aunque con el cuerpo resentido por tan larga y trafagosa jornada, una inquietud inexplicable le espantaba el sueño, y sus ojos permanecían tan abiertos como a las diez de la mañana.

No pensaría en el cacique Nahueltruz Guor, él había regresado junto a su pueblo, no volvería a verlo. «No volveré a verlo», repitió. Sólo había departido con ese hombre contadas veces, ¿por qué la impresionaba hasta el punto de no poder quitárselo de la cabeza? Después de todo, se trataba de un indio, un ser inferior en educación y origen, ¿qué clase de atracción ejercía sobre ella? Leería, leer siempre la ayudaba a olvidar.

Habían pasado casi cuatro años de la muerte de mi padre y comenzaba a resignarme a pasar el resto de mis días en el convento de Santa Catalina de Siena. La perspectiva resultaba lúgubre y sin sentido. Una vida desperdiciada, la mía. El optimismo de María Pancha, sin embargo, me contagiaba a veces, y aquella pesadilla de la que parecía que nunca iba a despertar, para ella se trataba de un momento pasajero, que no traería demasiadas consecuencias. «No nos pasaremos la vida entera aquí», solía decirme cuando la desesperanza me abrumaba y las lágrimas me rodaban por las mejillas. «Algún día nos fugaremos y seremos libres como dos pájaros». Construía castillos en el aire en los que yo también ansiaba creer, después de todo, ¿quién puede vivir sin esperanza?

Una mañana, luego del desayuno, la madre superiora me mandó llamar a su despacho. Las piernas me temblaron y un sudor frío me corrió debajo de los brazos, segura de que se habría enterado de mi amistad con la esclava María Pancha o, lo que resultaba peor, de nuestras excursiones al sótano de la cocina. Lo más probable, razoné mientras caminaba hacia el despacho, era que la superiora volviese a insistir en mi vocación como religiosa, la cual ella aseveraba distinguir en mi buena disposición y devoción. «Tu generosa tía Ignacia está dispuesta a hacerse cargo de la dote para que profeses con el velo negro». Mi tía Ignacia, una mujer a quien no conocía ni de vista, se mostraba tan interesada en mí o, lo que resultaba más acertado, interesada en deshacerse de mí.

Llamé a la puerta con un golpe apenas audible, y la voz grave y clara de la superiora me indicó que pasara. No estaba sola, a su lado había otra mujer, muy elegante, aunque menuda y más bien baja. «Conque ésta es la generosa tía Ignacia», me dije. Cuando la mujer me sonrió con dulzura y avanzó en dirección a mí con los brazos extendidos, mis conjeturas se vinieron abajo. No era ésa la imagen de tía Ignacia que me había formado y, para hacer mi desconcierto aun mayor, la mujer me abrazó y apretó contra su pecho. «Soy tu tía Carolina, la hermana menor de tu padre. Yo quise mucho a mi hermano Leopoldo», aseguró, mientras se enjugaba los ojos.

La madre superiora me explicó que era intención de la señora Carolina Beaumont llevarme a vivir con ella y hacerse cargo de mí, «a menos, —prosiguió la monja en un modo engatusador que no le conocía—, que tus deseos de profesar continúen vivos en tu corazón». Dejé claro que mis deseos de profesar nunca habían existido, y que si en alguna oportunidad había meditado la posibilidad era porque no había vislumbrado otro destino más honorable para mí. «Sé que han sido negligentes contigo, querida», expresó a continuación mi tía Carolina, sin soltarme las manos.

Aquel día marcó el comienzo de una nueva vida para mí, y las perspectivas habrían sido plenamente maravillosas si la tristeza por dejar a María Pancha no las hubiese empañado. La noche antes de mi partida, nos citamos en el sótano y nos juramos amistad eterna, y yo, sin mayor asidero, le prometí que algún día regresaría por ella. A la mañana siguiente, luego del desayuno, tía Carolina y su cochero vinieron a buscarme, y yo, junto a mis dos baúles proscriptos, vi el mundo nuevamente después de cuatro largos años de encierro.

Durante el corto viaje hasta su casa, tía Carolina me explicó que su esposo y ella habían decidido radicarse en Buenos Aires y que, en caso de regresar a París, me llevarían con ellos. ¡Fantásticas e increíbles posibilidades cuando días atrás lo mejor habría sido profesar con velo negro! Luego de observarme detenidamente, aunque sin displicencia mi tía expresó que al día siguiente iríamos de compras. «Tu tío Jean-Émile y yo llevamos una vida social muy agitada, a veces demasiado agitada —aclaró—, y deberás presentarte acorde a tu nueva posición. Eres una joven hermosa, Blanca, como dicen que lo era tu madre».

Nos detuvimos frente a una casa en la calle de la Piedad, en el barrio de la Merced, a una cuadra de la basílica, y salieron a recibirnos, sin protocolo ni melindres, mi aristocrático tío Jean-Émile y Alcira, que manifestó que yo era el vivo retrato de Lara Pardo. La bienvenida fue tan cálida y sincera que ayudó a sosegarme y a no sentirme ajena. Con todo, el boato de la casa me pasmó, acostumbrada como estaba a las espartanas salas y corredores del convento; las comodidades y excentricidades de mi habitación me dejaron boquiabierta, como una niña que acaba de ver una aparición fantástica. La cama con dosel, del que colgaba una pieza de gasa en tonalidad rosa, era tan grande como tres veces la yacija del convento. Las paredes estaban forradas de un damasco en la misma tonalidad rosa de la gasa del baldaquín. Los muebles eran de manufactura exquisita, y, semanas más tarde, tío Jean-Émile me regaló un secrétaire de palisandro con cerraduras, pomos y fallebas empavonadas, que me arrancaron lágrimas de felicidad y que sumó más distinción a la recámara. Esa era mi nueva casa, ésa, mi nueva familia.

Al día siguiente de mi llegada, Carolita, como la llamaba Alcira, me llevó de compras. Recorrimos las pocas tiendas con mercaderías de ultramar y, mientras mi tío Jean-Émile encargaba levitas y chaqués en la sastrería de moda, Lacompte y Dudignac, mi tía y yo nos deleitamos en lo de Caamaña, donde me proveyeron de guantes de cabritilla, chapines de raso, un abanico de carey y otro con varillas de marfil, un parasol de encaje, un perfume francés, afeites, presillas para el cabello y un sinfín de elementos de tocador, y donde varios años atrás tío Tito se había surtido de las sustancias y hierbas más exóticas para su laboratorio de la calle de las Artes. «¡Qué lejos en el tiempo quedó aquella parte de mi vida!», pensé con melancolía, mientras mi tía Carolita seguía mostrando su largueza sin titubeos, y los paquetes iban ocupando más espacio sobre el mostrador del señor Caamaña. Por último, entre Alcira y mi tía eligieron gran variedad de géneros para confeccionarme vestidos, y partimos a recoger a tío Jean-Emile, que nos esperaba con aire impaciente en la puerta de la sastrería pues, según aclaró una vez dentro del coche, se había topado con el gobernador Rosas. «No sabía que ese tirano fuese asiduo cliente de Lacompte y Dudignac. Si lo hubiese sabido, no habría puesto un pie dentro».

Después de aquellos años de aislamiento, volví a escuchar el nombre del brigadier Juan Manuel de Rosas, un personaje siniestro para algunos, un héroe sin parangón en opinión de otros. La sociedad porteña se hallaba dividida, y diferencias que parecían irreconciliables enfrentaban a los unitarios con los federales, el partido que encabezaba Rosas. Mi tío Jean-Emile, aunque extranjero, simpatizaba con los unitarios, que se reconocían entre los miembros de las familias decentes. En aquel tiempo, vestir de acuerdo a la moda o ser cultivado y expresarse con propiedad se juzgaban vicios de los “salvajes e inmundos unitarios”, y era un valiente (o un inconsciente) el que se aventuraba a caminar por la Plaza de la Victoria emperifollado como para una fiesta en la corte francesa.

Las cuestiones políticas no me preocupaban, pertenecían a una realidad que nada tenía que ver con la mía; por primera vez en mucho tiempo me sentía segura y a salvo. Mis pensamientos y anhelos se concentraban en la tertulia que organizaría mi tía Carolita donde me presentaría a sus amigos y al resto de la familia. Alcira, que era la encargada de prepararme para la distinguida ocasión, aprovechaba el tiempo que pasábamos a solas para ponerme al tanto de las vidas y secretos de quienes concurrirían en algunas semanas a la casa de los Beaumont. «No le digas a tu tía que te cuento estas cosas, —me pedía—, a ella no le gusta que se hable de los demás».

Alcira me relató los secretos mejor custodiados de la familia Montes, y fue así como me enteré de las andanzas del abuelo Abelardo, casi un filibustero, de la abuela Pilarita y su romance con el hereje calvinista, y del ardor seráfico que mi tía Ignacia le había profesado a mi padre años atrás. «Por eso tu tío Francisco no pudo llevarte a vivir a la casa de la Santísima Trinidad después de la muerte de Leopoldito, porque esa pérfida se lo prohibió. ¡Ah, pero el daño infligido se empieza a pagar en este valle de lágrimas!», expresó la mujer. Luego, a modo de muestra, me refirió la historia de mi prima Dolores, la hija mayor de Ignacia de Mora y Aragón y de Francisco Montes.

Mi prima Dolores no es hermosa como su hermana menor, Magdalena, ni cultivada como Soledad, la del medio, y, sin embargo, no carece de encantos: posee una voz extraordinariamente afinada, canta y toca el piano con maestría, y, aunque es menor que yo, en la época en que la conocí ya lucía como una mujer de cuarenta, con el gesto endurecido, la mirada oscura y rencorosa, lleno el semblante de resentimiento. A los quince años conoció a Justiniano de Mora y Aragón, hijo de un primo hermano de su madre. El muchacho, diez años mayor que ella había dejado Madrid en busca de fortuna. El Río de la Plata se presentaba tentador, bien sabía él la vida de condesa que llevaba allí su tía Ignacia. Desembarcó en el puerto de Buenos Aires y se instaló en un cuarto de La Casa de las Temporalidades, y de inmediato entró en relaciones con su tía, que se mostraba encantada de recibir a alguien de “bon sang”, de la “ancienne noblesse”, expresiones que remarcaba en presencia de su esposo. Justiniano sonreía y asentía.

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