Indias Blancas (21 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Pronto resultó claro que las atenciones y visitas del joven madrileño tenían como único propósito ganarse la simpatía y el aprecio de Dolores Montes, sumamente complacida con que tan egregio caballero la prefiriese a ella, una joven más bien simple y apocada, cuando en Buenos Aires las había bellas y talentosas. «¡Tonta Dolores! La pretendía a ella porque pocas heredarían una fortuna tan grande», rezongaba Alcira, y añadía a continuación: «No toda la culpa fue de la pobre Doloritas, que siempre ha sido lenta de entendederas. La culpa, en realidad, fue de su madre, que manejó el cortejo y la voluntad de su hija a su antojo.»

Contrajeron matrimonio dos años después de la llegada de Justiniano de Mora y Aragón a Buenos Aires, y Francisco Montes, como presente de bodas, les regaló una casa en el barrio de Santo Domingo, que Ignacia se encargó de decorar y amueblar. Ignacia también se ocupó de convencer a su marido de que integrase en los negocios de la familia al flamante yerno, y a éste de que dejase su misérrimo trabajo en el periódico La Gaceta Mercantil, que sólo lo desprestigiaba. Aunque en un principio se mostró evasivo, Justiniano terminó por aceptar la propuesta, que era, en realidad, lo que había anhelado: echar mano a los bienes de los Montes. Francisco, que contaba con la colaboración de su hijo mayor Lautaro para la administración de los campos y demás empresas, no estaba convencido de confiar a Justiniano el cuidado de parte de la fortuna amasada por su padre, Abelardo Montes. Reconocía las virtudes de su yerno, de carácter afable, buena predisposición, animoso, pero también advertía cierta artificiosidad en sus maneras y en su forma de mirar. Dos gritos de Ignacia pusieron punto final a las dudas y recelos de Francisco y, aunque de mala gana, encomendó a Justiniano la conducción de la quinta de San Isidro y del saladero, con plenos poderes para hacer y deshacer.

Para Dolores, vivir con Justiniano, respirar el mismo aire, preparar sus comidas, remendar sus calcetines y calzoneras, esperarlo con ansias cada atardecer, era una luna de miel permanente. Con el tiempo, sin embargo, vinieron las ausencias, los malhumores, las contestaciones destempladas, los misterios, las preguntas sin respuesta, los recelos. En Buenos Aires corría el rumor que Justiniano de Mora y Aragón mantenía a una querida, a la que hospedaba en la quinta de San Isidro. También se hablaba de deudas de juego, noches de borracheras y compañías licenciosas. Dolores, recluida en la casa del barrio de Santo Domingo, se convencía de que su matrimonio iba bien, de que las hablillas eran producto de la envidia. Ignacia, igualmente, defendía a capa y espada a su sobrino; después de todo, él era un Mora y Aragón.

La pompa de jabón en la que vivía Dolores explotó la mañana en que una mujer con acento español, sencillamente ataviada y con un niño de no más de seis años tomado de su mano, se presentó en casa de los Montes como la esposa de Justiniano de Mora y Aragón. La mujer explicó que le habían indicado que allí vivía la tía de su marido, que quizá sería tan amable de decirle adonde podía encontrarlo. Ignacia sufrió un vahído y quedó postrada en la bergére, mientras Soledad y Magdalena la reanimaban con sales. Francisco, el único que mantenía la cordura, invitó a la joven al despacho.

Los documentos que certificaban la boda entre la mujer y Justiniano parecían legales y en orden, al igual que la partida de bautismo del pequeño, también de nombre Justiniano. Y sólo bastaba un vistazo para saber que aquella criatura era hijo de Mora y Aragón; los mismos ojos castaños, la misma nariz recta y delgada, la cara redonda y el cabello lleno de rulos negros, corroboraban sin lugar a dudas aquello que expresaban los documentos.

Justiniano de Mora y Aragón terminó preso en el Fuerte por bigamo. Los acreedores, a quienes Justiniano había sabido mantener a raya y satisfechos, se presentaron en bandadas en lo de Montes para solicitar la cancelación de los documentos de crédito. Sobre la quinta de San Isidro pesaba una gravosa hipoteca y el saladero prácticamente se hallaba en estado de abandono, los empleados no habían cobrado sus últimos jornales y los clientes se quejaban de que hacía tiempo que no recibían las entregas acordadas; por último, habían optado por un nuevo proveedor de cueros. Francisco escuchaba perplejo el recuento de las andanzas y desaciertos de su yerno, y no concebía que tanto desquicio hubiese ocurrido bajo sus narices. También salió a la luz el carácter vicioso de Justiniano, e interminables relatos de noches de juerga, mujeres y alcohol eran la comidilla de los salones más distinguidos y de las mesas de los bares más frecuentados. Finalmente, las aventuras de Justiniano de Mora y Aragón le confirieron a las finanzas familiares un golpe en la médula y, aunque se honraron las obligaciones, el esplendor de la fortuna de los Montes empezó a conocer su ocaso.

Dolores metió algunas pertenencias en un bolso pequeño, se embozó por completo y, caminando, llegó al Convento de las Hermanas Clarisas, donde pidió asilo. Sólo la madre superiora y el padre Ifigenio, confesor de las Montes, sabían que Dolores estaba encinta de pocas semanas, y convencieron a la muchacha de que el niño, fruto del pecado y de la infamia, debía ser entregado al Monte Pío apenas nacido. Dolores no abandonaba la celda en ningún momento, y sólo recibía la visita de la superiora y del padre Ifigenio, que la confesaba y le daba la comunión; también la alentaba a la flagelación de la carne como medio para expiar las faltas del alma, porque gran parte de la culpa del amancebamiento en el que había estado viviendo era de ella, que se había casado infatuada, con la cabeza llena de ideas románticas y sacrilegas, haciendo caso omiso a las razones que verdaderamente cuentan, como el honor, el sentido del deber, de la responsabilidad y la religiosidad del matrimonio. «Te advertí antes de que te unieras a ese sátrapa, —remachaba el cura—, que tenía aspecto de libertino». Dolores asentía y derramaba lágrimas en silencio. El sacerdote abandonaba la celda, y ella se ajustaba el cilicio en torno a la cintura y se laceraba la espalda con la disciplina. El ayuno era estricto, sólo agua los primeros días, tiempo después, un poco de pan. El cuerpo de Dolores, plagado de verdugones y heridas, exhausto después de semanas de tan degradante tortura, colapsó, y perdió a su hijo.

Dolores casi muere en el Convento de las Clarisas. Su padre, Francisco Montes, al enterarse de que su hija agonizaba en el camastro de una celda, se dirigió al convento e increpó a la madre superiora: «Si no me entrega a Dolores, me olvidaré de que éste es un lugar sacro y, derribando puertas, llegaré hasta ella». La superiora la hizo traer. La ayudaban dos novicias porque no se sostenía en pie. Su padre la tomó en brazos, le besó la frente y le susurró: «Basta de este horror, basta de este sin sentido. Tú no tienes culpa de nada», y se marchó en silencio, con su Doloritas a cuestas, que apenas entreabría los ojos y respiraba con dificultad. Según Alcira, ésa fue la única vez que Francisco Montes se puso los pantalones y, desafiando a su mujer, tomó el toro por las astas y salvó la vida de su hija mayor. «Nada bueno puede depararles el destino a esas tres pobres desdichadas hijas de Francisco, que cuando su madre les eligió los nombres ya las condenó sin piedad: Dolores, Soledad y Magdalena. Penas, melancolía y lágrimas, sólo eso conseguirán en este mundo impío», repetía Alcira.

El tiempo se había encargado de corroborar la certeza de aquellas palabras: las vidas de sus tías y de su madre eran penas, melancolía y lágrimas. Laura no concebía a su severa tía Dolores enamorada, casada, menos aún encinta; no obstante, Dolores Montes había demostrado que, después de todo, era un ser de carne y hueso, que se había entregado a un hombre, que había hecho el amor con él, que había gozado entre sus brazos, sido feliz a su lado. Aquella imagen se daba de bruces con la de tía Dolores, la del carácter agriado, la del alma endurecida, la prejuiciosa y desconfiada. El sufrimiento había sido en vano, la huella impresa provocaba resentimiento y amargura, nada de empatia y dulzura.

Al caer en la cuenta de que las mujeres que durante años la habían regañado, juzgado y condenado sin misericordia no se hallaban libres de faltas, ni la magnánima doña Ignacia de Mora y Aragón ni la inflexible Dolores Montes, Laura experimentó rencor. Se sintió engañada también, estafada incluso. ¿Qué más le contaría Blanca Montes? ¿A qué otras verdades la enfrentaría? Debería apagar la vela y dormir. Tenía que relevar a María Pancha temprano por la mañana. Sin embargo, abrió el cuaderno, buscó la última línea y leyó.

Tía Carolita dispuso que la mejor modista de Buenos Aires se hiciera cargo de mi vestido para la tertulia; parecía muy interesada en que yo descollara esa noche. Me gustaba tía Carolita, y de tanto observarla terminó por convertirse en mi paradigma. Menuda, aunque bien formada, con un rostro de lineamientos suaves y redondeados, representaba cuanto yo aspiraba. Me volví su sombra e intenté imitarla en los mínimos detalles. Me gustaba la forma en que se llevaba el tenedor a la boca, la manera en que sonreía, la posición que adoptaba en el sofá de la sala, cómo movía las manos y cómo tragaba el jugo sin hacer ruido. En vano quise estornudar como ella, lo hacía con un gracejo incomparable. Nunca la escuché levantar el tono de voz. Sus prendas desprendían un aroma a violetas que la perseguía como una estela por las habitaciones de la casa; me inclinaba sobre su bordado sólo para olerla. En el rezo del Santo Rosario, nadie enunciaba las letanías como ella. El fru-fru de mis faldas nunca llegó a ser como el de las de ella, pues se movía con un garbo que no conseguí emular. Los cierres de su abanico se volvieron mi obsesión, y perdí tardes enteras frente al espejo tratando de alcanzar su estilo. La imitaba en su frugalidad, pero siempre me quedaba con hambre. Con todo, eran su bondad innata y su predisposición a querer a todo el mundo lo que frustraba mis intentos por parecerme a ella. Sin embargo, sus modos suaves no carecían de firmeza en absoluto y, entre parientes y amigos, su palabra contaba como la de un magistrado. La nobleza, honestidad y decoro de tía Carolita la precedían en cualquier círculo o institución porteña y, aunque muchos la adulaban por su posición económica y social (después de todo, era la esposa de un conde francés), ella se dirigía al ministro o al hacendado con la misma afabilidad y respeto con que trataba a Cirilo, su cochero. Aunque coqueta y siempre a la moda, se trataba de una mujer refinada que gustaba de la lectura y de departir con hombres cultos, sobre todo, con su marido, a quien consideraba el más acabado de los de su sexo. A diferencia de otras mesas, en casa de tía Carolita se podía conversar mientras se comía, y fue allí donde escuché, de labios de ella y de tío Jean-Émile, razonamientos e ideas que ampliaron los horizontes de mi estrecho mundo. Un mediodía en que tío Jean-Émile, más bien antagónico a las doctrinas de la Iglesia, se quejaba de la Inquisición, tía Carolita expresó: «Necesitamos una religión que no nos obligue a ser buenos bajo la violenta amenaza de castigos infernales».

Aunque mis ojos se abrían a un nuevo y magnífico mundo, mis viejas pasiones permanecían latentes en mi corazón, y pedí autorización a tía Carolita para cultivar en una porción del jardín mis plantas medicinales. Alcira me ayudaba, y fue la primera en beneficiarse con mis dotes de sobrina de boticario e hija de médico, al levantarse una mañana con el semblante descompuesto y expresar que tenía “malditas almorranas”. Se mostró incrédula cuando le aconsejé baños de asiento tibios con una infusión de malva tres veces por día y un ungüento que yo misma le prepararía a base de cebo de cerdo y clavo de olor. A la mañana siguiente manifestó, con asombro y cierta reticencia, que lo peor parecía haber pasado; al cuarto día, no se acordaba de las “malditas almorranas”. Tiempo después, mientras removía la tierra del diente de león, tío Jean-Émile se aproximó con una actitud cauta y reservada y, tras algunos circunloquios, me preguntó si conocía “algo” para la ciática. Escondí una sonrisa y le indiqué que se recostara, que enseguida le prepararía una cataplasma de coles bien caliente que jamás le había fallado a tío Tito. Los dolores menstruales de tía Carolita la postraban tres días de cada mes y, a pesar de su buen talante para sobrellevarlos, sabíamos que padecía. En el mamotreto de tío Tito no encontré nada que refiriera a ese pesar, pero recordé que mi padre solía recetar grandes cantidades de infusión de raíz de angélica, que sabía como agua de estanque, según tía Carolita, y que ella bebía cada mes gustosa de haberse desembarazado de aquellos retortijones.

La noche de la tertulia conocí a la familia de tío Francisco. Doña Ignacia me resultó una mujer hermosa; su belleza, sin embargo, compensaba la displicencia y arrogancia del gesto, y, luego de un rato, sus ojos ya no me parecían tan almendrados ni su piel tan untuosa. Dolores, completamente de negro, me concedió una inclinación de cabeza antes de marchar prestamente hacia el piano, donde acomodó las partituras y pasó gran parte de la noche deleitándonos con sus interpretaciones. Se negó a cantar. Soledad, que no había heredado uno solo de los rasgos de doña Ignacia, se dignó a estrechar mi mano para luego agregar que “sus amigas” la aguardaban en el otro salón. Por último, tía Carolita me presentó a Magdalena, la más joven de los hijos de tío Francisco. Su belleza era, sin lugar a dudas, fuera de lo común y llamaba la atención de cuantos posaban los ojos sobre ella. Aunque parecida a su madre, sus rasgos lucían más delicados; un corte refinado de la cara, desprovisto de la soberbia de doña Ignacia, le confería el aspecto de un hada de cuentos, etérea, grácil, resplandeciente, la piel blanca, de una blancura lechosa y saludable, que me dio ganas de acariciar. Nunca había visto tantos bucles dorados bañar la espalda de una mujer, caían como racimos de uvas y rebotaban cuando movía la cabeza. Me recordó a la abuela Pilar.

Magdalena se sentó junto a mí y, luego de pasarme un vaso con agrio y de servirse uno para ella, me dijo: «Yo me acuerdo bien de ti: tú ganaste el concurso de baile hace muchos años, un 25 de mayo. Mis hermanas también participaban, pero, antes de que comenzara la música, las muy bobaliconas se asustaron y corrieron donde mamá». Conversamos acerca de ese día, ella recordaba detalles que yo había olvidado, incluso aspectos de mi atuendo y de las danzas. Magdalena era desinhibida, generosa, no escatimaba elogios, llena de vigor y anhelo. La encontraba tan encantadora e interesante, como petulantes y desabridas a sus hermanas. Más en confianza, Magdalena se animó a preguntar: «¿Es cierto que eres médica?». No me causó risa lo equivocado de la pregunta, ni cómo se habían tergiversado los hechos hasta convertirme en médica, sino la forma en que Magdalena me lo inquirió, expectante, ansiosa. Le hubiese dicho que sí y creo que habría sufrido un síncope de la emoción. Le explique que no, que no era médica, que eso era imposible, las mujeres tenían prohibido ingresar en la universidad. «¡Qué injusticia!», expresó, y un instante después el semblante furioso se le endulzó ante la aparición de un caballero en la sala.

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