Indias Blancas (27 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

—Está bien, anda nomás, Blasco —indicó Laura, y le echó un vistazo significativo.

El muchacho se alejó con la cabeza gacha y el paso cansino.

—¡Indio tenía que ser! —despotricó Racedo.

Se hizo un silencio. Laura caminaba como si a su lado no hubiese nadie; Racedo le seguía el tranco y, unos metros detrás, el teniente Carpio. Después de haber pasado la noche entre los brazos de un hombre como Guor, le resultaba intolerable la presencia de Racedo, insultantes sus avances y delirios; incontrolable la repulsión.

—¿Cómo sigue el padre Agustín? —simuló interesarse Racedo, a quien la hostilidad de Laura comenzaba a fastidiarlo.

—Mejor, gracias.

—¿Ha tenido noticias del doctor Riglos?

—Sí. Dios mediante, en una semana estará de regreso.

—Junto a su padre, supongo.

—Sí, junto a mi padre.

Racedo carraspeó y se arrimó, y Laura sintió un asco que no se molestó en ocultar: se apartó deliberadamente y puso el canasto que llevaba del lado del coronel.

—¿Pensó en mi propuesta?

—Anteanoche creo haber sido clara, coronel.

—Sin embargo —insistió el militar—, si meditara mi proposición, se daría cuenta de que es lo mejor para usted.

—¿Por qué? —quiso saber Laura, y se detuvo tan intempestivamente que hasta el teniente Carpio se sobresaltó.

—Bueno —vaciló Racedo—, usted misma me ha dicho que su viaje a Río Cuarto, en fin, no ha sido bien interpretado por su prometido... ni por sus parientes ni amigos. Supongo que el señor Lahitte no querrá mantener el compromiso y, en fin, yo pensé que...

—Sí, sí —se impacientó Laura—, sé muy bien lo que pensó, coronel Racedo, y ya le dije que le agradezco sus buenas intenciones, pero insisto: antes de tomar cualquier decisión definitiva, tengo que aclarar las cosas en Buenos Aires, con el señor Lahitte, por supuesto.

Laura emprendió nuevamente la marcha y Racedo se apresuró a seguirla. El resto del trayecto se hizo prácticamente en silencio, el militar farfullaba preguntas inocuas y Laura las contestaba con monosílabos.

En la casa del doctor Javier la aguardaban buenas noticias: Agustín había pasado gran parte de la noche sin fiebre; a eso de las tres de la mañana la calentura había comenzado a remitir, Agustín se había serenado y dormido plácidamente hasta las siete, cuando un ahogo lo despertó; con todo, el esputo había salido limpio, sin una gota de sangre. Laura lo encontró desayunando leche con miel y un trozo de pan con manteca y dulce de ciruelas que María Pancha le daba en trocitos. María Pancha también lucía bien esa mañana, las líneas del rostro se le habían suavizado y los ojos negros le brillaban de alegría. No obstante, el esfuerzo sobrehumano de esos días le había impreso una huella indeleble y parecía haber envejecido diez años. Hasta Agustín le insistió con que se marchara al hotel a descansar, y Laura tomó el tazón de leche y el trozo de pan y siguió alimentando a su hermano.

CAPÍTULO XII.

Ojos grandes

Partimos en la madrugada del primer lunes de febrero en la volanta. Dos carretas con nuestro equipaje, algunos sirvientes y María Pancha habían dejado Buenos Aires horas antes. El general no había accedido a que María Pancha viajara con nosotros en el coche, como tampoco al deseo de que oyéramos la misa del buen viaje antes de partir. «¡Esas son puras supersticiones de gentes ignorantes, Blanca!», expresó con impaciencia el general, y cerró la discusión sin posibilidad a reclamos.

En el trayecto hacia la estancia del gobernador Rosas, Escalante me sorprendió con la noticia de que mi tío Lorenzo Pardo le había contestado la carta. «Y ten por seguro, —me leyó el general—, que estaré en Córdoba dentro de algunas semanas para conocer a mi sobrina y para estrecharte en un abrazo». Aunque no quería mostrarle “sensiblería barata” (término con el que Escalante solía describir las emociones manifiestas) no logré controlarme, y lágrimas de felicidad me recorrieron las mejillas. También lloraba de tristeza porque me había puesto a pensar en mi madre.

«Tu tío es un hombre muy rico ahora, Blanca», me contó Escalante, mientras me tomaba entre sus brazos y me besaba la coronilla, dulce y comprensivamente, tanto que me desconcertó. «Es un comerciante próspero de Lima». En el viaje hasta “El Pino”, Escalante hizo despliegue de un carácter suave y benevolente que no había mostrado en los primeros meses de matrimonio. Me leyó a Francesco Petrarca, su poeta favorito, y saltaba del Canzoniere a los Trionfi con una avidez de niño frente a un dulce que me hizo apreciarlo con otros ojos. «Petrarca escribió estos poemas en honor de Laura de Noves, su amada y musa. Laura era el paradigma de la belleza en la época del Renacimiento: ojos negros, piel blanca, cabello rubio». Se quedó meditativo. «Tendremos una hija, —habló un momento después—, y se llamará Laura. Me darás una hija, Blanca, una niña con tu belleza y delicadeza; ella y tú serán mis tesoros más preciados.»

En la estancia “El Pino” nos recibió el capataz, don Isasmendiz, que tenía orden del gobernador Rosas de atender a su “amigo” (ése era el apelativo para Escalante en la esquela) a cuerpo de rey. El general Escalante se encontraba más allá de la lucha entre unitarios y federales. Él, que había combatido a los godos y que compartía la gloria por la liberación de América del Sur, aseguraba que no se rebajaría a tomar parte en una escaramuza de incivilizados. A Rosas, sin embargo, corazón y alma de esa “escaramuza de incivilizados”, el general le tenía aprecio, quizá porque Rosas lo veneraba por ser amigo íntimo del general San Martín.

La mujer del capataz Isasmendiz, Rosa del Carmen, me informó que las carretas habían llegado esa mañana y que María Pancha había acomodado lo necesario en mi habitación. «Tendrá que perdonar la señora, —dijo, sin mirarme a la cara—, pero aquí hay solamente una pieza con cama matrimonial: la del patroncito, y a ésa no la usa naides sino él. Usté y el general Escalante tendrán que dormir en piezas separadas», indicó, mientras caminábamos hacia los interiores de la casa.

Fueron tres días magníficos en el campo de Rosas. María Pancha y yo, con Rosa del Carmen como cicerone, nos aventuramos por los alrededores y, aunque sabía que a Escalante no le habría gustado, permití que Rosa del Carmen nos mostrase el lugar donde los peones marcaban el ganado, esquilaban ovejas y domaban caballos. La actividad era frenética y se notaba que aquél era un establecimiento próspero. Escalante pasaba la mayor parte del día montado a caballo junto a Isasmendiz; resultaba obvio que la visita se debía exclusivamente a un acuerdo de compra o venta de ganado, pero como el general no me hacía partícipe de sus planes, yo no me atrevía a preguntar. Pocas cosas lo fastidiaban tanto como que se averiguase acerca de sus asuntos.

La segunda noche en el campo de Rosas, un incidente me dejó desasosegada y sólo pude volver a conciliar el sueño cuando el sol despuntó. A la madrugada, me despertaron los golpes del reloj de la sala; abrí los ojos sin sobresalto, pero enseguida me atemoricé al percibir que había alguien en la recámara. «¿Es usted, José Vicente?», pregunté, y me incorporé en la cama. La escena resultaba escalofriante, porque la persona que merodeaba se movía tan sigilosamente que no la escuchaba sino que la percibía a través del juego de luces y sombras cuando se deslizaba a la luz de la luna; en realidad, parecía que flotaba. A la mañana siguiente, al comentar el episodio con Rosa del Carmen, me dijo con imperturbable seriedad que sin lugar a dudas se había tratado de alguna alma en pena, que existían muchas en esa casona vieja llena de recuerdos.

Finiquitados los asuntos que interesaban a Escalante, debíamos proseguir la marcha hacia Córdoba. La visita a la estancia “El Pino” había sido un éxito para mi esposo, pues continuaba de buen talante. Al despedirnos, don Isasmendiz y Rosa del Carmen nos regalaron una canasta colmada de conservas, dulce de leche, quesos y una pata de chancho que el propio Isasmendiz sabía curar con humo y especias. «Para que no les falte con qué engañar el estómago», expresó el buen hombre, mientras le entregaba la canasta a mi esposo. «La próxima posta, Cabeza de Tigre, está a varias leguas, y van a llegar muy tarde esta noche», informó.

Partimos. El último tramo del periplo (que Escalante aseguraba completar en cuatro jornadas) se presentaba eterno y fastidioso. El calor era lo peor. Yo trataba de cerrar los ojos y dormir, de olvidarme de que me hallaba en un compartimiento pequeño e incómodo, que me alejaba de mi ciudad y de mis afectos para empezar una nueva vida en otro lugar, con gente extraña y al lado de un esposo al que, más que amar, temía.

De tanto intentarlo, debo de haberme quedado dormida. Me despertó la orden del mayoral que detenía los caballos. Escalante se apresuró a descorrer el visillo y preguntó de mal modo qué diantres ocurría. Aparecieron los rostros del mayoral y del postillón. «El campo está en movimiento, patrón», dijo el primero, y el segundo agregó: «Hemos avistao una tropilla de gamos y una bandada de avestruces juyendo en dirección al sur; los pájaros también andan exaltaos, general.» Escalante, que había estado leyendo, se quitó los lentes con un ademán de fastidio y cerró el libro con furia. Paseó la mirada encendida por los semblantes de sus sirvientes, que aguardaban indicaciones. «Enganchen la remuda al coche y aten los caballos cansados a la sopanda; en caso de ser necesario, cortan la reata para que no sea un lastre. Alisten sus trabucos», añadió, y cerró la ventanilla sin aguardar a que sus hombres se retiraran. Cumplido el mandato, reemprendimos la marcha.

El buen humor de mi esposo se había esfumado. Yo permanecía, aunque quieta y silente, embargada de angustia, porque no era difícil barruntar que algo grave estaba ocurriendo. Luego de controlar que las pistolas estuvieran cargadas y prontas, Escalante se mantuvo alerta al paisaje. Tenía el gesto grave, y por primera vez lo noté inseguro y temeroso. Nuestras miradas se cruzaron, y Escalante se apiadó de mí. «No estés tan intranquila, Blanca; quizá se trate de un grupo de hombres arreando caballos o de una cuadrilla de soldados», y me apretó la mano más bien torpemente. La suya estaba fría y sudada.«¿Y qué si no es un grupo de hombres arreando o una cuadrilla de soldados?», quise preguntar, pero no me animé.

Escalante divisó una columna de polvo que se levantaba desde el nordeste y, a los gritos, le ordenó al postillón que se subiera al toldo y distinguiera de qué se trataba. «¡Indios!», informó el hombre para agregar un momento después: «¡Son pocos, general, y vienen arreando caballos!». Escalante sacó medio cuerpo por la ventanilla para dar órdenes a sus hombres. Yo me acurruqué en el rincón opuesto y saqué mi rosario, que comencé a desgranar como autómata sin prestar atención al diálogo frenético que se había entablado entre el general y sus sirvientes. Los indios se aproximaban a una velocidad impensable. Nunca olvidaré los alaridos que lanzaban, que, en el desquicio, se mezclaban con el traqueteo del coche, los comentarios vociferados del mayoral y del postillón, las indicaciones de Escalante y mis Padrenuestros y Avemarias rezados en voz cada vez más alta.

Escalante me tomó por el hombro y, sin decir palabra, me arrojó al piso de la volanta, a sus pies. Inmediatamente comenzaron los disparos, los de los trabucos y los de los revólveres. Yo había dejado de rezar y lloraba histéricamente. Lo que más me desasosegaba era el gesto de mi esposo, que, siempre seguro y altanero, ahora lucía medroso e impotente.

Los indios nos rodearon, y el mayoral detuvo la volanta tan abruptamente que Escalante terminó sobre mí. Enseguida se irguió para cargar las armas y reabrir el fuego. Yo cerraba los ojos y me apretaba los oídos; no quería ver, no quería escuchar, sólo quería despertar de esa pesadilla. En un momento debió resultarle evidente al general que estábamos perdidos, porque detuvo los disparos, me contempló desde arriba y me apuntó con el arma, dispuesto a matarme antes que saberme cautiva de los indios. Yo lo miré sin entender. Escalante descerrajó un tiro y un golpe seco me dejó a oscuras.

Me despertaron las náuseas. Me incorporé y vomité bilis, un sabor amargo que me quemó la garganta. Alguien me extendió un trapo húmedo y un jarro con agua. Me limpié y enjuagué la boca, y levanté la vista para observar en torno. Me hallaba en una carreta protegida con hule, que reconocí como la de Escalante; allí estaban mis baúles y los del general. «¿María Pancha?», llamé con voz cavernosa, y el esfuerzo me arrancó lágrimas. Me tendí nuevamente; me había mareado y las bascas amenazaban con regresar.

Un hombre me colocó un trapo frío sobre la frente y sonrió al presentarse: «Mi nombre es Miguelito, señora, pa'lo que guste mandar». Mi desconcierto debe de haber resultado palmario, pues el hombre agregó que no me preocupara, que él me cuidaría. «¡Por fin despierta!», exclamó a continuación. «Estuvo inconsciente cuatro días». Me llevé la mano a la frente y palpé una costra. Me dolía la cabeza, me latían las sienes y me di cuenta de que tenía fiebre. «La bala le rozó la frente, señora, —acotó Miguelito—. Si no fuera por Mariano, usted estaría muerta. El general Escalante casi la mata». Los comentarios de aquel hombre y mis recuerdos me aturullaban. «¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? ¿Dónde está María Pancha?», sollocé, y el hombre me pidió que no me agitara. «Estamos a unos días de Leuvucó, en la selva del Mamuel-Mapú», informó solícitamente, como si aquella perorata fuera esclarecedora. Me ayudó a incorporarme y me dio de beber agua con azúcar. «Mariano regresará dentro de poco. Él fue primero a Leuvucó para saludar a su familia; luego vendrá por nosotros».

Las últimas instancias del ataque a la volanta aparecieron frente a mí: recordé los alaridos de los indios, el gesto de Escalante, el sonido de las balas, el relincho de los caballos, los gritos del mayoral y del postillón, y reviví la espantosa sensación que me había aterido de miedo. Deseé estar muerta.

Al día siguiente me sentí mejor; la fiebre había remitido y la garganta no me lastimaba al hablar. Con todo, me encontraba débil y mareada. Miguelito, mi guardián y enfermero, se mantuvo junto a mí en la actitud de un servil lacayo. Me alimentó, me dio de beber, me acomodó sobre el jergón y se mostró solícito en responder a mis preguntas. Por él supe que, antes de atacar la volanta, habían secuestrado las dos carretas y cautivado a los sirvientes, pero que no habían hallado a mi esclava negra. Supuse, entonces, que María Pancha había conseguido escapar y esconderse antes de que los indios se abalanzaran sobre ellos. Me desconsoló la idea de que María Pancha no sobreviviese a aquel desierto verde, sin agua ni alimentos, sin un caballo ni un baquiano que la guiase fuera del laberinto. Miguelito agregó compungido que el postillón y el mayoral habían muerto, y que el tal Mariano se había enfrentado al general Escalante. «¿Cómo es que conoces el nombre de mi esposo?», quise saber, y Miguelito me confió que él y el grupo de indios que nos habían asaltado eran peones de la estancia “El Pino”. «Mariano la vio a usted la mañana en que Rosa del Carmen la llevó dónde esquilábamos ovejas. “Esa huinca va a ser mía”, nos dijo Marianito, refiriéndose a usted, señora, y todos pensamos que bromeaba.»

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