Indias Blancas (33 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Mariana tomó a su hijo por el brazo y lo obligó a entrar. Le habló en araucano animadamente, y de su discurso yo sólo distinguía la palabra Uchaimañé, el nombre que me había dado Loncomilla días atrás. Mariano paseaba su mirada sobre su madre, su sobrino, que se seguía amamantando, y sobre mí, que acomodaba los frascos en la canasta con manos torpes. La presencia de Mariano Rosas me llenaba de vergüenza. «Todas saben que este hombre me posee cuando se le da la gana», pensé. Saludé a la cacica vieja y le agradecí la invitación antes de abandonar el toldo con Gutiérrez y Lucero por detrás. No quería que Lucero mencionara la inopinada llegada de Mariano Rosas por lo que, con voz nerviosa y a la ligera, le comenté que temía que se acabase la pomada de tío Tito antes de curar por completo a Catrileo, el hijo de Pulquinay. Lucero interpretó mi inquietud y me acompañó en silencio.

Mainela salió a recibirme con claras pretensiones de que le comentase los detalles de mi visita al toldo de la cacica vieja, «porque tiene que saber la señora Blanca que la cacica no invita a cualquiera, y todos queremos saber». «Al igual que los cristianos, —pensé—, los indios son unos correveidiles», y, sin satisfacer la curiosidad de mi sirvienta, pasé al compartimiento contiguo donde me senté en el borde del catre a pensar.

Escuché a Mariano Rosas que hablaba con Lucero en la otra pieza; se notaba que eran amigos, hasta reían, y volvió a desconcertarme lo gentil y agradable que podía ser ese hombre con quien se lo proponía. Lucero se despidió, y Rosas le indicó a Mainela, de buen modo y en castellano, que se retirara. «Vamos, Gutiérrez», ordenó la mujer, y el perro, gimoteando, la acompañó afuera. No quería que Rosas me encontrara sentada en el borde del catre con la mirada atribulada; me arrodillé frente a los baúles y simulé afanarme en sus contenidos.

«Buenas tardes», dijo y, aunque había aguardado con valor a que se presentara y me hablase, al escuchar su voz, un escalofrío me surcó la espalda. «¿Qué quiere?», susurré apenas, sin darme vuelta, y seguí hurgando entre mis cosas. «Quería agradecerte...», empezó el indio, pero yo levanté la mano y lo hice callar. Podía soportar cualquier cosa, excepto su gratitud.

Me puse de pie y lo enfrenté. Mariano Rosas se quitó el sombrero de fieltro y el pañuelo que le envolvía la cabeza a modo de vincha. Nos miramos fijamente, y me sentí perturbada por el atractivo de su rostro moreno, donde destacaban los ojos azules de pestañas pobladas que le brillaban de deseo; me fijé también en sus labios delgados que nunca entreabría en una sonrisa cuando estaba frente a mí, y en el pelo renegrido, que llevaba atado, y en los brazos fibrosos, esos mismos brazos que me hacían su prisionera. «Mariano Rosas y yo somos enemigos mortales», recordé cuando se me comenzaron a mezclar las ideas y los sentimientos.

Marché rumbo a la habitación principal para alejarme del catre y de ese hombre anhelante. Marché con la cabeza erguida y con el paso firme, pero, antes de apartar el cuero que separaba los compartimientos, Mariano Rosas me aferró por detrás y me besó en la nuca. Sus labios húmedos y su respiración caliente sobre la piel me provocaron un cosquilleo en el estómago y, cuando sus manos me acariciaron los pechos, un calor me recorrió las piernas y se concentró en mis partes más íntimas. Aquella alteración, tan nueva para mí, me dejó turbada y vulnerable. Fueron pocos segundos; enseguida dominé las sensaciones y los desbarajustes de mi cuerpo y, librándome de ese abrazo enardecido, me di vuelta y lo abofeteé.

Como Mariano había percibido mi primera respuesta, la bofetada lo tomó tan de sorpresa como un disparo en misa. Me miró con reproche, con dolor, con desconcierto, y yo, que habría preferido que lo hiciera con odio, le grité que lo aborrecía, que le tenía asco, que no volviera a ponerme una mano encima; exageré con tal que su mirada cambiase de la conmiseración al rencor. Esa mirada me asustaba, me dejaba sin armas, me enternecía.

Mariano abandonó la tienda. A pocos metros de la enramada, Ñancumilla le salió al paso. Hablaron; Mariano con gesto serio, ella con una sonrisa hipócrita que me produjo rabia. Finalmente, lo tomo de la mano y lo guió al interior de su tienda. Mariano se dejó llevar sin ofrecer resistencia.

Los días siguientes transcurrieron apaciblemente. Rosas no volvió a molestarme; pasaba la mayor parte del tiempo ocupado en las tareas del campamento. Yo solía observarlo desde la enramada mientras pialaba una vaca o domaba un bagual; indiscutiblemente, se destacaba de sus pares, y resultaban obvios la admiración y el respeto que su destreza despertaba entre los indios. Según Miguelito, nadie se le compara en el manejo del lazo para atrapar baguales, que es de las tareas más difíciles y riesgosas, pues requiere el completo dominio del caballo que se monta, mucha agilidad y sobre todo fuerza física. De noche, ya era costumbre verlo escurrirse en el toldo de Ñancumilla agotado tras una jornada intensa.

Me preguntaba a diario qué destino me aguardaba, en qué me había convertido. En la cautiva de un indio, en su manceba, en una mujer blanca entre ranqueles. La verdad es que, pese a mi estado de ánimo, me acostumbraba poco a poco a esa realidad; ya no me repugnaba la imagen de las chinas matanceras despostando un potro o una vaca, y las caras de aquellas gentes se me volvían familiares, incluso algunos me saludaban con deferencia. Comenzaba a habituarme a la carne de caballo y a desayunar guiso. Conocía el camino a la laguna y muchas veces me aventuraba sola. No me sobresaltaban los alaridos de los lanceros cuando regresaban de maloquear ni, cuando de noche, completamente ebrios, se peleaban o loncoteaban, que es un juego bien torpe en el cual dos indios se tiran del pelo (lo usan para dirimir altercados menores). El paisaje con sus dunas y bosques de caldenes, chañares y algarrobos me resultaba tan conocido como el del barrio de la Merced. Mi amistad con Lucero y Miguelito se afianzaba; ellos eran mis custodios e intermediarios.

Las llagas de Catrileo, el hijo de Pulquinay, terminaron por sanar gracias a la pomada de tío Tito y a los demás cuidados. Le quedaron marcas rosadas que con el tiempo desaparecerían. Pulquinay le hizo tallar una ajorca de plata a un joven indio de nombre Ramón Cabral, apodado “el platero” por su afición a la orfebrería. Una tarde Pulquinay apareció en mi tienda con la ajorca. Mainela ofició de intérprete para decir que Pulquinay no podía expresar con palabras el agradecimiento y cariño que sentía por mí en su corazón, y que había elegido esa ajorca de plata tan valiosa para devolverme sólo en parte lo que había hecho por su hijo. Me abrazó y me besó en ambas mejillas.

La llegada del comerciante riocuartense Agustín Ricabarra produjo una algarabía similar a la llegada de Mariano, de Güichal y de los demás indios cautivos de Rosas. Hacía años que Ricabarra se atrevía a adentrarse en el desierto y, de estas aventuras, volvía más rico debido al comercio con los ranqueles. Era joven, alrededor de veinticinco años, y gracias a una astuta generosidad y a su buen talante, había conseguido meterse en el bolsillo a la Corte de Painé, el Gran Zorro del desierto, y en particular a su hijo mayor Calvaiú, que, a pesar de odiar a los huincas, llamaba “peni” (hermano) a Agustín Ricabarra. Recién llegado, el comerciante agasajó a su gran amigo Calvaiú con una lujosa espada, además de repartir regalos costosos al resto de la familia Guor. Calvaiú lo hospedaba en su toldo donde lo atendía con honores.

El comercio se llevaba a cabo sobre la base del trueque; los indios recibían desde alimentos (azúcar, yerba, café, arroz, harina, fruta seca) a retazos de telas, géneros finos, utensilios de cocina y de tocador; Ricabarra, por su parte, obtenía cueros, sacos con grano, piezas de plata y oro y odres conpulcú y chicha. Agustín Ricabarra también oficiaba de mensajero. En esa oportunidad le entregó a Painé una proposición formal de paz del gobernador rosista Manuel “Quebracho” López, que comandaba la provincia de Córdoba con mano dura desde el año 35. Ricabarra aclaró que, como paso previo para acordar la paz, debía entregarse a los “inmundos y salvajes unitarios” que se escondían en Tierra Adentro (los hermanos Saá y el coronel Baigorria). Pero Painé, a quien no le gustaba recibir órdenes de nadie, menos de un cristiano, rompió el acuerdo sin pedir que se lo leyeran.

Poco aprecié el entusiasmo general: durante los días que Ricabarra permaneció en las tolderías, Mariano apostó dos guardias frente a mi toldo y sólo me permitía salir muy temprano para higienizarme en la laguna junto a Lucero. Una tarde, Miguelito me dijo: «Dice Mariano que le mande a decir qué necesita que le compre». Con aire ofendido le respondí que no quería nada que proviniese de él. Miguelito regresó a los pocos minutos con el semblante preocupado: «Dice Mariano que le diga lo que usó para curar a su sobrino Catrileo, que él se lo va a devolver». Nuevamente le repetí que no quería que me devolviera nada. Miguelito estuvo de regreso al rato y esta vez me apremió: «¡Ay, doñita Blanca! Dígame nomás lo que necesita, que Mariano está que echa chispas y amenazó con venir él mismo, que le va a sacar a la fuerza lo que necesita, eso dijo». Me tentó proseguir con ese juego de dimes y diretes para ser sincera, quería que Mariano viniera a mi tienda. El orgullo, sin embargo, me obligó a desistir, y le indiqué a Miguelito que le pidiera a Ricabarra bálsamo del Tolú, aceite de hígado de bacalao (los componentes básicos de la pomada de tío Tito) y aceite esencial de tomillo. Estaba convencida de que Ricabarra no complacería mi pedido; él era un buhonero, no un boticario.

Casi al anochecer, cuando la chusma preparaba fogones en el campamento, y en la tienda de Painé se recibía a los “loncos” de las familias más encumbradas para participar de los festejos en honor de Ricabarra, Lucero entró en mi tienda con una canasta entre las manos. «Mariano te lo manda», expresó, y se le alegró el rostro con la sonrisa pícara que usaba cada vez que me mencionaba a Rosas. Mainela también se acercó a curiosear. Entre los presentes de Mariano Rosas no sólo había bálsamo del Tolú, aceite de hígado de bacalao y esencial de tomillo sino un frasco con agua de colonia, pastillas de Lima y un turíbulo para quemarlas, olíbano aromático, una pieza de tela de la Estrella (la más costosa y apreciada entre los indios) de color verde esmeralda, un juego de tocador de madera de sándalo con cepillo, peine, espejo y lustra uñas, pastillas de jabón con aroma a vetiver y una pamela, que Lucero se probó entre risotadas para luego aclarar: «Dice Mariano que no quiere que te vuelvas oscura como nosotras; que a él le gustas bien blanca».

Aquella muestra de largueza me dejó estupefacta. Mainela y Lucero estudiaban los regalos y comentaban que jamás habían visto juntas tantas cosas lindas y tan caras. «La cacica vieja lo ayudó a elegirlas, ¡y le costaron un ojo de la cara!», remarcó Lucero, y siguió explicando que Rosas debió entregar a Ricabarra dos de los mejores caballos que se trajo de la estancia “El Pino” al escapar. «Y Ricabarra, —añadió Lucero—, está que se come los codos de la intriga por saber para quién son estas cosas, pero Mariano, que no le confía, no quiere que se entere de que te tiene aquí. ¡Ñancumilla está que trina! A ella no le compró ni una aguja. ¡Ahí tiene por pícara!»

Yo estaba consciente de que, para gente pobre como aquella, esos objetos eran un tesoro. Rosas demostraba ser más que generoso al obsequiármelos. Se había desprendido de dos de sus mejores caballos, y eso, en un indio, era prueba suficiente del sacrificio que hacía en pos de consentirme y, quizá, de compensarme por el daño infligido. Intimamente volví a sentirme halagada, y un impulso irracional casi me lleva a probarme la pamela de pita y mirarme en el espejo de mango de sándalo. Caer en la cuenta de que estaba arreglándome para coquetear al hombre que se suponía debía aborrecer me consternó. Solté el sombrero y el espejo, y mis compañeras me contemplaron con un ceño. «¿Qué está sucediéndome? Me fallan los principios, me vuelvo salvaje y disoluta, me olvido de que estoy casada, que soy católica, que soy blanca. ¿Qué me pasa? Tengo que escapar».

Separé los frascos con el bálsamo y los aceites, y devolví el resto a la canasta, que entregué a Lucero sin decir palabra. La muchacha, antes de abandonar el toldo, se dio vuelta para manifestar con gesto sombrío: «Se la daré mañana por la mañana; ahora está reunido en lo de su padre con los demás caciques».

Esa noche no cené, y despedí a Mainela luego de que me calentara agua para asearme. Después de ponerme el camisón, tomé un libro del baúl y me recosté en el catre. Aunque seguía las líneas con los ojos, mi mente no se concentraba en la lectura; en cambio, revivía las escenas de esa tarde, cuando Lucero se presentó con la canasta y me vi tentada de usar la pamela para agradarle a él; también recordé el último día en que Mariano Rosas había estado en mi tienda, cuando me tomó por asalto y me besó la nuca, y mi cuerpo respondió a ese beso con un arrebato de pasión que jamás había experimentado en brazos de José Vicente Escalante.

Me incorporé en el catre y dejé el libro a un costado. Aquellas remembranzas y la vergüenza me habían despabilado por completo. Gutiérrez se había sobresaltado con mi inopinada reacción y se acercaba con paso cansino. «Mi buen amigo», lo lisonjeé, mientras le palmeaba la enorme cabeza. No quedaban rastros de las pústulas que le habían plagado el lomo, y el pelo color canela se le había vuelto espeso y brillante gracias a la buena comida y a la higiene. Con las curaciones a base de azul de metileno, también había desaparecido la sarna y había cobrado carnes; ya no se le pegaba el pellejo a los ijares. Era un animal hermoso, parecía un alano de aspecto imponente y amenazante, pero fiel y cariñoso.

Gutiérrez paró las orejas y comenzó a gruñir; los pelos del lomo se le pusieron como púas de puercoespín. Un momento después, escuché ruidos que desentonaban con la algarabía de los indios a la que mis oídos se habían acostumbrado. A poco, apareció Ñancumilla. Me puse de pie y contuve a Gutiérrez por el cuello. Evidentemente, la guardia apostada por Rosas a la entrada de la tienda se había tentado con el festín, y resultaba vano apelar a su ayuda. Pero, como la india estaba desarmada, enseguida recuperé la confianza.

Ñancumilla apenas balbuceaba el castellano y le costó expresarse. No obstante, logró darse a entender: me ayudaría a escapar, me dijo. Recordé la advertencia de Lucero, que no aceptara nada que proviniese de esa mujer, y también la de Mariano, que no me atreviera a desafiar al desierto, y estuve a punto de echarla a empellones. Algo en mi interior, sin embargo, me detuvo. «No puedo convertirme en otra Dorotea Bazán», pensé, y me dije que prefería morir en el desierto a llevar la vida de una salvaje.

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