Indias Blancas (55 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

«Mariano, si algo aprendí a su lado es que usted no habla por hablar y que cumple sus promesas. Lo digo pensando, entre otras cosas, en aquello que mencionó un día, quizá no recuerde sus palabras exactas, creo que me dijo: “Voy a hacer que me quieras, puedo hacer que me quieras”. Entonces, ¿cómo pensó que no iba a contestar su carta?

»Con todo, no es para darle buenas noticias que tomo la pluma. Perdí a nuestro bebé el día que el indio Cristo nos atacó cerca de la Verde, cuando, al intentar llegar a ustedes, caí del caballo. Los días que siguieron hasta que llegué a Río Cuarto los recuerdo vagamente; cada vez que volvía en mí, confundía la realidad, inverosímil e intolerable, con una pesadilla; no conocía los rostros que me contemplaban, los ruidos que me rodeaban, sólo repetía su nombre, pero usted nunca aparecía. Por fin en Río Cuarto, mi tío Lorenzo Pardo me hizo atender por un excelente médico que me salvó la vida. Le confieso, Mariano, deseé morir. Sin usted y Nahueltruz, ¿qué me quedaba? Pero soy más fuerte y testaruda de lo que parece y seguí adelante; o quizá, más cobarde de lo que parece y no encontré el valor para terminar con mi pena. Hoy se lo agradezco a Dios porque he vivido para saber que usted y mi hijo están bien.

»El general Escalante me recibió nuevamente en su hogar y, aunque no ha sido fácil para nadie, reconozco en su actitud verdadero cariño y piedad. Tenemos un hijo, su nombre es Agustín. Ha cumplido dos años y, a pesar de que lo amo profundamente, casi no lo conozco; vivo separada de él. Estoy gravemente enferma, Mariano; estoy muriendo, y, a pesar de que el doctor Allende Pinto diga lo contrario, ¿quién puede engañar a una gran machí?

»Saber que usted y mi adorado Nahuel están vivos ha sido la mayor alegría en mucho tiempo. El padre Erasmo me ha hablado tanto de mi hijo que puedo imaginármelo, con su pelito lacio y negro, tan parecido al suyo, su carita oscura y sus ojos grises; algún día cuéntele que los heredó de su bisabuela, María del Pilar Laure y Luque, una gran baronesa española a quien yo quise mucho. Cuéntele de mí, Mariano, dígale que lo amo, que siempre lo amaré, que no pasa un día sin que piense en él. Le rogaré a Dios que lo convierta en un hombre honesto y trabajador, respetado por su buen corazón y generosidad. Concédame un deseo y pídale al padre Erasmo que eduque a nuestro Nahuel como hizo con usted. Ambos sabemos que la ignorancia es el peor mal de su pueblo. Su pueblo, su Rancul-Mapú, su País de los Carrizales, también mi pueblo, mi gente. Los quiero a todos, dígaselos, a Mariana, a Lucero, a Dorotea, a Miguelito, a Loncomilla, a sus hermanos, a todos. Recuerdo especialmente a mi querido Gutiérrez, a quien le debo la vida, la del hombre que amo y la de mi hijo. Nunca ha existido compañero más fiel y agradecido que mi Gutiérrez. Cuídelo, Mariano; usted y yo le debemos mucho a ese perro.

Que Dios lo acompañe e ilumine y que la Virgen proteja a nuestro hijo. Siempre suya, Blanca Montes».

CAPÍTULO XX.

Los fantasmas del pasado

Amanecía. Laura levantó la vista del cuaderno y miró hacia la cama: Nahueltruz aún dormía profundamente. Ella, en cambio, no había pegado ojo. La noticia de que su padre y Julián llegarían en pocas horas la alteró y le ahuyentó el sueño. Riglos despachó un chasque desde Salto, última posta antes de Río Cuarto, que llegó con el mensaje a lo de Javier la noche anterior. Si bien había aguardado con ansias el regreso de Julián y el reencuentro de Agustín y de su padre, ahora admitía que no experimentaba tanta alegría. Julián Riglos y su padre irrumpirían en un escenario que durante casi veinte días había funcionado bien sin ellos. Sólo veinte días, en los cuales su vida había cambiado por completo. La proximidad de su padre y de Julián le daba miedo. Buscó nuevamente a Nahueltruz para reconfortarse. Dormía con los pies fuera de la sábana y los brazos echados hacia atrás. Se aproximó a la cabecera y se contuvo de acariciarlo; dormía con la placidez de un niño y no quería despertarlo, aunque ya amanecía y pronto la actividad en la pulpería le haría difícil la retirada.

—Nahuel —le susurró—, amor mío.

Guor se rebulló y siguió durmiendo.

—Nahuel —insistió—, está amaneciendo.

Sin abrir los ojos, Guor la envolvió con los brazos y la arrastró a la cama. Entre risas, Laura se dejó atrapar y le besó la frente, los ojos, la boca, el mentón, hasta que le pasó los labios por el cuello y a Nahueltruz le dieron cosquillas.

—Qué lindo despertar, aunque preferiría que la noche fuera eterna.

—Te amo, Nahuel. Te voy a amar toda la vida.

—¿Es eso una promesa?

—Sí, una promesa que no voy a poder dejar de cumplir. ¿Cómo podría dejar de amarte? Aunque quisiera, jamás lo conseguiría.

—Nunca querrás dejar de amarme.

—Nunca, amor mío.

Guor le sujetó el rostro y le cubrió la boca con sus labios. Una oleada de deseo terminó por despabilarlo. Se puso encima de Laura y le quitó la bata de muselina, pero el canto del gallo lo obligó a detenerse. Debía marcharse. Se apartó y dejó la cama maldiciendo.

—Anoche estuve con Agustín —comentó, mientras se vestía—. Me dijo que tu padre y Riglos llegaban hoy. —Laura apenas asintió, y le entregó la rastra—. ¿Qué va a pasar con nosotros?

—¿Cómo qué va a pasar con nosotros?

—Sí, Laura, qué va a pasar con nosotros. La llegada de tu padre y de Riglos complica aun más las cosas. ¿Podremos vernos? ¿Podré venir de noche?

—¡Claro que vendrás! El doctor Javier dijo que mi padre podía quedarse en su casa. Supongo que Julián ocupará nuevamente la habitación que alquiló aquí cuando llegamos. Está del otro lado del corredor —se apresuró a agregar—, no escuchará nada.

—¿Y después, Laura? ¿Qué va a pasar después?

Laura también se había hecho la misma pregunta. En breve, la convalecencia de Agustín pondría fin a la excusa de permanecer lejos de Buenos Aires y debería tomar la decisión más trascendental de su vida. Aunque amaba a Nahueltruz Guor y habría enfrentado al mundo por él, al sopesar las consecuencias de ese amor, debía confesar que a veces se descorazonaba. Trató de sonreír para esconder el miedo y la pena, y la vergüenza también, pues sabía que traicionaba a Nahueltruz con sus dudas. Pero Guor, que había visto cómo el brillo abandonaba sus ojos negros, la soltó, tomó el facón y el sombrero y salió por la puertaventana hacia el patio.

—Por favor, Nahuel —lo siguió Laura—, no pienses que mi amor es inconstante y que no estoy dispuesta a seguirte adonde vayas. Es que a veces me pongo triste al pensar que no volveré a ver a mi familia; también me da pena que ellos no te conocerán, que no podrán ver cuánto te amo, lo feliz que me haces. Pero no creas que dudo de nuestro amor. Por favor, no te vayas enojado.

—Laura —susurró Guor, y le pasó la mano por la mejilla—. No creas que no comprendo tus dudas y miedos; esto no es fácil para ti, lo sé. Soy un egoísta —admitió—, pero me pongo como loco al pensar que Riglos te verá hoy, y me pongo como loco porque sé que te quiere para él y que es de tu clase, parte de tu mundo, y yo no, y que por eso no tengo derecho a reclamarte, a pedirle tu mano a tu padre. Nunca sentí deseos de ser huinca, pero desde que te conocí...

Apretó los ojos y se mordió el labio: no diría lo que estaba por decir y se aborrecía por pensar lo que estaba pensando. Su padre y su pueblo no merecían una felonía tan baja. Él era un ranquel, siempre lo sería.

—Yo te amo, Zorro Cazador de Tigres, y que seas un cacique ranquel sólo te hace más atractivo.

Nahueltruz la besó fugazmente y salió deprisa. Laura entró en la habitación y se topó con María Pancha, que la contempló con furia. Superado el desconcierto, la muchacha cerró la puertaventana y comenzó a vestirse.

—Quizá sea mejor que te hayas enterado —dijo por fin, sin mirarla—. Ya no soportaba ocultarte la verdad.

—¿Cómo has podido? —reaccionó María Pancha—. ¡Con el hijo de ese demonio de Mariano Rosas!

—¡Y con el hijo de mi tía Blanca Montes! —retrucó Laura.

La turbación de María Pancha dio tiempo a Laura para tomar el cuaderno de Blanca Montes. Se lo extendió y la criada lo recibió con desconfianza. Pasó las primeras hojas y se detuvo de repente. Se cubrió la boca con la mano y lágrimas le asomaron en los ojos.

—¿Dónde conseguiste esto? Es de Blanca, reconocería su caligrafía entre miles.

Laura tomó el cuaderno, lo abrió en la primera hoja y se lo pasó a María Pancha, que leyó en voz alta:

—Memorias, Blanca Montes.

—Carmen, la abuela de Blasco, ella me lo dio —explicó Laura—. También me entregó esto —y trajo el guardapelo y el ponchíto.

—El guardapelo de Blanca —susurró María Pancha—. ¿Y esto?

—No sé —admitió Laura—, quizá tía Blanca lo tejió para Agustín.

Más allá de la emoción, María Pancha no olvidaba que había visto a Laura besando al hijo de Mariano Rosas. Dejó las cosas sobre la mesa y la contempló fijamente.

—Estamos enamorados —se atajó Laura.

—¡Enamorados! Tú estás enamorada, él sólo quiere divertirse. ¿Qué otra cosa se puede esperar de un indio?

—Nahueltruz es un gran hombre. Que sea un indio me tiene sin cuidado. Deberías avergonzarte, estás hablando del hijo de tía Blanca.

—¿Te has puesto a pensar en las consecuencias de esta relación?

—Sí. Estoy dispuesta a enfrentarlas. No me importa, sólo quiero estar con él; Nahueltruz es lo que necesito para ser feliz, nada más.

—Hablas así porque eres una obstinada y voluntariosa, que siempre ha hecho lo que ha querido, sin límites. Te importarán las consecuencias cuando no tengas una casa cómoda donde vivir, buena comida que comer, prendas y zapatos elegantes que vestir, gente interesante y educada para conversar. ¿O creíste que entre los indios ibas a encontrar todas esas cosas? Cosas que, por haberlas tenido siempre a manos llenas, ahora desdeñas. No sabrás ser pobre, Laura, serás infeliz. Lo harás infeliz a él si es que realmente te quiere.

Laura bajó el rostro para ocultar la turbación. Las dudas la atormentaban. De pronto la espantaba la idea de vivir en los toldos, bañarse en la laguna, comer carne de potro y vestir chamales.

—Tía Blanca era feliz entre los indios —tentó.

—¡Tía Blanca! —remedó María Pancha—. Tu tía Blanca era una mujer extraordinaria, tú no le llegas ni a los talones. Antes de que ese maldito la secuestrara, Blanca había aprendido bien lo que era el dolor, la soledad, el abandono y la escasez. Era valiente, fuerte y dura como un pedernal, por eso soportó lo que debió soportar. Tú, Laura, no durarías una semana entre esos bárbaros.

Las palabras de María Pancha la hirieron profundamente, pero no replicó, su criada tenía razón. Tomó la escarcela y el parasol y se encaminó hacia la puerta, repentinamente entristecida y cansada de una discusión que se parecía a un callejón sin salida.

—Laura —llamó María Pancha—. Tu padre y el doctor Riglos están en lo de Javier. Llegaron hoy antes del amanecer. Por favor —dijo, luego de una pausa—, que tu padre no se entere de lo que hay entre tú y Guor. Demasiado que ese demonio de Rosas le haya robado la mujer para que ahora su engendro le quite a su única hija.

—¿Por qué hablas así del hijo de tu mejor amiga?

—¡El hijo de la vergüenza, del odio, de la vejación!

—¡No es cierto! —reaccionó—. Blanca amaba a Mariano Rosas. Nahueltruz es hijo del amor. Tú lo sabes porque la misma Blanca te lo confesó. Ahí lo dice —y apuntó el cuaderno—. ¡Acaso nunca estuviste enamorada que no puedes entender que quiero dejarlo todo por él!

Laura abandonó la habitación con un portazo y María Pancha se dejó caer sobre la silla. Se llevó la mano a la frente y cerró los ojos. Las palabras de Laura le retumbaban en la cabeza y le trajeron a la mente épocas que creía olvidadas.

A lo largo de su vida, María Pancha había tenido muchos amantes, pero sólo un gran amor, y esa mañana, cuando se encontró en la sala de los Javier con el general Escalante, se dio cuenta de que, a pesar de los años y de la distancia, nunca había dejado de quererlo. El día que lo conoció en el vestíbulo del convento de Santa Catalina de Siena logró impresionarla, algo que no le ocurría con frecuencia. No destacaba por lo hermoso sino por lo soberbio e imponente; su gesto imperturbable y hierático la amilanó. Su voz estentórea resonó en el amplio vestíbulo cuando le dijo: «He pagado una buena suma por ti, porque Blanca me lo ha pedido. Te convertirás en su criada y estarás a su disposición día y noche. Aunque sé que te confiere el trato de una amiga, nunca olvides que ella es la patrona».

Escalante era la única persona que la hacía mirar al suelo; incluso esa mañana, en la sala de los Javier, había bajado la vista cuando el general expresó: «Veo que la vida te sigue tratando con tanta suavidad como de costumbre, María Pancha; a mí, en cambio, me está dando una paliza». María Pancha farfulló que ella lo encontraba muy bien, a lo que el general respondió: «¡Nunca has sido buena mentirosa! Dices la verdad aunque sea lapidaria. No seas condescendiente, sabes que me enfurece».

El doctor Javier y doña Generosa contemplaban con reverencia al famoso general de la Nación y no sabían cómo conducirse, ellos parecían las visitas y el general, el anfitrión. María Pancha se cubrió la boca para ocultar la risa; aunque viejo y desvencijado, Escalante preponderaba fácilmente, era su naturaleza. Blanca también le había temido, y en más de una oportunidad María Pancha se preguntó qué la había llevado a casarse con él. Con respecto a los motivos de Escalante, no le cabían dudas: la amaba locamente, Blanca había sido su única debilidad. Nadie lo comprendía, pero el general había demostrado la inmensidad de su amor el día del ataque de los indios cuando se armó de coraje y decidió matarla para preservarla del horror y liberarla de un calvario; y también por ese inmenso amor la había aceptado luego del rescate, a pesar de la aversión de Selma y de sus amigos, a pesar, quizá, de su propia aversión.

María Pancha no se había hecho ilusiones la madrugada en que Escalante se metió en su dormitorio, se deslizó en su cama y le aferró las carnes con avidez; sabía que lo movían la soledad, los apremios físicos quizá, pero no el amor, porque, aunque la había dado por muerta, su corazón seguía perteneciendo a Blanca. El general no había sido su mejor amante: impaciente, no se tomaba tiempo para explorarla y conocerle los lugares donde a ella le habría gustado sentir sus manos, su sexo, su lengua, sus dientes. Llegaba ciego de deseo y, apurado, la montaba sin miramientos; a veces, muy bebido, la llamaba Blanca. Con tiempo y constancia, María Pancha fue moldeándolo a su gusto y le enseñó prácticas que le demostraron que en el juego y en el retozo previo se hallaba el secreto de la intensidad de lo que venía después.

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