Indias Blancas (61 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Y llegó el magnífico día en que me llamó mamá. Lucero, Pulquinay y yo habíamos ido a la laguna con los niños, y, mientras ellos se divertían correteando flamencos y robando huevos a las garzas, nosotras charlábamos acerca de la afrenta de los hermanos Saá. Catrileo retó a su primo Nahueltruz a nadar hasta la otra orilla, y el reto fue aceptado. Querían que los mirásemos. Enfrascadas en la conversación, no atendíamos a sus llamados hasta que Nahueltruz gritó: «¡Ey, mamá, míreme!». Me puse de pie de la alegría y atiné a sacudir la mano en señal de beneplácito. Se zambulleron y nadaron, Gutiérrez detrás de Nahueltruz. Catrileo es un buen nadador, pero Nahueltruz es más rápido y no encontró difícil aventajar a su primo y alcanzar la otra orilla primero. Nahueltruz saltaba y vociferaba su victoria, mientras Gutiérrez festejaba el triunfo ladrando y dando brincos a su alrededor. Yo lo saludaba desde lejos y reía.

Esa misma tarde, de vuelta en los toldos, avistamos a Mariano y a Miguelito que se dirigían a la tienda de la cacica vieja a paso rápido. «Está de regreso», me dije, aliviada, feliz. Al ver a su padre, Nahueltruz se soltó de mi mano y corrió a su encuentro. Mariano lo levantó en el aire y lo abrazó. Sin embargo, cuando nuestros ojos se cruzaron, supe que algo grave sucedía. La expresión de Miguelito trasuntaba la misma preocupación. «Se trata del coronel Baigorria, —nos explicaron—, recibió un sablazo de Juan Saá que le partió la cara». Mariano y Miguelito habían logrado sacarlo con vida del campo de batalla cuando un velo de sangre le cubrió los ojos. La trifulca había tenido lugar en la laguna Amarilla, cerca del límite con San Luis, y el viaje de regreso a Leuvucó les había tomado más de cuatro días. Según Mariano, Baigorria había perdido mucha sangre, estaba débil y adolorido; lo tenían en la tienda de la cacica vieja.

«Quiero verlo», manifesté, y a
continuación le pedí a Lucero que me acompañara a recoger los instrumentos necesarios. La herida de Baigorria era espeluznante, comenzaba en la frente, continuaba sobre el párpado y la mejilla y terminaba en el mentón; la cicatriz lo acompañaría hasta el final de sus días. Como tenía una infección, la limpié concienzudamente con yodo y alcohol, cuidando de que no entrasen en los ojos. Plenamente consciente, Baigorria se retorcía de dolor, pero me instaba a proseguir. Lo obligué a beber de mi láudano y aguardé a que surtiera efecto. Sólo entonces apresté mis agujas de oro y el hilo de tripa de chancho, y me animé a coser, tratando de que las puntadas fueran pequeñas y seguidas. Mariana donó un retazo nuevo de género de la Estrella, con el que hicimos jirones y vendamos el rostro del coronel.

Baigorria seguía dormido cuando abandoné lo de la cacica vieja; Lucero pasaría la noche a su lado. Recién en esa instancia advertí el esfuerzo al que me había sometido y, cuando mis músculos se relajaron y un cansancio ingobernable se apoderó de mi cuerpo y de mi mente, me apoyé sobre el pecho de Mariano y cerré los ojos. Él me llevó en brazos hasta mi camastro. A la mañana siguiente no pude levantarme y ordené a Mainela que enviara a Nahueltruz a lo de Dorotea; no quería que presenciara los accesos de tos. Lucero se presentó para dar el parte del herido y requerir instrucciones; Baigorria había dormido hasta el amanecer, ahora, sin embargo, se quejaba de dolor. Una buena de dosis de láudano lo ayudaría; por el momento, no cambiaríamos las vendas. «Si no tiene deseos de comer, —indiqué a Lucero—, al menos que no se niegue al líquido». De alguna manera tenía que eliminar el opio del cuerpo.

Mariano permaneció a mi lado asistiéndome con la presteza de un enfermero bien entrenado: hervía hojas de eucaliptos, me acercaba pastillas de alcanfor, me daba de beber el expectorante y el tónico, me contenía cuando la tos me doblegaba, me limpiaba, me alimentaba, me amaba. «Blanca, no volverán tus días de machí, —advertía, enojado—. Otro esfuerzo como el de ayer podría matarte». Lo cierto es que, al enterarse de la curación de la herida del coronel Baigorria, los ranculches, que se habían mantenido a distancia prudente desde mi regreso, se animaron a solicitar nuevamente los servicios de la machí Uchaimañé. Aunque Mariano se ponía furioso y los echaba con cajas destempladas, siempre me las ingeniaba (con Lucero como cómplice) para asistirlos y ayudarlos.

De la sangrienta reyerta entre los Saá y los ranqueles en las cercanías de la laguna Amarilla sólo se consiguieron varias víctimas y la cicatriz del coronel Baigorria; ni siquiera una vaca ni un caballo pudieron recobrarse. La mayor preocupación de Calvaiú y del Consejo de Loncos radicaba en que los Saá conocían la exacta ubicación de las tolderías de Leuvucó, las de Ramón y las de Baigorria, y las rastrilladas que conducían hasta ellas. Esa información se reputaba valiosa entre los militares que ansiaban arrasar Tierra Adentro, pero que no se atrevían por desconocer el terreno. Sólo un hecho prevendría a los Saá de venderla a la milicia: que ellos eran unitarios y los coroneles de los fuertes, federales. Con todo, Calvaiú no se fiaba. «Son tan felones que entregarían a su propia madre al enemigo», vociferaba. Se reforzó la vigilancia con los llamados “bomberos”, indios de gran baquía, excelsos conocedores del desierto, que vagan por los alrededores en busca de indicios que delaten la presencia del huinca. Los lanceros, por su parte, se hallan continuamente en pie de guerra.

Hasta el presente, la relativa paz en que vivimos prueba que los Saá no han vendido la ubicación de las tolderías; esperemos que no tengan oportunidad de hacerlo. Mariano asegura que, en caso de que los unitarios tomen el poder, tendremos a los Saá sobre nosotros al día siguiente. Por el momento, Juan Manuel de Rosas y su hegemonía federal continúan al mando de Buenos Aires y del resto de la Confederación, mientras el indio sigue ostentando el título de soberano indiscutible de la Pampa, conocedor de los misterios y trampas del desierto, diario sobreviviente de una tierra feroz que no perdona errores o debilidades.

Leuvucó es la misma de siempre; es la actitud de los ranqueles en relación con los refugiados políticos la que ha cambiado drásticamente. Junto a los Saá, también desapareció la conocida hospitalidad de los indios, que abrían sus brazos y recibían con honores a quienes huían de la implacable persecución de la Mazorca y otros extremistas federales. Incluso el mismo coronel Baigorria, que ha probado su lealtad en incontables ocasiones, cayó en desgracia a los ojos de Calvaiú. No falta quien envidie al militar unitario por la ascendencia y el beneplácito con que cuenta entre los caciques generales; el descontento de muchos caciquillos y capitanejos, que ven sus decires y propuestas relegados frente a los del coronel huinca, dio pábulo a una campaña en su contra que terminó por influir el ánimo de Calvaiú. Por algún tiempo, la vida de Baigorria pendió de un hilo, incluso en un Parlamento se decidió asesinarlo y quemar su rancho.

Baigorria, sin embargo, es como un gato: tiene siete vidas. Sin proponérselo, el bravo alférez del ejército del general Paz había despertado la pasión de Corneñé, la hija del cacique Quechudén, uno de los más influyentes en el Consejo de Loncos. Comeñé, perdidamente enamorada de él, aun después del sablazo de Juan Saá, le imprecó que se casara con ella y que, de esa forma, pasara de simple consejero de los Loncos a la categoría de dignatario de la tribu de su padre. Baigorria, conmovido por el amor incondicional de la muchacha, aceptó. Luego de los festejos por la boda, que duraron tres días y tres noches, la conjura se disipó como niebla por la mañana. Baigorria había dejado de ser huinca para convertirse en un ranculche por vínculo de sangre.

Un ranquel espera que su ñuqué (mujer predilecta) le teja un poncho, que luce en ocasiones importantes, como los Parlamentos del Consejo de Loncos. Mariana es una eximia tejedora y le pedí que me enseñara. Se mostró entusiasmada, y no se limitó sólo al arte del telar sino que me mostró cómo hilar la lana cruda y teñirla; para esto se sirven de ciertas plantas de las que extraen jugos reconcentrados que varían de las tonalidades rojizas a las azuladas. Ante el pedido de su madre, Epumer me construyó un telar, que Mariano instaló en la enramada, donde me gusta pasar las tardes. En invierno, tejo en mi compartimiento con un brasero a los pies, mientras Mainela ceba mate y Lucero me hace compañía. Mariano reclamó mi primera labor, un poncho completamente rojo, sin dibujos ni fantasías, lleno de defectos y agujeros. He mejorado ostensiblemente la técnica, tejo inclusive chalecos, gorras y calcetines además de colchas y ponchos. Ahora he empezado un ponchito para Agustín, que le haré llegar con el padre Erasmo, que siempre nos visita en la primavera.

Pienso a diario en Agustín y trato de imaginármelo; cierro los ojos y le invento un rostro, como una semblanza del de su padre. Para apaciguar las ansias, le hablo de él a Nahueltruz, que siempre se muestra interesado. Por cierto, no tengo mucho para decir, así de corto fue el tiempo que viví con mi hijo, así de poco lo que lo conozco, pero hablo igualmente de él, como si con mencionarlo y recordarlo lo sintiese más cerca. Nahueltruz quiere conocerlo y ha prometido que algún día viajará a Córdoba para encontrarlo.

Ya no me quedan dudas: estoy esperando un hijo. Sé que es riesgoso en estas condiciones, y, a pesar de que mi salud se ha recobrado en los últimos meses, este morbo, ladino y traicionero, nunca me deja del todo. Quiero a esta criatura que llevo en el vientre con desesperación, como si se tratase de mi última esperanza, de mi vínculo más certero con la vida; si de este cuerpo enteco y valetudinario pudiera surgir un nuevo ser significaría el más rotundo triunfo sobre la muerte, su derrota completa y devastadora. Me pregunto cómo tomará Mariano la noticia; se preocupará, lo sé. La muerte de Quintinuer, la esposa del caciquilla Guaiquipán, mientras daba a luz a su primer hijo, todavía está fresca en nuestras memorias.

Luego de los funerales, a pedido de su hermano Calvaiú, Mariano marchó con Baigorria y un grupo de lanceros a conferenciar en las tolderías de Ramón Cabral, el Platero, y en las de la Confederación de Salinas Grandes, al mando de Calfucurá, temido por su sangre fría, respetado por su discernimiento. La idea de esta visita surgió luego de que noticias de naturaleza alarmante nos alcanzaron días atrás, cuando un espía de Calvaiú confirmó que los caciques tehuelches Lucio, Juan Catriel y Juan Manuel Cachul, amigos del gobierno de Buenos Aires desde hace años, tentaron a Ramón, a Calfucurá y a otros caciques a firmar acuerdos de paz con Buenos Aires a cambio de suculentas dádivas, especialmente ganado vacuno y caballar. Mariano se enfureció y me refirió el asunto como si yo no fuese cristiana: «Ramón y Calfucurá son capaces de canjear la libertad por un puñado de vacas, ¿por una limosna! ¡Ah, canijo, qué pillo es el huinca! Nos tientan con regalos que nunca entregarán (porque así son de tramposos y ladinos) con el único fin de dividirnos y enemistarnos. ¿Acaso no se dan cuenta estos caciques que si mostramos un frente común somos invencibles?».

Hace dos semanas que partieron para disuadir especialmente a Ramón y a Calfucurá de firmar dichos acuerdos tan tentadores que, según Mariano, constituyen una trampa y un insulto para el pueblo pampa. La misión es delicada y, como aún no tenemos noticias, vivo en ansias mortales. ¿Cuándo volveré a verlo? ¿cuándo volverá a estrecharme entre sus brazos? Anhelo que regrese, y, más allá de su inquietud y preocupación, sé que será un momento de dicha cuando le diga que va a ser papá; lo tomaremos como una bendición del Cielo, una renovación del amor que nos profesamos, este amor que a mí me volvió una ranculche y que a él le hizo violar una promesa sagrada.

Escucho una vocinglería, veo a Nahueltruz que corre y a Mariana que se asoma en la enramada, levanta el brazo y saluda, sonríe. Lucero me ve y grita: «¡Uchaimañé, están de regreso, ya veo a Mariano y a los lanceros!». Rezo en silencio, agradezco a Dios que lo haya conducido sano y salvo a Leuvucó. Nahueltruz se acerca a Curí Nancú y su padre lo ayuda a montar delante de él. Las familias salen a recibir a sus recién llegados, que sacuden las lanzas y vociferan como de costumbre. Mariano recibe el cariño de su pueblo, que lo venera; palmean la testuz de su caballo, le tocan las piernas, lo congratulan: «¡Toro bravo, este Marianito!»; las mujeres le lanzan vistazos intencionados, las andañas lo saludan con aire maternal. Yo, desde mi enramada, lo contemplo con orgullo. Nuestras miradas se cruzan, le sonrío, él persiste en su mirada seria, que yo sé mansa y dulce. Junto con el día que languidece, el bullicio también se acalla y la multitud se disipa. Mariano no se detiene en nuestro toldo y pasa, magníficamente montado en su picazo, Nahueltruz junto a él, hacia lo del cacique general, como se espera en estas ocasiones. Lo veré más tarde, luego del detallado reporte que Calvaiú y los loncos más influyentes le exigirán.

Además de cansado, Mariano regresa de sus días de embajador con la cabeza llena de ideas, problemas y propuestas. Yo, en cambio, sólo puedo pensar: «Esta noche dormiré entre sus brazos».

Aunque quedaban hojas en blanco, ésas eran las últimas palabras de Blanca Montes. Laura, emocionada, releyó: «...este amor que a mí me volvió una ranculche y que a él le hizo violar una promesa sagrada». Cerró el cuaderno y lo apretó contra su pecho como si despidiese en un abrazo a una amiga que no volvería a ver.

CAPÍTULO XXII.

Los celos

Entregaría el poncho, el guardapelo y el cuaderno a su hermano Agustín al día siguiente. Los acomodó prolijamente y los envolvió en su rebozo. Un golpe en la puerta la sobresaltó. Era Julián Riglos. Lo invitó a pasar y le indicó una silla; ella se ubicó enfrente, con la mesa como obstáculo. Había evitado a Julián el día entero; en ese momento, sin embargo, le quedaban pocas alternativas. Julián estiró la mano y aferró la de Laura.

—Vengo de cenar en lo de Javier —explicó—. Fui a buscarte, pero me dijeron que te habías ido temprano porque no te sentías bien.

—Estoy cansada, es todo.

—Tienes fiebre —expresó con alarma, y se puso de pie para tocarle la frente—. No, gracias a Dios, no tienes fiebre.

Se inclinó para besarla y Laura apartó la cara. Julián regresó a su silla sin mencionar el desprecio.

—El doctor Javier me dijo durante la cena que tu hermano se encuentra en franca convalecencia, que en pocas semanas será el mismo de siempre. La recuperación del padre Agustín es tan extraordinaria que hasta Javier acepta la posibilidad de un diagnóstico erróneo; dice que quizá se trató de una influenza muy fuerte y no de carbunco. Él no conoce pacientes con carbunco que hayan sobrevivido.

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