Read Infancia (escenas de una visa en provincia) Online

Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

Infancia (escenas de una visa en provincia)

 

John Maxwell Coetzee tiene diez años. Vive en Worcester, una pequeña localidad al norte de Ciudad del Cabo, con una madre a la que adora y detesta a la vez, un hermano menor y un padre por quien no siente respeto alguno. Lleva una doble vida: en el colegio es el alumno modélico, el primero de la clase; en casa, un pequeño déspota. Los secretos, los engaños y los miedos le atormentan; el amor por la granja familiar y por el
veld
, las desnudas mesetas sudafricanas, le arraigan a la tierra.

J. M. Coetzee vuelca todas sus dotes de narrador sobrio, mesurado y elegante en este relato lleno de fuerza, en el que evoca su infancia a comienzos de los años cincuenta; escenas de una vida de provincias donde la inocencia en su estado más puro y la violencia soterrada forman parte, tanto de la propia historia como de la de Sudáfrica.

J.M. Coetzee

Infancia

Escenas de una vida en provincia

ePUB v1.0

Ariblack
03.06.12

Título original:
Boyood

John M. Coetzee, 1998.

Traducción: Juan Bonilla.

Ilustraciones: Coa Hulton G.

Editor original: Ariblack (v1.0)

ePub base v2.0

1

Viven en una urbanización a las afueras de Worcester, entre las vías del ferrocarril y la carretera nacional. Las calles de la urbanización tienen nombres de árboles, aunque todavía no hay árboles. Su dirección es: Poplar Avenue, avenida de los álamos, número doce. Todas las casas de la urbanización son nuevas e idénticas. Están alineadas en extensas parcelas de arcilla rojiza donde nada crece y separadas con alambre de espino. En cada patio trasero hay una pequeña construcción con un cuarto y un lavabo. Aunque no tienen criados, los llaman
el cuarto de los criados
y
el lavabo de los criados
. Utilizan la habitación de los criados para almacenar trastos: periódicos, botellas vacías, una silla rota, una estera vieja.

Al fondo del patio instalan un gallinero para tres gallinas, con la esperanza de que pongan huevos. Pero las gallinas no medran. El agua de la lluvia, que la arcilla no filtra, se encharca en el patio. El gallinero se transforma en una ciénaga hedionda. A las gallinas les salen bultos en las patas, como piel de elefante. Enfermas y contrariadas, dejan de poner huevos. La madre lo consulta con su hermana de Stellenbosch, que le asegura que sólo volverán a poner si se les extirpa la membrana callosa que tienen bajo la lengua. Así que la madre va colocándose las gallinas una tras otra entre las rodillas, les aprieta el pescuezo hasta que abren el pico, y con la punta de un cuchillo corta en sus lenguas. Las gallinas chillan y se debaten, con los ojos desorbitados. Él se estremece y se va. Imagina a su madre echando la carne del estofado sobre el mármol de la cocina y cortándola en tacos; imagina sus dedos ensangrentados.

Las tiendas más cercanas están a un kilómetro y medio de camino por una desolada carretera bordeada de eucaliptos. Atrapada en esta casa de la urbanización como en una caja de cerillas, su madre no tiene nada que hacer en todo el día excepto barrer y poner orden. Cada vez que sopla viento, un fino polvo de arcilla de color ocre se cuela en remolinos por debajo de las puertas y por las grietas de los marcos de las ventanas, bajo los aleros, por las junturas del techo. Después de un largo día de tormenta, la capa de polvo que se amontona contra la fachada tiene varios centímetros.

Compran una aspiradora. Todas las mañanas su madre la pasa de habitación en habitación, recogiendo el polvo y llevándolo al interior de la tripa ruidosa en la que un sonriente duendecillo rojo brinca como si saltara vallas. ¿Por qué un duendecillo?

Él juega con la aspiradora: trocea papel y se queda mirando los pedacitos rotos que salen volando hacia el tubo, como hojas en el viento; sostiene el tubo sobre una fila de hormigas, aspirándolas hacia la muerte.

En Worcester hay hormigas, moscas, plagas de pulgas. Worcester sólo está a ciento cuarenta y cinco kilómetros de Ciudad del Cabo; sin embargo, casi todo es peor aquí. Él tiene un cerco de picaduras de pulga en el borde de los calcetines, y costras allí donde se las ha rascado. Algunas noches no consigue dormir por culpa del picor. No entiende por qué tuvieron que marcharse de Ciudad del Cabo.

Su madre también está inquieta. Ojala tuviera un caballo, dice, así al menos podría montar por el
veld
. ¡Un caballo!, salta su padre: ¿Acaso quieres parecer lady Godiva?

No se compra un caballo. En su lugar, sin previo aviso, se compra una bicicleta de mujer, de segunda mano, pintada de negro. Es tan grande y pesada que cuando él practica en el patio no alcanza los pedales.

Su madre no sabe montar en bicicleta; quizá tampoco sepa montar a caballo. Se compró la bicicleta pensando que no le costaría mucho aprender. Ahora no puede encontrar quien le enseñe.

Su padre no hace ningún esfuerzo por ocultar su regocijo. Las mujeres no montan en bicicleta, dice. La madre le desafía: No voy a quedarme prisionera en esta casa. Seré libre.

Al principio, a él le pareció estupendo que su madre tuviera una bicicleta propia. Incluso se había imaginado a los tres montando juntos hasta Poplar Avenue: ella, su hermano y él. Pero ahora, cuando escucha las bromas de su padre, que la madre sólo puede encajar con un silencio obstinado, empieza a dudar. Las mujeres no montan en bicicleta: ¿y si su padre tiene razón? Si su madre no encuentra a nadie que quiera enseñarle, si ninguna otra ama de casa en Reunion Park tiene una bicicleta, entonces quizá sea cierto que las mujeres no deben montar en bicicleta.

A solas en el patio trasero, su madre trata de aprender por su cuenta. Con las piernas estiradas a cada lado, se desliza por la pendiente hacia el gallinero. La bicicleta vuelca y se para. Como la bicicleta no tiene barra, su madre no llega a caerse, sólo se tambalea de una manera ridícula, agarrada al manillar.

Su corazón se vuelve contra ella. Esa noche él se une a las burlas de su padre. Sabe la traición que eso significa. Ahora su madre está sola.

Pese a todo, aprende a montar, aunque de forma insegura, zigzagueante, esforzándose por hacer girar los platos.

Hace sus excursiones a Worcester por las mañanas, cuando él está en el colegio. Sólo una vez la ve pasar en la bicicleta. Lleva una blusa blanca y una falda oscura. Baja por Poplar Avenue en dirección a casa. Su pelo revolotea al viento. Parece joven, casi una muchacha, joven y fresca y misteriosa.

Cada vez que su padre ve la gran bicicleta negra apoyada en la pared, empieza a bromear. Dice que los ciudadanos de Worcester dejan lo que estén haciendo y se quedan mirándola atónitos cuando, con penas y fatigas, pasa en bicicleta. Venga, venga, le gritan burlándose: Dale. Las bromas no tienen ninguna gracia, pero él y su padre siempre acaban riéndose. Su madre nunca replica, no sabe cómo hacerlo. Sólo les dice: «Reíos si queréis».

Un día, sin mediar explicación, su madre deja de montar en bicicleta. Y la bicicleta no tarda en desaparecer. Nadie dice nada, pero él sabe que la madre ha sido derrotada, la han puesto en su lugar, y sabe que él tiene parte de la culpa. La compensaré algún día, se promete a sí mismo.

El recuerdo de su madre montada en bicicleta no le abandona. Ella se aleja pedaleando por Poplar Avenue, escapando de él, escapando hacia su propio deseo. Él no quiere que se vaya. No quiere que ella tenga deseos. Quiere que se quede siempre en la casa, esperándolo. Ya no se alía con el padre contra ella: todo lo que desea es aliarse con ella contra el padre. Pero, en ese asunto, su lugar está entre los hombres.

2

No comparte nada con su madre. Guarda celosamente en secreto todo lo relacionado con el colegio. Ella no sabrá nada, decide, pero los boletines trimestrales que le presente tendrán que ser impecables. Siempre será el primero de la clase. Su comportamiento siempre será
Muy Bueno
; su progreso,
Excelente
. Mientras no haya problemas con las notas, ella no podrá hacerle preguntas. Ese es el contrato que estipula en su mente.

Lo que pasa en el colegio es que les pegan a los muchachos. Ocurre todos los días. A los chicos se les ordena que doblen la espalda hasta tocarse la punta de los pies, y los azotan con una vara.

Tiene un compañero en tercero, Rob Hart, a quien la profesora ha tomado afición a pegar. La profesora de tercero se llama señorita Oosthuizen, y es una mujer nerviosa que se tiñe con alheña. De algún modo sus padres se han enterado de que se llama Marie: participa en funciones teatrales y no se ha casado nunca. Debe de tener una vida fuera del colegio, pero él no consigue imaginársela. No puede imaginarse cómo es la vida de los profesores fuera del colegio.

La señorita Oosthuizen se enfurece, le pide a Rob Hart que salga de su pupitre y que se agache, y lo azota en el trasero. Golpea una y otra vez con rapidez, casi sin dar tiempo a que la vara vuelva atrás. Cuando la señorita Oosthuizen ha terminado, Rob Hart tiene la cara encendida. Pero no llora; de hecho, es posible que sólo se haya puesto rojo porque ha estado boca abajo. A la señorita Oosthuizen, por su parte, le palpita el pecho y parece al borde de las lágrimas… de las lágrimas y también de otros flujos.

Después de esos arrebatos de pasión incontrolada, toda la clase se queda en silencio, y permanece en silencio hasta que suena la campana.

La señorita Oosthuizen no logra nunca que Rob Hart llore; quizá por eso se enfurece tanto con él y le pega tan fuerte, más fuerte que a nadie. Rob Hart es el mayor de la clase, casi dos años mayor que él (él es el más joven), y tiene la sensación de que entre Rob Hart y la señorita Oosthuizen hay algo que se le escapa.

Rob Hart es alto y despreocupadamente guapo. Aunque Rob Hart no es listo, y hasta puede que suspenda el curso, a él le atrae. Rob Hart forma parte de un mundo en el que él aún no ha encontrado el modo de entrar: un mundo de sexo y de palizas.

En cuanto a él, no tiene ningún deseo de que la señorita Oosthuizen ni ninguna otra persona le pegue. La sola idea de ser golpeado le hace morirse de vergüenza. Haría lo que fuera por evitarlo. En este aspecto se sale de lo común, y lo sabe. Procede de una familia atípica y vergonzosa en la que no sólo nunca se pega a los niños, sino en la que además a los adultos se les llama por su nombre de pila, nadie va a la iglesia y se ponen zapatos a diario.

Todos los profesores de su colegio, tanto hombres como mujeres, tienen una vara y libertad para usarla. Cada una de las varas tiene una personalidad, una reputación que los chicos conocen y de la que se habla constantemente. Con afán de conocimiento los muchachos sopesan la reputación de las diferentes varas y el tipo de dolor que causan, comparan la técnica de los brazos y las muñecas de los profesores que las manejan. Nadie menciona la vergüenza que supone que te llamen, te hagan agacharte y te sacudan en las nalgas.

Como no ha experimentado nunca ese castigo, él no puede intervenir en estas conversaciones. Sin embargo, sabe que el dolor no es lo más importante. Si los demás pueden soportarlo, él, que tiene mucha más fuerza de voluntad, también podría. Lo que no aguantaría es la vergüenza. Teme que sería tan grande, tan amedrentadora, que se agarraría fuerte a su pupitre y se negaría a acudir cuando lo llamasen. Y eso supondría una vergüenza aún mayor: lo apartaría de todos los demás, pondría a todo el mundo en su contra. Si alguna vez lo llamaran para azotarlo, se produciría una escena tan humillante que nunca más podría regresar al colegio; no le quedaría más remedio que suicidarse.

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