Read La Bodega Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

La Bodega (10 page)

Reveló que él también hacía vino.

—A mi amigo Fontaine este año le ha faltado uva buena —comentó Mendes—. Tal vez se hayan enterado de que este año, en primavera, tuvimos dos granizadas desastrosas en el sur de Francia. Ustedes no padecieron el mismo infortunio, ¿verdad?

—No, gracias a Dios —respondió Marcel.

—La mayor parte de las uvas de mi propia viña se libraron, y este año el viñedo Mendes dará una cosecha parecida a la habitual. Pero algunos de los campesinos y la cooperativa del vinagre han perdido mucha uva y Fontaine y yo hemos venido a España a comprar vino joven.

Marcel asintió. Él y sus hijos seguían trabajando, aunque los visitantes permanecían con ellos y hablaban amistosamente.

Fontaine sacó una pequeña navaja del bolsillo de la cintura y cortó un racimo de una cepa de Tempranillo, y luego otro de Garnacha. Probó diversos granos de cada racimo y los mascó con aire reflexivo. Luego, con los labios apretados, miró a Mendes y asintió.

Mendes había estado mirando a Josep y se había fijado en su modo ágil y certero de llenar la cesta de fruta y vaciarla una y otra vez.


Dieu
, este muchacho trabaja como una máquina de movimiento perpetuo —dijo a Marcel Álvarez—. Me encantaría tener un par de trabajadores como él.

Josep lo oyó y respiró hondo. Antes de partir a su nuevo trabajo en la granja de su tío en Girona, Miquel Figueres le había contado su agradecimiento por aquel milagro que le permitía abandonar el desempleo de Santa Eulalia. ¿Podía ser que aquel hombre regordete con su traje marrón de francés respondiera al mismo milagro y se convirtiera en fuente de trabajo para Josep?

Una de las pequeñas carretas estaba ya llena a rebosar y Marcel miró a sus hijos.

—Será mejor llevarla ya a la prensa —avisó.

Los visitantes se sumaron y ayudaron a los Álvarez a empujar la carreta llena de uva hasta la pequeña plaza.

—¿La prensa pertenece a la comunidad?

—Sí, la usamos todos. Mi padre y otros construyeron esta hermosa prensa grande hace más de cincuenta años —explicó Marcel con orgullo—. Su padre había construido una cisterna de granito para pisar la uva. Todavía existe, detrás de nuestro cobertizo. Ahora la uso para guardar provisiones. ¿En Languedoc tienen prensa propia?

—En realidad, no. Nosotros pisamos la uva. Al pisarla se produce un vino más suave con el máximo sabor, porque el pie no rompe las pepitas y así no liberan su amargura. Mientras tengamos pies, los usaremos con nuestra uva, por caro que resulte. Nos obliga a contratar mano de obra extraordinaria y convocar a los amigos para pisar las uvas de nuestras dieciocho hectáreas —explicó Mendes.

—Es más fácil y más barato hacerlo así. Y no hace falta que nadie se lave los pies —dijo Marcel.

Los visitantes se sumaron a sus risas.

Fontaine alzó uno de los racimos.

—Todavía tienen tallo, señor.

Marcel lo miró y asintió.

—Si se lo pido, ¿estaría dispuesto a cortar los tallos? —preguntó el francés.

—Los tallos no le hacen daño a nadie —dijo Marcel, lentamente—. Al fin y al cabo, señor, usted sólo quiere uva para hacer vinagre. Como nosotros.

—Hacemos un vinagre muy especial. De hecho, es un vinagre caro. Para hacerlo se necesita uva especial. Si se la comprara a usted, estaría dispuesto a pagar por el esfuerzo añadido de cortar los tallos.

Marcel se encogió de hombros y terminó por asentir.

Cuando llegaron con la carretilla hasta la prensa, los dos franceses se quedaron mirando mientras Josep y Donat iban echando paladas de uva.

Fontaine carraspeó.

—¿No hace falta lavar la prensa primero?

—Ah, la han lavado esta mañana, por supuesto. Desde entonces, no ha habido en ella más que uva.

—Pero ¡hay algo dentro! —exclamó Mendes.

Era cierto. En el fondo de la cuba había quedado un sedimento amarillo con aspecto de vómito, procedente de uvas y tallos machacados.

—Ah, mi vecino, Pau Fortuny, ha venido antes que yo y me ha dejado un regalito de uva blanca... No pasa nada, todo da su jugo —aclaró Marcel.

Fontaine vio que Donat Álvarez había encontrado media cesta de uva blanca abandonada por el descuidado Pau Fortuny y las añadía también a la prensa.

Miró a Mendes. El pequeño entendió de inmediato su mirada y expresó su lamento moviendo la cabeza.

—Bueno, amigo, le deseamos buena suerte —dijo Mendes.

Josep vio que se preparaban para irse.

—Señor —soltó de repente. Mendes se dio la vuelta y lo miró—. Me gustaría trabajar para usted y ayudarle a hacer vino en su viñedo de..., de...

—Mi viñedo está en el campo, cerca del pueblo de Roquebrun, en Languedoc. Pero... ¿trabajar para mí? Ah, lo siento. Me temo que no será posible.

—Pero, señor, usted ha dicho..., yo le he oído... que deseaba tener alguien como yo trabajando en sus vides.

—Bueno, joven... Pero sólo era una manera de hablar. Un modo de expresar un halago. —El francés había clavado su mirada en el rostro de Josep y lo que vio en él le hizo sentir vergüenza y lamentar lo que había dicho—. Eres un trabajador excelente, joven. Pero yo ya tengo mi plantilla en Languedoc, gente meritoria de Roquebrun que lleva mucho tiempo trabajando conmigo y se ha formado según mis necesidades. ¿Lo entiendes?

—Sí, señor. Por supuesto. Gente local.

Consciente de que su padre y Donat lo estaban mirando fijamente, se dio la vuelta hacia la carretilla y empezó a echar paladas de uva otra vez a la prensa.

12
Incursiones

Durante el resto de la cosecha, Josep volvió a concentrarse en pensamientos serios y prácticos, libres de contaminación de la esperanza infantil, sueños y milagros.

¿De dónde iba a sacar dos pollos?

Se dijo que si tenía que robarlos, habría de ser a un hombre rico cuya familia no sufriera por culpa del delito, y sólo conocía a un rico que criara pollos.

El alcalde.

—Ángel Casals —dijo en voz alta.

—¿Qué pasa con él? —preguntó Donat.

—Oh... Que... ha pasado con su mula para inspeccionar el pueblo —respondió Josep.

Donat siguió cortando racimos de uva.

—¿Y a mí qué me importa?

Era peligroso. Ángel Casals tenía un rifle del que se mostraba orgulloso, un arma larga con la culata de madera, y lo conservaba engrasado y pulido como una joya. Cuando Josep era todavía un crío, el alcalde había usado el rifle para matar a un zorro que pretendía comerse sus pollos. Los niños del pueblo habían descubierto el cadáver; Josep recordaba claramente la belleza de aquel animal, la suavidad perfecta de su pellejo lustroso, de un marrón rojizo, y la piel sedosa y blanca de la tripa, así como los ojos amarillos, inmóviles por la muerte.

Estaba seguro de que Ángel dispararía a cualquier ladrón con la misma facilidad con que había disparado al zorro.

El robo de pollos tendría que darse en plena noche, cuando todo el pueblo estuviera durmiendo profundamente el sueño propio de los trabajadores honrados. Josep pensó que todo saldría bien una vez lograra colarse en el gallinero. Las aves debían de estar acostumbradas a que los hijos del alcalde entraran a recoger huevos; si se movía despacio y en silencio, con un poco de suerte los pollos no armarían demasiado lío.

El problema más serio se presentaba justo antes de entrar en el gallinero. Ángel tenía un mastín negro, grande, malvado y ladrador. La mejor manera de encargarse del perro era matarlo, pero Josep sabía que matar a un perro le resultaría tan imposible como rajarle el gaznate a un hombre.

Y el perro le daba miedo.

Durante varios días, a la hora de cenar se comía sólo la mitad de su chorizo para guardar los restos en un bolsillo, pero pronto se dio cuenta de que no sería suficiente. Al terminar la cosecha, cuando él y Donat cogieron el barril que contenía el zumo de la última carga de uva y lo añadieron a los toneles de fermentación del cobertizo de su padre, oscurecidos por el tiempo, Josep se fue a la tienda de Nivaldo y le preguntó si le quedaba alguna salchicha tan estropeada ya que no se pudiera vender.

—¿Y para qué quieres una salchicha podrida? —preguntó Nivaldo de mal humor.

Josep le explicó que la necesitaba para un ejercicio de talla de madera que se había inventado el sargento y que requería cebo para trampas para animales. El hombre llevó a Josep hasta su almacén, donde guardaba un surtido de butifarras colgadas de una viga con cuerdas formando una hilera para secarse; algunas estaban enteras, otras con algún trozo cortado y vendido ya. Había morcillas de cebolla y pimentón, lomo con pimienta roja y sin ella, salchichón, sobrasada. Josep señaló un pedazo de lomo que empezaba claramente a verdearse, pero Nivaldo meneó la cabeza.

—¿Estás de broma? Eso es un excelente trozo de cerdo que lleva mucho tiempo adobado. Se corta la punta y el resto está espléndido. No, ese trozo es demasiado bueno para tirarlo. Espera y verás.

Se abrió paso entre una montaña de sacos de alubias y una caja de patatas arrugadas. Josep lo oyó gruñir tras el montón de alubias mientras movía sacos y cajas, y al fin regresó con un largo trozo de... algo que parecía cubierto de una capa blanca.

—Huy... ¿Y crees que a los animales...? Bueno, ya sabes. ¿Les gustará?

Nivaldo cerró los ojos.

—¿Que si les gustará? ¿Una morcilla de arroz? Es demasiado buena para ellos. Una morcilla olvidada tanto tiempo. Es justo lo que andan buscando, Tigre.

De pequeño, a Josep le había mordido un perro callejero, un chucho huesudo y amarillo de la familia Figueres. Cada vez que pasaba por su viña, el perro saltaba hacia él, ladrando como un loco. Aterrado, intentaba intimidar al animal gritándole y clavándole una mirada de supuesta amenaza en aquellos ojos que parecían la encarnación del mal, pero eso sólo servía para que el perro se excitara más todavía. Un día, cuando se le acercó gruñendo, Josep soltó una patada y el perro le clavó sus dientes aterradores y afilados en el tobillo con tal fuerza que, cuando logró soltar la pierna de un tirón, ya empezaba a sangrar. Durante dos años, hasta que murió el perro, Josep evitó acercarse a las tierras de los Figueres.

Nivaldo le había dado algunos consejos:

—Nunca mires a los ojos a un perro que no sea tuyo. Los perros entienden la mirada de un extraño como un desafío y si son fieros, responden atacando, incluso puede que quieran matarte. Hay que mirarlos sólo un instante y luego desviar la mirada sin mostrar miedo ni huir, y hablarles con calma y suavidad.

Josep no tenía ni idea de si las teorías de Nivaldo funcionaban, pero las recordó mientras frotaba la morcilla con todas sus fuerzas con un puñado de hierba para arrancarle el moho blanco. La cortó en trozos pequeños y aquella tarde, cuando caía el crepúsculo en Santa Eulalia, fue andando hasta la plaza, más allá del campo de cultivo de los Casals. El gallinero quedaba en un extremo del campo, donde el fértil suelo estaba abonado, pero sin arar. El perro, atado con una cuerda muy larga a la destartalada estructura, dormía tumbado delante de los pollos como un dragón que vigilara su castillo.

El gallinero quedaba a la vista de la casa del alcalde, a poco más de la mitad de la extensión de sus tierras.

Josep deambuló hasta que cayó del todo la noche y entonces volvió a la tierra de los Casals.

Esta vez, sin apartar la vista del farol prendido en la ventana de la casa, caminó despacio por la viña en dirección al perro, que pronto empezó a ladrar. Aún no se había acercado lo suficiente para poderlo ver, cuando el perro se lanzó hacia él, retenido tan sólo por las limitaciones de su correa. El alcalde, agotado por las faenas del campo y de la administración, al igual que sus hijos, debía de dormir profundamente, pero Josep sabía que si el perro seguía ladrando no tardaría en acercarse alguien de la casa.

—Ya, ya, tranquilo, así está bien, guapo. Sólo he venido de visita, monstruo, perro de mierda, bestia horrorosa —añadió en un tono amistoso que hubiera aprobado el propio Nivaldo, al tiempo que sacaba un trozo de morcilla del bolsillo.

Cuando se lo lanzó, el perro lo esquivó como si le hubieran tirado una piedra, pero el fuerte olor de la morcilla llamó su atención. Devoró el pedazo de un solo bocado. Josep le tiró otro, que desapareció con la misma rapidez. Cuando se dio la vuelta y empezó a alejarse, sonaron de nuevo los ladridos, pero estaba vez duraron poco, y cuando Josep abandonó aquellas tierras el silencio reinaba ya en la noche.

Volvió pasada la medianoche. Para entonces brillaba tanto la luna en lo alto que cualquiera que estuviera mirando lo habría visto, pero la casa permanecía a oscuras. Esta vez el perro volvió a ladrar al principio, aunque parecía esperar los dos trozos de morcilla que Josep le dio enseguida. Se sentó en el suelo justo al límite de longitud de la correa. Josep y el perro se miraron. Se puso a hablarle un buen rato en voz muy baja y sin pensar lo que decía, sobre uvas y cuerpos de mujer y santas patronas y el tamaño del miembro de los animales, picor de huevos y sequía, y luego le dio otro trozo de morcilla —pequeño, pues tenía que racionar las provisiones— y se fue a casa.

Volvió otras dos veces a los campos del alcalde la noche siguiente. La primera, el perro soltó dos ladridos antes de que Josep empezara a hablar. Cuando acudió por segunda vez, el animal lo esperaba en silencio.

A la noche siguiente, el perro no ladró. Cuando le llegó la hora de irse, Josep se acercó tanto a él que podría haberle mordido, sin dejar de hablarle con tono lento y regular.

—Cosa buena, horrenda bestia fea preciosa, si quieres ser mi amigo, yo quiero ser amigo tuyo...

Sacó un trozo de morcilla y se lo mostró, y la criatura reaccionó a su gesto brusco con un gruñido grave y feo. Al instante, lanzó su gran cabeza negra hacia la mano de Josep. Primero notó el morro y luego su gruesa lengua, húmeda, cosquillosa y rasposa, como si un león le lamiera la mano, hasta que no quedó ni rastro de la olorosa morcilla.

Alguien se había percatado de sus incursiones nocturnas. Josep sabía por las sonrisillas taimadas que le mostraba por la mañana, que su padre daba por hecho que él se escabullía para estar con Teresa Gallego, y no dijo nada que pudiera contradecir su convicción. Aquella noche esperó hasta que el reloj francés emitiera dos campanadas amables y asmáticas antes de abandonar su esterilla de dormir y abandonar la casa en silencio.

Vagó por la oscuridad como un espíritu. Al cabo de dos o tres horas, el pueblo empezaría a desperezarse, pero en ese momento el mundo entero dormía.

Other books

Love's Ransom by Kirkwood, Gwen
Tangled Up in Daydreams by Rebecca Bloom
The Tango by Angelica Chase
Always Yesterday by Jeri Odell
Judas Horse by April Smith