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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

La Bodega (25 page)

Contó el dinero antes de ponerlo en manos de Cadafalch y luego le dio un recibo que había preparado para la transacción. También le dio unas pocas pesetas de más.

—Por favor, pídale a Quim que firme el recibo y tráigamelo de vuelta —le pidió—. Y yo le haré un pago adicional por traérmelo.

Cadafalch lo miró vivamente, pero luego mostró una sonrisa llena de dientes para demostrarle que entendía su situación. Asintió, sin darse por ofendido, metió el dinero y el recibo con cuidado en un bolso de piel y deseó un buen día a Josep.

Aquella noche Josep se sentó a la mesa y puso ante sí todo su dinero. Primero separó del montoncillo los pagos que tendría que hacer a Donat y a Rosa antes de la cosecha del año siguiente; luego, una cantidad menor para comprar provisiones y comida.

Vio que lo que quedaba era escaso, insuficiente para cualquier urgencia verdadera que pudiera presentarse, y se quedó sentado mucho rato antes de echarse el dinero a la gorra con cara de disgusto y echar a andar hasta la cama.

 

A la tarde siguiente, se sentó en su banco y se dispuso a probar el vino que se había quedado para su propio consumo después de prensar el mosto, con la esperanza de que se hubiera producido un milagro que lo volviera espléndido. Cuando trabajaba en Languedoc, Léon Mendes había insistido con frecuencia en practicar el mismo ejercicio después de cada cosecha. Cada trabajador recibía una copa de vino y a cada sorbo anunciaban por turnos algún sabor sutil que detectara su boca o su nariz.

«Fresa.»

«Heno recién cortado.»

«Menta.

«Café.

«Ciruelas negras.»

Ahora, Josep bebió su propio vino y descubrió que ya estaba estropeado, agrio y desagradable, con un sabor fuerte a ceniza y la acidez de los limones podridos. También sabía a desencanto, aunque no había tenido demasiadas expectativas. Mientras devolvía a la jarra el resto del vino que quedaba en el vaso, el primer tañido de la campana de la iglesia se coló en su conciencia, estridente y alarmante.

Luego sonó otro. Y otro.

Un doblar lento, solemne, advertía a los aldeanos de Santa Eulalia que la vida era dura, fugaz y triste, y que alguien como ellos había abandonado la comunidad de las almas.

Hizo lo que había hecho toda la vida al oír el toque de muertos; fue andando a la iglesia.

La puerta tenía ya un primer agujero que estropeaba su acabado, pues alguien había enganchado allí la nota que comunicaba el fallecimiento. Bastante gente la había leído y se había dado la vuelta. Cuando llegó Josep, vio que el nuevo sacerdote, con caligrafía fina y legible, había notificado la muerte de Carme Riera, la mujer de Eduardo Montroig.

Carme Riera había tenido tres abortos espontáneos y un cuarto embarazo en tres años y medio de matrimonio. En aquella tranquila mañana de otoño había empezado a sangrar sin dolor y al rato había dado a luz una mancha de tejido sanguinolento, de dos meses, y después el fluido claro que brotaba de su cuerpo se había convertido en un suave chorro rojo. Le había pasado lo mismo al perder el segundo hijo, pero en esta ocasión la sangre no se detuvo y murió a última hora de la tarde.

Esa noche, Josep fue a casa de los Montroig, la primera de las cuatro situadas en la plaza, justo detrás de la iglesia. Maria del Mar estaba entre la gente que, sentada en silencio en la cocina, hacía sentir su presencia.

A la luz amarillenta, emitida por dos velas a la cabeza y otras dos a los pies, Carme yacía en su cama, transformada en féretro por medio de telas negras que la iglesia conservaba para usarlas sucesivamente en las casas en que se producía algún infortunio. Tenía cinco años menos que Josep, quien apenas la conocía. Había sido una chica más bien atractiva, con algo de bizquera y mucho pecho desde la adolescencia, y ahora parecía como si fuera a bostezar en cualquier momento, con su pelo limpio y peinado, la cara blanca y dulce. La pequeña habitación estaba abarrotada por el marido y unos cuantos parientes que iban a pasar la noche sentados en torno a ella, además de un par de plañideras.

Al cabo de un rato, Josep dejó espacio a otros que quisieran verla y regresó a sentarse rígidamente en una habitación que en algunos momentos albergaba susurros estridentes y voces ahogadas. Maria del Mar se había ido ya. El espacio era limitado y había pocas sillas, así que no se quedó demasiado tiempo.

Josep estaba triste. Le caía bien Eduardo y le había resultado duro ver el dolor que contorsionaba su rostro solemne, de amplia mandíbula, desprovisto por una vez de la usual serenidad.

A la mañana siguiente nadie trabajó. La mayor parte de los aldeanos caminaron detrás del ataúd en el corto recorrido hasta la iglesia para el primer funeral que celebraba el padre Pío en Santa Eulalia. Josep se sentó en la última fila durante la larga misa de difuntos. Cuando la voz tranquila y sonora del sacerdote recitó el rosario en latín y las palabras de plegaria fueron repetidas por las voces ahogadas de Eduardo y del padre de Carme, así como de su hermana y de sus tres hermanos, los problemas de Josep ya se habían empequeñecido.

40
Lo que sabía el cerdo

Su primera tarea en la limpieza general que siempre seguía a la cosecha fue desmontar las dos cubas defectuosas. Las desarmó con el mismo cuidado con que habían sido armadas en su tiempo, probablemente por algún antepasado de los Torras dotado de mucha más habilidad que él. Aquel hombre había usado muy pocos clavos y Josep se esforzó mucho por no doblarlos al arrancarlos de la madera. Si alguno se torcía, lo enderezaba y lo guardaba, porque aquellos clavos —pedazos de hierro torneados a mano para que resultaran duros y eficaces, como la vida de un campesino— eran caros.

A medida que iba liberando tablas, las separaba en dos pilas. Pensaba cortar las que estaban teñidas por la putrefacción para alimentar con ellas el fuego en invierno, pero había unas cuantas sanas y las amontonó aparte, tal como había visto a Emilio apilar la madera en la tonelería, las separó con unos palitos para que el aire las mantuviera secas y sanas.

En menos de un día desaparecieron las dos cubas estropeadas y Josep quedó liberado para empezar la faena que más le gustaba, caminar detrás del arado para dirigir la cuchilla mientras
Orejuda
tiraba de ella sobre el suelo pedregoso.

Casi había terminado de arar la parcela de los Álvarez cuando pasó por el cúmulo de maleza y cardos en que se había escondido el jabalí después de recibir sus disparos, y entonces se dio cuenta de que quería trabajar allí, desbrozar el animoso sotobosque y arar el suelo para poder plantar unas cuantas vides más; y, ya puestos, apisonar bien el suelo en el espacio que quedaba debajo del saliente para que ninguna criatura salvaje pudiera volver a refugiarse allí y amenazar sus uvas.

Se puso a trabajar con la guadaña en la maleza, tan resistente que, cuando al fin terminó, se alegró de poder descansar. Recordó que el agujero era lo suficientemente grande como para que hubiera cabido el jabalí entero en su interior y se dio cuenta de que tendría que echarle muchas palas de tierra y luego apisonarla bien.

Se puso de rodillas, dobló la cabeza y echó un vistazo al interior, pero sólo alcanzó a ver unos pocos palmos en los que entraba la luz del día. Más allá, todo quedaba a oscuras.

Le llegó un frescor a la cara.

La vara que Jaumet había usado para atosigar al jabalí muerto estaba tirada en el suelo. Josep la empujó bajo el saliente y cupo entera en el agujero.

Algo extraño: cuando alzó la mano tanto como pudo en la oscuridad y flexionó la muñeca, pudo apuntar la vara hacia abajo, más de lo que esperaba.

Cuando apoyó la muñeca en el suelo y movió la vara para apuntar hacia arriba, también recorrió con ella una distancia considerable.

—¡Hola!

Su voz le sonó hueca.

Orejuda
, con el arnés puesto todavía y atada al arado, rebuznó para protestar y Josep se obligó a alejarse de la madriguera para soltar al animal y asegurarse de que estuviera cómodo, cosa que le dio algo de tiempo para pensar. El agujero del monte era emocionante, interesante y alarmante, todo al mismo tiempo; quería compartirlo con alguien, tal vez con Jaumet. Pero también sabía que no debía dirigirse a Jaumet siempre que tuviera un problema al que no quisiera enfrentarse solo.

Fue al taller de herramientas, buscó una lámpara, se aseguró de que tuviera aceite, estiró la mecha, encendió una cerilla y salió con ella, a plena luz del día, hasta la ladera del monte. Cuando se tumbó boca abajo y la metió por el agujero, la luz llegaba bastante más allá.

El saliente natural tenía más o menos el doble de anchura que los hombros de Josep y terminaba a poco más de la distancia de un brazo. Luego empezaba un agujero bastante redondo, que se alargaba tal vez un metro.

Y más allá había un espacio negro, más ancho aún.

Probablemente había hueco suficiente para arrastrarse hacia el interior, empujando la lámpara por delante. Se dijo que el jabalí era tan ancho como él, y más gordo. Sin embargo, la mera idea de quedarse atascado en un espacio tan estrecho, solo y sin ayuda, le helaba la sangre.

Había algunas piedras visibles en el saledizo, pero por lo general parecía compuesto de tierra pedregosa, de la que brotaba toda una variedad de hierbajos. Josep fue a su casa y regresó con una barra de hierro, un cubo, un azadón y una pala, y empezó a cavar.

Tras ampliar el agujero lo suficiente para poder entrar en él de rodillas, se detuvo en la entrada, adelantó la lámpara y miró intensamente el..., ¿el qué?

Se obligó a arrastrarse hacia el interior.

Enseguida, el suelo iniciaba una leve bajada. A medida que Josep avanzaba, la tierra se iba llenando de piedras, pero consiguió levantarse, tembloroso.

No era una cueva. La lámpara revelaba un lugar más reducido que su habitación, no tan grande como para merecer el nombre de gruta: una pequeña burbuja rocosa en la colina hueca, del mismo tamaño que una cuba de fermentación. La pared que quedaba a su izquierda era de una piedra grisácea y trazaba un arco al alzarse.

La luz de la lámpara dibujó sombras alocadas cuando Josep se dio la vuelta, esforzándose por ver, consciente de que allí dentro podía haber criaturas salvajes. Serpientes.

Allí de pie, en aquella caja natural hundida en la tierra, era posible creer que las pequeñas criaturas peludas podían vivir en aquel agujero cuando no estaban ocupadas en cuidar las raíces de las parras.

Se dio la vuelta, se encaró de nuevo hacia el agujero y salió al mundo.

Fuera, el aire era más suave y cálido y empezaba a caer el crepúsculo. Josep se puso en pie, contempló asombrado el agujero y luego sopló la lámpara y recogió los aperos.

Esa noche durmió unas pocas horas y luego pasó largos ratos tumbado, pensando en el agujero de la colina. En cuanto la luz de la siguiente mañana empezó a disolver la oscuridad, se apresuró a confirmar que no había sido un sueño.

La apertura seguía allí.

La pequeña burbuja de la colina era tan pequeña que no le servía de nada.

Pero era un buen lugar para empezar. Y Josep se tomó aquel descubrimiento como un mensaje de que debía ponerse a trabajar.

Regresó a la casa, sacó las herramientas y luego estudió con una nueva mirada el monte que se alzaba sobre el agujero. Era normal y corriente hasta la altura de los ojos, donde una roca grande, más larga que un hombre pero fina y lisa, se alargaba en perpendicular, un soporte natural para el suelo que quedaría por encima del umbral. Empezó a excavar por debajo del montículo de piedra, consciente de que la puerta habría de tener la anchura suficiente para que cupiese su carreta.

Se puso a trabajar con el azadón y, cuando apareció Francesc, estaba ya ocupado en recoger la tierra suelta con la pala. Se saludaron y el muchacho se sentó en el suelo y lo miró trabajar.

—¿Qué haces, Josep? —preguntó al fin Francesc.

—Estoy cavando una bodega —respondió Josep.

QUINTA PARTE
La sangre de la uva
Pueblo de Santa Eulalia, 12 de enero de 1876
41
Cavar

El hecho de que Josep Álvarez se pasara las horas cavando en el monte pronto se convirtió en tema de conversación en Santa Eulalia. Sus vecinos apenas tenían un interés relativo, aunque unos pocos creían que se había vuelto raro y le sonreían cuando lo atisbaban por las calles del pueblo.

El invierno era tiempo de limpiar y podar. Las vides de la parcela de los Torras necesitaban trabajos cuidadosos de saneamiento y Josep se los administró; aun así, la mayor parte de los días consiguió apartar unas pocas horas para trabajar con el pico y la pala, y más adelante, cuando todas sus vides quedaron bellamente podadas, se convirtió en excavador a tiempo completo. Dentro del agujero siempre hacía algo de fresco, pero no frío, y siempre era de noche, de modo que él cavaba junto a una lámpara chisporroteante que emitía luz amarilla y sombras negras.

Nivaldo miraba el proyecto con mala cara.

—Cuando empieces a cavar más hondo te puede matar el aire estancado. Hay malos vapores y... ¿cómo los llaman? ¿Miasmas? Como pedos venenosos del vientre de la tierra; si los respiras, te mueres. Tendrías que conseguirte un pajarillo con una jaula para que te acompañe ahí dentro, como hacen los mineros. Si se muere el pájaro, echas a correr como alma que lleva el diablo.

No tenía tiempo que perder con pajaritos. Era una máquina de cavar, se desplomaba exhausto en la cama, a menudo sin tiempo de quitarse la ropa que usaba para cavar, llena de tierra, y con la peste a sudor en las narices. Los días calurosos eran una bendición, pues podía darse un buen baño en el río y tal vez incluso lavar algo de ropa. Si no, se lavaba con un cubo de agua cuando ya le disgustaba demasiado la crudeza de su propio olor.

El espacio despejado en el interior de la colina empezó a tomar forma. Parecía más un pasadizo hacia el interior del promontorio que una bodega propiamente dicha, para la que hubiera preferido una forma cuadrada, o tal vez un rectángulo más amplio. Sin embargo, Josep cavaba a lo largo de la pared de roca y bajo el techo que había encontrado al principio en la burbuja original, la madriguera del jabalí. La pared izquierda, de roca, se alargaba sin perder su forma, levemente curvada, parecida a una sección a lo largo de un tubo al que se hubiera arrancado la parte derecha siguiendo un corte irregular. La anchura del túnel quedaba determinada por el hecho de que cuando cavaba más allá del límite marcado por el techo de roca, sólo había tierra. Josep no era minero; no sabía cómo apuntalar el enorme peso de la tierra que quedaba sobre su cabeza, por lo que se limitaba a cavar el suelo a partir de los límites marcados por el techo y la pared izquierda, e iba siguiendo la forma que éstos generaban. Lentamente empezó a formarse un túnel algo más alto que Josep y más ancho que alto; la pared izquierda y el techo, ambos de roca, se unían en una curva, mientras que la pared derecha y el suelo no tenían más que la arena de la colina.

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