Read La Bodega Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

La Bodega (4 page)

Una de las primeras transacciones de esa clase incluía 51 hectáreas de montes aislados y ondulados junto al río Pedregós, en Cataluña. Eran tierras deshabitadas y Aranda ordenó que se dividieran en doce secciones de cuatro hectáreas cada una, quedando las tres sobrantes alrededor de un pequeño edificio de piedra, el priorato de Santa Eulalia, abandonado desde hacía mucho tiempo, y designado por él como iglesia local. Como receptores de las tierras, el capitán general escogió a doce combatientes veteranos retirados, sargentos ancianos que habían dirigido tropas bajo su mando. En su juventud, todos ellos habían luchado en escaramuzas y en insurrecciones sangrientas. A todos aquellos sargentos se les debían pagas atrasadas. No eran grandes cantidades, pero sumadas alcanzaban un monto respetable. Salvo por pequeñas prestaciones entregadas a cada nuevo agricultor para que pudiera plantar el primer cultivo, los pactos de entrega de las tierras implicaban la renuncia a reclamar aquellos pagos atrasados, consecuencia derivada del programa que complacía mucho a Aranda en un año de dificultades financieras para la Corona.

Sólo una de las doce parcelas destacaba verdaderamente por su potencial como tierra de cultivo. Ese único campo bueno estaba situado en el rincón del sudoeste del nuevo pueblo, en el antiguo curso del río. Durante siglos, en los raros años de abundancia de agua, las corrientes crecidas habían arrastrado las capas superiores del suelo de la parte anterior de su curso y las habían depositado en un recodo del río, creando así una espesa capa de rica tierra de aluvión. El primer beneficiado que inspeccionó la nueva aldea fue Pere-Felip Casals, quien escogió aquel rincón fértil con entusiasmo y sin ninguna duda, asegurando así una prosperidad que había conferido a sus descendientes el suficiente poder político para convertirse, una generación tras otra, en alcaldes de Santa Eulalia.

El abuelo de Josep, José Álvarez, fue el cuarto soldado retirado que inspeccionó Santa Eulalia y aceptó las tierras. Soñaba con convertirse en un próspero granjero de trigo, pero tanto él como los demás sargentos, todos de origen campesino, eran capaces de reconocer un buen suelo y habían comprobado que todas las tierras restantes eran pizarrosas o estaban llenas de tierra caliza, un medio calcáreo y pedroso.

Hablaron mucho y con gravedad acerca de aquel asunto. Pere-Felip Casals había empezado ya a plantar patatas y cebada en su parcela fértil. Los demás sabían que tendrían que pasar penurias:

—No hay muchos cultivos que puedan prosperar en una mierda tan inhóspita como ésta —dijo un cansino José Álvarez. Los demás sargentos estaban de acuerdo.

Desde la primera plantación, todos ellos habían cultivado una planta que prosperaba bajo el sol ardiente del verano y se renovaba en el descanso ofrecido por los suaves inviernos del norte de España. Una planta que podía hundirse en aquella tierra seca y pedregosa hasta que sus raíces lograran chupar y tragar la exigua humedad que hubiera retenido la tierra.

Todos plantaron vides.

La reforma de la tierra no llegó muy lejos. Pronto, la Corona decidió apoyar un sistema que concedía grandes extensiones a terratenientes que a su vez arrendaban fragmentos minúsculos a campesinos indigentes. Al cabo de menos de dos años, Aranda había dejado ya de regalar tierras, pero los campesinos de Santa Eulalia habían recibido sus títulos formales y eran, por lo tanto, propietarios.

Ahora, más de un siglo después del reparto de tierras, menos de la mitad de las parcelas de Santa Eulalia pertenecían todavía a los descendientes de aquellos soldados jubilados. Las demás las tierras se habían vendido a propietarios que las dejaban en manos de los payeses, cultivadores de viñas que pagaban por el uso de aquellos pedazos de tierra. Las condiciones de vida apenas diferían entre quienes poseían las tierras y quienes las habían arrendado, salvo en que —además de ocuparse de tierras más extensas— los que tenían título de propiedad disfrutaban al menos de la seguridad de que no había un dueño que pudiera subirles el arriendo y obligarlos, en consecuencia, a abandonar la tierra. Con las rodillas hincadas en el suelo para arrancar las malas hierbas, Josep hundió los dedos en la arcilla cálida y llena de guijarros y bendijo la sensación que le producía el tacto arenoso bajo las uñas. «Esta tierra.» Qué maravilla ser el dueño de aquella extensión, desde la superficie tostada por el sol hasta cualquier profundidad que pudiera alcanzarse con una pala. No le importó que esa tierra produjera vino amargo en vez de trigo. Ser propietario implicaba poseer un fragmento de España, un pedazo del mundo.

A última hora de la tarde entró en la casa y empezó a ponerla en condiciones. Sacó los platos y cubiertos sucios y los fregó para arrancarles la suciedad y el moho, primero con un puñado de arena y luego con agua jabonosa. Dio cuerda al reloj francés y, para ponerlo en hora, recordó la última que había visto en el reloj de la tienda de Nivaldo y le sumó los minutos que calculaba haber tardado en llegar a casa. Luego barrió los suelos, aquella tierra apisonada que los Álvarez habían ido puliendo con sus pisadas durante un siglo. Se dijo que al día siguiente iría a lavar su ropa al Pedregós, así como toda la ropa sucia que había dejado Donat. Era consciente de que su cuerpo apestaba. El aire no era ya muy cálido, pero Josep necesitaba concederse el lujo de un baño completo. Al recoger la escoba se dio cuenta de que los mangos de madera de los aperos de la viña estaban secos y se tomó el tiempo necesario para engrasarlos cuidadosamente. Sólo entonces, con el sol ya en retirada, se permitió coger la exigua pastilla de jabón oscuro y encaminarse hacia el río.

Al pasar por el terreno de los Torras vio que aún lo cultivaba alguien, aunque con pocos cuidados. Las vides, muchas de ellas sin podar, parecían pedir fertilizante a gritos.

El siguiente viñedo era el que había pertenecido antaño a Ferran Valls. Había cuatro olivos grandes y retorcidos al borde de la carretera, con raíces gruesas como un brazo de Josep. Un crío jugaba entre las raíces del segundo árbol.

El muchacho lo miró acercarse. Era un crío hermoso, de ojos azules y cabello oscuro, con unos brazos finos, huesudos y bronceados. Josep se fijó en que llevaba el pelo muy largo, casi como una niña.

Se detuvo y carraspeó.

—Buenas tardes. Supongo que eres Francesc. Yo soy Josep.

Sin embargo, el niño se levantó de un salto y se escabulló por detrás de los árboles. Corría un tanto ladeado; algo le pasaba en las piernas. Al pasar junto al último árbol, Josep obtuvo una mejor vista de la viña y pudo comprobar que el muchacho progresaba torpemente hacia una figura que trabajaba entre las vides con su azada.

Maria del Mar Orriols. La llamaban Marimar. «La muchacha a la que recordaba como novia de Jordi es ahora su viuda», pensó. Y se sintió extraño.

Cuando el muchacho señaló hacia él, la madre detuvo su actividad y miró fijamente al hombre que se acercaba por el camino. Parecía más fornida de lo que él recordaba, casi como un hombre, salvo por el vestido manchado y el pañuelo que le cubría la cabeza.

—¡Hola, Maria del Mar! —saludó.

Sin embargo, ella no respondió. Era obvio que no reconocía su figura. Josep se detuvo y esperó un momento, pero ella no dio un paso hacia él, ni le habló ni dio muestra alguna de desear que se acercara.

Josep se despidió con la mano y siguió andando hacia el río. Al final del terreno de Maria del Mar, un recodo en el camino le llevó hacia la orilla del Pedregós, donde ella no podía verle.

4
La santa de las vírgenes

En Santa Eulalia, Josep veía a Teresa Gallego donde quiera que mirase. Se llevaban un año de diferencia. Cuando eran pequeños, Teresa era una más entre los muchos críos que correteaban por el pueblo y que empezaron a trabajar en las tierras siendo aún muy jóvenes. Su padre, Eusebi Gallego, tenía una hectárea arrendada y a duras penas se ganaba la vida cultivando uva blanca. Josep la había visto siempre por ahí, pero no la registró en su conciencia, a pesar de lo pequeño que era el pueblo, hasta los siete años. Prieta para su edad, pero rápida y fuerte, era la mascota de los
castellers
de Santa Eulalia. Joven favorita de la comunidad, era la criatura que todos hubieran escogido —¡si llega a ser varón!— para coronar la estructura humana de los
castellers
que, vestidos con camisa verde y pantalón rojo, honraban en ocasiones públicas a Dios y a Cataluña alzándose hacia el cielo sobre el soporte recíproco de sus hombros.

Había quien decía que los
castellers
recuperaban la figura de la ascensión de Cristo. Mientras los músicos tocaban antiguas canciones con sus tambores y ese oboe tradicional catalán al que llaman
gralla
, aparecía primero un cuarteto de hombres fornidos. Envueltos en fajines con una apretura de ahogo para reforzar la espalda y el abdomen, los rodeaban cientos de entusiastas voluntarios, una multitud que se apretujaba con ellos y los sostenía, docenas de manos que los mantenían en su lugar para reforzar la firmeza de la base, que en la jerga de los
castellers
se llamaba
baixos
. Otros cuatro hombres fuertes se aupaban sobre los primeros, con los pies descalzos apoyados en sus hombros. Luego subían otros cuatro, y aún cuatro más. Así seguían hasta lograr ocho capas de hombres, cada una algo más ligera que la anterior porque también era menor el peso que iba a soportar. Los niveles superiores estaban conformados por jóvenes y el último en ascender el castillo era un niño al que llamaban
enxaneta
, la cumbre.

La pequeña Teresa Gallego era fuerte y ágil como un mono, mucho mejor que cualquier chico del pueblo cuando se trataba de ascender. Asistía a todos los ensayos de los
castellers
porque su padre, Eusebi, aportaba su impagable fuerza en el cuarto nivel. Aunque una mujer no podía subir a la cumbre, la pequeña Teresa era querida y admirada y a veces le permitían coronar el quinto nivel durante los ensayos; escalaba una altura de cuatro cuerpos como si cada uno de ellos fuera una escalera, pisando pantorrillas, nalgas, espaldas, brazos estirados, sin hacer ningún movimiento brusco que provocara el cimbreo del castillo, aunque a menudo se cimbreaba igualmente y se estremecía mientras ella subía. Una rápida orden de retirada voceada por el director del grupo desde el suelo la obligaba a bajar, deslizándose de nuevo sobre las espaldas y los brazos mientras el castillo temblaba y se torcía. Una vez, en un ensayo, se desplomó la estructura y ella cayó al suelo, como una pequeña fruta humana desprendida entre los golpes sordos de los duros cuerpos de los adultos. La caída le provocó lesiones menores, pero Dios la protegió de cualquier daño importante.

Aunque se sabía que era la mejor escaladora entre los niños, en los espléndidos momentos de éxito en público durante las apariciones de los
castellers
programadas en festivales, siempre subía algún muchacho más lento y menos talentoso para alcanzar lo más alto, convirtiéndose en el noveno nivel tras subir por la última espalda del octavo y levantar un brazo en señal de victoria, convertido en la cumbre, como la guinda de un pastel de muchas capas, mientras la muchedumbre lanzaba vítores enloquecidos. En esos momentos, Teresa permanecía firme en la tierra y miraba hacia arriba con frustración y anhelo, al tiempo que la música de los tambores y las
grallas
le provocaba escalofríos y todo el castillo humano se deshacía triunfante hacia abajo, victorioso y perfectamente ordenado, capa a capa.

Teresa ascendió en los ensayos durante sólo dos años. A mitad de la segunda temporada, su padre empezó a dar signos de precoz flaqueza de salud y cada vez le costaba más aguantar el peso en la torre. Fue reemplazado y Teresa dejó de ir a los ensayos. Había ido perdiendo encanto a medida que crecía y ya no era la niña mimada por todos, pero Josep seguía estudiándola de lejos.

No tenía ni idea de por qué la encontraba tan interesante. La vio cambiar desde la infancia a medida que se iba volviendo alta y fuerte. Al cumplir los dieciséis años tenía el pecho pequeño, pero su cuerpo era femenino, y Josep empezó a mirarla fijamente cuando creía que ella no se daba cuenta; rápidos vistazos a las piernas cuando la veía encajar el borde de la falda en la cintura para que no la ensuciaran las vides. Ella sabía que Josep la observaba, pero nunca hablaron.

Entonces, ese mismo año, el día de Santa Eulalia, se encontraron los dos junto a la forja del herrero viendo pasar la procesión.

Había una cierta controversia con respecto al día de la patrona, pues había dos santas llamadas Eulalia: la patrona de Barcelona y santa Eulalia de Mérida. No se ponían de acuerdo al respecto de cuál de ellas había dado su nombre al pueblo. Ambas habían sido mártires y habían sufrido muertes agónicas por su fe. Santa Eulalia de Mérida era el 10 de diciembre, pero el pueblo celebraba sus fiestas el 12 de febrero, día de la patrona de Barcelona, sólo porque esta ciudad quedaba más cerca que Mérida. Algunos aldeanos terminaban mezclando en sus mentes los estimables poderes de ambas santas para crear una santa Eulalia propia, resultado de una combinación más poderosa que cualquiera de las otras dos. La Eulalia del pueblo era la santa patrona de toda una serie de cosas: la lluvia, las viudas, los pescadores, la virginidad y la protección contra los abortos espontáneos. Uno podía rezarle a santa Eulalia por casi todos los problemas importantes de la vida.

Cincuenta años antes, algunos habitantes del pueblo habían observado que los restos de una de esas Eulalias estaban enterrados en la catedral de Barcelona, mientras que los adeptos de Mérida tenían reliquias de su santa en la basílica de su iglesia. Los habitantes de Santa Eulalia también querían honrar a su santa, pero no tenían reliquia alguna, ni siquiera un simple hueso de un dedo, así que juntaron sus precarios ahorros y encargaron una estatua para su iglesia. El escultor al que contrataron se dedicaba a esculpir lápidas y era un hombre de talento limitado. La estatua le quedó larga y torpe, con un feo rostro de disgusto que la hacía muy humana, pero estaba pintada con colores brillantes y el pueblo se enorgullecía de ella. Cada día de Santa Eulalia, las mujeres vestían a la santa con una bata blanca adornada por muchas campanillas de sonido agudo. Los hombres más fuertes de la región, incluidos aquellos que conformaban la base de las torres humanas, llevaban la estatua a empujones hasta una plataforma cuadrada, hecha de sólidos tablones. Mientras los hombres de la parte frontal de la plataforma caminaban hacia delante entre gruñidos y gemidos, los de la parte trasera caminaban de espaldas: iban despacio y se tambaleaban de un extremo a otro del pueblo para dar luego dos vueltas a la plaza mientras las campanillas de la estatua tañían su santa aprobación. Los niños y los perros se perseguían tras la estela de la plataforma. Berreaban los críos, los perros ladraban entre la marea de aplausos que señalaba el avance de Santa Eulalia, procedente de una multitud de gente que había acudido vestida de domingo, algunos de ellos desde distancias considerables, para unirse a las fiestas y rendir homenaje a la santa.

Other books

SLAVES OF HOLLYWOOD 2 by Declan Brand
Fetish by Tara Moss
His Every Choice by Kelly Favor
Rules of Conflict by Kristine Smith
The Glass Shoe by Kay Hooper
The Secret Lover by London, Julia
Turtle Baby by Abigail Padgett