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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

La Bodega (6 page)

Caminó arriba y abajo por las hileras de vides, estudiándolas. No estaban separadas con mimo para crear líneas inmaculadas como en el viñedo de los Mendes, y trazaban curvas y se retorcían como serpientes en vez de alargarse en rectas razonables. Habían sido plantadas sin cuidado, en un batiburrillo de variedades: sus ojos distinguieron diversos grupos, mayores o menores, de Garnacha, Samso y Tempranillo, todas mezcladas. Durante generaciones, sus antepasados habían hecho vino con ellas para obtener luego un vinagre burdo e impersonal. A sus ancestros no les habían importado las variedades, siempre que se tratara de uvas negras que produjeran mosto abundante.

Así habían sobrevivido. Se dijo que él tenía que ser capaz de lograrlo del mismo modo. Pero estaba preocupado: le parecía que aquel cambio de destino había sucedido con demasiada facilidad. ¿Sería capaz de superar los retos de aquella responsabilidad?

Se dijo que no tenía familia que mantener y que, más allá de los más humildes alimentos, tenía muy pocas necesidades. Pero la viña acarrearía gastos. Se preguntó si podría permitirse comprar una mula. Su padre había vendido la suya cuando los dos hijos tuvieron la edad suficiente para cumplir con su trabajo de hombres. Con tres adultos en la viña, podían ocuparse del trabajo sin necesidad de cargar con las complicaciones que suponía el cuidado de un animal.

Pero ahora no tenía más fuerza de trabajo que la propia, y una mula sería como un regalo de los cielos.

Con el paso de los años, se habían plantado vides en todas las zonas de la tierra que resultaban fáciles de trabajar. Sin embargo, mientras caminaba vio que el último sol de la tarde acariciaba la cumbre del monte que conformaba la auténtica frontera de su propiedad. La viña llegaba sólo hasta la mitad de la cuesta; la inclinación se acercaba mucho al ángulo que, según le había contado Mendes, superaba los cuarenta y cinco grados. Demasiado para trabajar con una mula, pero el propio Josep había dedicado muchas horas en Francia a plantar y cuidar vides con sus propias manos en cuestas igual de empinadas.

La mayor parte de las vides más viejas eran de Tempranillo. En cambio, había una sección del monte en la que se había plantado Garnacha, y Josep subió a la parte en que las parras eran hermosas y ya antiguas, tal vez de unos cien años, con la parte baja retorcida y gruesa como un muslo. Había un puñado de uvas endurecidas, aferradas a los zarcillos secos y tras arrancarlas y llevárselas a la boca, descubrió que aún estaban henchidas de un sabor duradero.

Siguió subiendo y en más de una ocasión se vio obligado a hincar una rodilla en el suelo porque sus pies no encontraban agarre suficiente en la aspereza del monte. Se iba deteniendo aquí y allá para arrancar aulagas y hierbajos. ¡Cuántas vides podían plantarse ahí! Podía aumentar considerablemente la producción de uva.

Constató que tal vez había aprendido algunas cosas que su padre ignoraba. Y estaba dispuesto a trabajar como un animal y a experimentar cosas que él ni siquiera se hubiera atrevido a probar.

A partir de esa noche dormiría en la cama de su padre.

Se dio cuenta de que lo que le había ocurrido era un milagro, tan importante para él como el día en que el Rey y el general Pedro Pablo de Aranda le habían entregado la tierra al sargento José Álvarez. En ese momento lo abandonaron las dudas y se sintió invadido por la felicidad que hasta entonces lo había eludido. Lleno de agradecimiento, se sentó en la tierra cálida de la colina y contempló cómo el sol emborronaba de rojo el horizonte antes de desaparecer entre dos colinas. Al poco, el crepúsculo se adueñó del pequeño valle de Santa Eulalia, cubierto de viñas, y empezó a caer la noche sobre su tierra.

6
Un viaje a Barcelona

El sábado por la mañana, Josep pasó la azada y cavó durante dos horas, hurgando la tierra en torno a una hilera mediocre, en la que las uvas Tempranillo estaban escuálidas y la tierra endurecida, desportillada como una piedra. Sin embargo, dejó de trabajar cuando aún era pronto, pues ignoraba cuánto le iba a costar llegar a la fábrica textil en la que trabajaba Donat. Echó a andar por la carretera hacia Barcelona. Aún tenía fresca en la memoria la larga caminata desde Francia y no quería llegar andando hasta la ciudad. Así que se detuvo y esperó a que pasara algún vehículo conveniente. Dejó pasar varios carruajes particulares; luego, al ver un carromato grande cargado de barriles nuevos y tirado por cuatro enormes caballos, alzó la mano y señaló carretera adelante.

El conductor, un hombre de complexión tan generosa como la de sus caballos y con las mejillas enrojecidas, tiró de las riendas el tiempo justo para que él trepara al carro y le deseó un buen día en tono afable. Fue un viaje afortunado. Los caballos hacían resonar con brío sus cascos y el arriero era un alma de buen carácter, contento de pasar las horas del día con una conversación ociosa que acortara el viaje. Dijo que se llamaba Emilio Rivera y que su tonelería estaba en Sitges.

—Buenos barriles —dijo Josep, tras echar una mirada a la carga que llevaban detrás—. ¿Son para algún viticultor?

Rivera sonrió.

—No. —Explicó que no vendía a los vinateros, aunque sí aportaba toneles al negocio del vinagre—. Éstos van para los pescadores de la costa de Barcelona. Llenan mis barriles con merluza, pargo, atún, arenques... A veces, sardinas o anchoas. Y sólo de vez en cuando con anguilas, porque suelen venderlas frescas. A mí me encantan pequeñitas.

Ninguno de los dos mencionó la guerra; era imposible saber si un desconocido era un carlista conservador o un liberal que apoyaba al Gobierno. Cuando Josep hizo algún comentario admirativo sobre los caballos, la conversación derivó hacia los animales de carga.

—Creo que pronto voy a necesitar una mula joven y fuerte —dijo Josep.

—Pues tienes que ir a la feria de caballos de Castelldefels, que se celebrará dentro de cuatro semanas. Mi primo, Eusebi Serrat, compra caballos y mulas. Por una módica suma te ayudará a escoger lo mejor que se venda —dijo el carretero.

Josep asintió, pensativo, y archivó el nombre en su cabeza.

Los caballos de Rivera avanzaban con buena marcha. Cuando llegaron al lugar en que se encontraba la fábrica textil, justo a las afueras de Barcelona, había pasado ya el mediodía. Sin embargo, como Josep había quedado en encontrarse con Donat a las cinco, siguió el camino con el señor Rivera hasta más allá de la población. Cuando saltó del carro del tonelero en la Plaça de la Seu, las campanas de la catedral anunciaban que ya eran las dos de la tarde.

Paseó por la basílica y por sus galerías abovedadas, se comió su pan con queso en los claustros y echó un mendrugo al grupo de ocas que picoteaban tras los nísperos, magnolias y palmeras del jardín de la catedral. Luego se sentó en un escalón de la entrada y disfrutó del fino sol que calentaba el frío aire de principios de primavera.

Sabía que estaba a escasa distancia del vecindario en el que, según Nivaldo, tenía su zapatería el marido de Teresa.

Le ponía nervioso la posibilidad de encontrársela por la calle. ¿Qué podía decirle?

Sin embargo, ella no apareció. Josep se quedó sentado y contempló a la gente que entraba y salía de la catedral: sacerdotes, miembros de las clases altas ataviados con finas ropas, monjas con distintos hábitos, obreros de rostro ajado, niños con los pies sucios. Las sombras se alargaban ya cuando abandonó la catedral y se abrió camino entre callejones y patios.

Oyó el ruido de la fábrica antes de verla. Al principio, el rugido era como una marea lejana que llenaba sus oídos con un sonido quedo y ahogado que le provocaba una extraña e incómoda aprensión.

Donat lo abrazó, alegre y deseoso de mostrarle dónde trabajaba.

—Ven —le dijo.

La fábrica era un edificio grande de ladrillos rojos y lisos. En la entrada, el rugido era más insistente. Un hombre vestido con chaqueta negra de fina confección y chaleco gris miró a Donat.

—¡Tú! Hay una bala de lana estropeada cerca de los cardadores. Está podrida y no se puede usar. Deshazte de ella, por favor.

Josep sabía que su hermano llevaba trabajando desde las cuatro de la mañana, pero Donat asintió.

—Sí, señor Serna, yo me encargo de ella. Señor, ¿puedo presentarle a mi hermano, Josep Álvarez? He terminado ya mi turno y me disponía a enseñarle nuestra fábrica.

—Sí, sí, enséñasela, pero antes deshazte de la lana estropeada. Entonces, ¿tu hermano busca trabajo?

—No, señor —contestó Josep.

El hombre se alejó con desdén.

Donat se detuvo ante un contenedor lleno de lana sin procesar y enseñó a Josep a arrancar un fragmento y metérselo en la oreja.

—Es para protegernos del ruido.

A pesar de aquellos tapones, el sonido les estalló encima en cuanto pasaron por unas puertas. Entraron en una balconada que se asomaba a la amplia planta de cemento en la que infinitas hileras de máquinas generaban un pandemonio de chasquidos que rebotaban en la piel de Josep y le rellenaban todos los huecos del cuerpo. Donat le dio un golpecito en el brazo para llamar su atención.

—Hilanderas... y... telares —silabeó sin emitir sonido alguno—. Y... más cosas.

—¿Cuántas?

—¡Trescientas!

Guió a Josep y se sumergieron en aquel mar de ruidos. Donat fue explicando por gestos cómo los carreteros vertían el carbón directamente desde sus carretas en una tolva por la que descendía hasta las dos calderas, en las que cuatro fogoneros medio desnudos echaban paladas de combustible sin pausa para generar el vapor que mantenía en marcha el enorme motor de los telares. Por un pasillo enladrillado se llegaba a una sala en la que la lana cruda se sacaba de los fardos y se separaba en función de su calidad y la largura de su fibra —Donat especificó que la de fibra más larga era mejor—, antes de introducirse en unas mesas mecánicas que la agitaban para que el polvo cayera a un contenedor inferior por medio de una rejilla. Unas máquinas batidoras lavaban la lana y la encogían para que después las cardadoras estirasen la fibra y la preparasen para hilar. En la sala de cardadoras, Donat tocó el brazo de un amigo y le sonrió.

—Mi... hermano.

Su compañero sonrió a Josep y le estrechó la mano. Luego se tocó la cara y se dio la vuelta. Josep tardó poco en descubrir que era una señal entre los trabajadores, y significaba que había algún jefe mirando. Vio al vigilante —sentado tras una mesa en una pequeña plataforma elevada en el centro de la sala—, que los miraba fijamente. A su lado, un cartel grande proclamaba:

¡Trabaja en silencio!

¡Si hablas, tu trabajo no saldrá perfecto!

Donat lo sacó enseguida de aquella sala. Siguieron el mismo camino que la lana a través de los muchos procesos que llevaban del hilado de carretes al tejido y teñido de la tela. Josep estaba mareado por el ruido y la combinación de hedores de lana cruda, grasa de los motores y lámparas de carbón, más el sudor de un millar de trabajadores en acción. Mientras Donat le instaba con orgullo a acariciar los rodillos ya terminados de telas de ricos colores, Josep estaba temblando, dispuesto a hacer y decir cualquier cosa que le permitiera abandonar aquel incesante chillido combinado de maquinarias.

Ayudó a Donat a deshacerse del fardo de lana podrida en un vertedero detrás de la fábrica. El sonido de las máquinas continuaba, pero agradeció haberse alejado.

—¿Me puedo quedar una bolsa de este material? Creo que me serviría.

Donat se rió.

—¿Por qué no? Esta masa apestosa no nos sirve para nada. Puedes quedarte tanta como seas capaz de cargar.

Llenó una bolsa de tela con la lana y sonrió con indulgencia mientras su extravagante hermano cargaba con ella para alejarse del vertedero.

Donat y Rosa vivían en el conglomerado de viviendas de la fábrica, en una de las llamadas «casas baratas» que los trabajadores alquilaban por poco dinero a la compañía. Una de las muchas idénticas, ordenadas en hileras. Cada una tenía dos habitaciones minúsculas —un dormitorio y una mezcla de cocina y sala de estar—, y compartía un retrete exterior con el vecino. Rosa recibió a Josep con muestras de cariño y sacó enseguida una de las dos copias del documento de venta.

—Mi primo Carles, el abogado, dio el visto bueno a los cambios —dijo.

Miró con atención mientras su marido firmaba ambas copias. Cuando Josep aceptó una de las copias y entregó a Rosa los billetes de su primer pago por la tierra, ambos sonrieron encantados.

—Vamos a celebrarlo —propuso Donat, y se largó a toda prisa para comprar los víveres necesarios para un banquete.

Mientras él estaba fuera, Rosa dejó solo a Josep en la casa, pero regresó enseguida, acompañada por una joven de mucho pecho.

—Mi amiga Ana Zulema, de Andalucía.

Era evidente que ambas se habían preparado para la ocasión y llevaban faldas oscuras y blusas blancas almidonadas casi idénticas.

Donat volvió pronto con comida y bebida.

—He ido a la tienda de la compañía. También tenemos iglesia y sacerdote. Y un colegio para los niños. Ya ves, aquí tenemos todo lo que necesitamos. No nos hace falta salir. —Dispuso la carne adobada, las ensaladas, el bacalao, el pan y las olivas. Josep comprobó que debía de haberse gastado buena parte del primer pago en comida—. He comprado coñac y vinagre hecho por aquella gente que solía comprarle el vino a padre. ¡Puede que esta misma botella se hiciera con sus uvas!

Donat bebió un buen trago de coñac. Pese a estar en casa, parecía incapaz de dejar de hablar del trabajo.

—Esto es un mundo nuevo. Los trabajadores de esta fábrica vienen de toda España. Muchos han llegado del sur porque allí no hay trabajo. Otros vieron sus vidas truncadas por la locura de la guerra: casas arruinadas por los carlistas, cultivos quemados, comida robada por los soldados, hijos muertos de hambre. Aquí encuentran un nuevo principio, un buen futuro para ellos y para mí con todas estas máquinas. ¿No te parecen maravillosas?

—Sí, lo son —afirmó Josep, aunque vacilante, pues a él las máquinas lo intimidaban.

—Seré sólo un aprendiz hasta que lleve dos años en la fábrica y luego me convertiré en tejedor. —Donat admitió que la vida no resultaba fácil para los trabajadores—. Las normas son duras. Hay que ser prudente y pasar el tiempo necesario en el retrete. No tenemos pausa para comer, así que yo me llevo un pedazo de queso o algo de carne en el bolsillo y me lo como mientras trabajo. —Explicó que la fábrica funcionaba las veinticuatro horas, con dos largos turnos—. Sólo se detiene los domingos, para reparar y engrasar las máquinas. A eso me gustaría dedicarme algún día.

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