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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

La Bodega (9 page)

El sargento Peña alargó un brazo y cogió el mosquetón, un rifle muy viejo, alisado de tanto uso. En algunos trozos el cañón se había gastado tanto que se veía el metal azulado, pero el sargento supo ver que el arma estaba limpia y muy bien cuidada. Observó la escasa luz en los ojos del muchacho y percibió la inocente confusión en su voz.

—No, jovencito, esto no es un grupo de cazadores. ¿Se te dan muy bien las matemáticas?

—¿Matemáticas? —Jaumet lo miró asombrado—. No, señor, no entiendo las matemáticas.

—Ah. Entonces esto no te gustará, porque es el club de matemáticos. —Devolvió el mosquetón al muchacho—. Entonces, tienes que volver a cazar, ¿no?

—Sí, eso es, señor —respondió Jaumet con seriedad.

Tomó su mosquetón y se alejó del claro, seguido por las risas renovadas.

—Silencio. No se tolerará la frivolidad. —El sargento no levantaba la voz, pero sabía cómo dirigirse a sus hombres—. Sólo pueden hacer nuestro trabajo los hombres inteligentes, pues hace falta una mente despierta para recibir una orden y cumplirla. Estoy aquí porque nuestro ejército necesita buenos hombres jóvenes. Vosotros estáis porque necesitáis un empleo, pues si no me equivoco no hay en este grupo ningún primogénito. Entiendo muy bien vuestra situación. Yo mismo soy el tercer hijo de mi familia.

»Se os concede una oportunidad de ganaros la elección para servir a vuestra patria, tal vez incluso para tareas mayores. Se os tratará como a hombres. El Ejército no quiere críos.

A oídos de Josep, el catalán de aquel sargento se diluía en un acento propio de otro lugar. Tal vez Castilla, pensó.

El sargento Peña les pidió que dijeran sus nombres en voz alta y los escuchó mientras lo hacían, mirándolos intensamente.

—Vendremos aquí tres veces por semana, los lunes, miércoles y viernes por la mañana, antes de que salga el sol. El entrenamiento durará muchas horas y será un trabajo difícil. Adaptaré vuestros cuerpos a los rigores de la vida militar y prepararé vuestras mentes para que podáis pensar y actuar como soldados.

Esteve Montroig tomó la palabra con entusiasmo:

—Entonces, ¿nos enseñará a disparar armas y todo eso?

—Siempre que te dirijas a mí... ¿Tú eres Montroig? Esteve Montroig. Te dirigirás a mí correctamente, llamándome «sargento».

Se hizo un silencio. Esteve lo miró confundido y luego se dio cuenta de lo que estaba esperando.

—Sí, mi sargento.

—No tendré en cuenta las preguntas ociosas o estúpidas. Ha llegado la hora de que aprendáis a obedecer. ¡Obedecer! Sin preguntar. Sin dudas y sin la menor demora. ¿Me entendéis?

—Sí, sargento —contestaron todos, vacilantes, en un coro desordenado.

—Escuchad con atención. La pregunta que debéis borrar de vuestras mentes para siempre como soldados es: «¿por qué?». Todo soldado, sea cual fuere su rango, tiene a alguien por encima a quien debe obediencia instantánea sin preguntar. Dejad que la persona que os da las órdenes se preocupe de los porqués. ¿Me entendéis?

—¡Sí, sargento!

—Hay mucho que aprender. Ahora, en pie.

Lo siguieron en una columna informal por el sendero que se adentraba en el bosque, hasta llegar a una pista más ancha que llevaba al campo. Allí les mandó correr y empezaron de buen ánimo, pues eran jóvenes y estaban llenos de vida. Eran todos campesinos; sus cuerpos estaban ya listos para el trabajo físico y la mayoría gozaban de buena salud, de modo que algunos sonreían mientras corrían casi a botes con sus largas zancadas.

Guillem ponía caras cómicas al sargento Peña y Manel disimulaba su risa con un resoplido.

Sin embargo, su vida diaria no les proporcionaba demasiadas razones para correr más que unos pocos metros, de modo que pronto empezaron a sonar sus respiraciones entrecortadas.

Pere Mas, que estaba, como Donat, bien entrado en carnes, se fue atrasando hasta el final de la columna desde el principio y pronto lo dejaron atrás. Los pies resonaban al ascender y caer sin cesar, con tan poca maña que se iban entorpeciendo entre ellos. De vez en cuando se daban empujones al correr. Josep empezó a sentir una punzada en el costado.

Las sonrisas fueron desapareciendo a medida que la respiración empezaba a exigir esfuerzo.

Al fin, el sargento los metió en un campo y les permitió desplomarse en el suelo por un breve instante, mientras boqueaban en silencio, con sus ropas de trabajo empapadas de sudor.

Luego los hizo poner de pie, alineados de cara a él, y les enseñó a ordenar la fila de manera que quedara recta de principio a fin.

A ponerse firmes en cuanto recibieran la orden.

A dirigirse a él todos a la vez y con fuerza cada vez que se le hiciera al grupo una pregunta que requiriese las respuestas: «¡Sí, sargento!» y «No, sargento».

Luego los puso a correr de nuevo, de vuelta al claro del bosque, tras las viñas de los Calderón.

Pere Mas llegó caminando, mucho más tarde que los demás. Le estallaba la cabeza y su cara redonda estaba enrojecida. Sólo acudió al grupo de cazadores el primer día.

Miquel Figueres asistió a una segunda reunión, pero luego confesó con alegría a Josep que se iba a vivir a Girona para trabajar en una granja de pollos con un tío que no tenía hijos.

—Un milagro. He rezado a Eulalia y, bendito sea Dios, me ha concedido este milagro, un auténtico milagro.

Llenos de envidia, buena parte de los demás se pusieron a rezar a la santa. El propio Josep le dirigió sus oraciones —largas e intensas—, pero ella se mostró sorda a sus ruegos y ya nadie más abandonó el grupo. Ninguno de los demás tenía adónde ir.

10
Órdenes extrañas

Durante todo el cálido mes de agosto y hasta bien entrado septiembre, los miembros del grupo de cazadores sudaron y se afanaron por aquel extraño taciturno y vigilante. También ellos lo vigilaban, aunque se aseguraban de no mantener contacto visual con él. La boca del sargento era un tajo recto entre los labios delgados. Pronto aprendieron que les iba mejor cuando las comisuras no se alzaban. Su rara e inescrutable sonrisa jamás contuvo rastro de humor y aparecía sólo cuando se comportaban de un modo que él considerase verdaderamente despreciable, tras lo cual les hacía trabajar sin piedad y les mandaba correr tanto, o marchar durante tanto rato, prepararse tan a fondo y corregir sus equivocaciones con tal frecuencia que los errores causantes de aquella sonrisa y de su enfado terminaban por desaparecer.

Les doblaba en edad y, sin embargo, aguantaba más que ellos corriendo, y era capaz de marchar durante horas sin dar muestras de fatiga, a pesar de su lesión. En una ocasión en que se bañaron todos en el río tras una larga y sudorosa marcha, le vieron la pierna. Tenía un agujero de bala encima de la rodilla, como un ombligo fruncido, que debía de ser antiguo, pues estaba completamente sanado. Pero en la parte exterior de la herida que le provocaba la cojera vieron una cicatriz larga y horrenda que por su apariencia debía de ser reciente y estar curándose todavía.

Los enviaba con misiones y extraños recados, a veces solos y otras en grupo, siempre con lacónicas instrucciones que resultaban estrambóticas.

—Encontrad nueve piedras planas del tamaño de vuestro puño. Cinco han de ser grises y contener vetas de minerales negros. Las otras cuatro, perfectamente blancas, sin mancha alguna.

»Encontrad árboles sanos y cortad dos docenas de tablones de madera verde: siete de roble, seis de olivo, los demás de pino. Luego les peláis la corteza. Cada pieza ha de ser perfectamente recta y medir el doble que el pie de Jordi Arnau.

Una mañana envió a Guillem Parera y a Enric Vinyes a un olivar en busca de una llave, diciéndoles que la encontrarían al pie de un árbol. Había nueve hileras de doce olivos cada una. Empezaron por el primero: a cuatro patas, rodearon dolorosamente la base del tronco, trazando círculos cada vez más anchos al tiempo que escarbaban con los dedos entre el suelo y el detritus hasta que estuvieron seguros de que la llave no estaba escondida allí.

Luego fueron al siguiente árbol.

Más de cinco horas después, seguían arrastrándose en torno al segundo árbol de la quinta hilera. Sus sucias manos estaban rasguñadas y doloridas y a Guillem le sangraban los dedos. Luego le contó a Josep que lo que le rondaba la mente era la molesta idea de que el sargento hubiera enterrado la llave más hondo de lo que alcanzaban sus dedos; quizás estuviera por debajo de los primeros 15 o 20 centímetros del suelo, junto a alguno de los árboles que ya habían inspeccionado.

Sin embargo, en el momento en que más les preocupaba ese temor, Guillem oyó que Enric lo llamaba. Había volteado una pequeña piedra, bajo la cual había un llavín de bronce.

Se preguntaron en qué cerradura podría encajar, pero cuando regresaron tuvieron el acierto de no preguntárselo al sargento Peña. Él se la quedó y se la metió en el bolsillo.

—Ese hijo de puta está loco —le dijo Enric a Josep cuando terminó la formación de aquel día, pero Guillem Parera negó con la cabeza.

—No. Las cosas que nos obliga a hacer son difíciles, pero ninguna es una locura imposible. Si lo piensas bien, a cada encargo corresponde una lección. El de encontrar piedras especiales y el de los trozos de madera: «Fijaos en los detalles menores». El de encontrar la llave: «No dejéis de intentarlo hasta que lo hayáis conseguido».

—Creo que nos está acostumbrando a obedecer sin pensar. A seguir cualquier orden —opinó Josep.

—¿Por muy peculiar que sea?

—Exactamente —respondió Josep.

Ya le había quedado claro que no tenía ni el talento ni las aptitudes necesarias para ser soldado, y estaba seguro de que pronto sería consciente de esa obviedad el propio hombre silencioso y decidido que los entrenaba.

El sargento Peña los llevó de marcha forzada en plena noche y bajo la arremetida del sol de mediodía. Una mañana los condujo al río y lo siguieron por el agua durante largo rato, tropezando con las rocas y arrastrando a los que no sabían nadar cuando llegaban a una charca. Los jóvenes se habían criado junto al río y lo conocían a fondo en un tramo de unas pocas leguas en torno al pueblo, pero él los llevó hasta zonas que no habían visitado jamás y terminó metiéndolos en una pequeña cueva. La entrada de la gruta era una apertura entre la maleza, apenas visible y, sin embargo, Peña los llevó hasta ella sin la menor cavilación, lo que hizo pensar a Josep que había estado allí antes.

Empapados y exhaustos, se desplomaron en el suelo rocoso.

—Tenéis que estar siempre atentos a este tipo de sitios —les dijo Peña—. España es tierra de cuevas. Hay muchos lugares en los que encontrar un escondrijo cuando te busca alguien que quiere matarte: un agujero oscuro, un tronco hueco, un montón de maleza. Os podéis esconder incluso en un hoyo del suelo. Tenéis que aprender a empequeñeceros detrás de una roca, a respirar sin hacer ruido.

Aquella tarde les enseñó a arrastrarse hacia un guardia y asaltarlo por detrás, tirar de su cabeza hacia atrás para que el cuello quedase estirado y luego cortarle el pescuezo de un solo tajo.

Les hizo practicar aquella técnica, turnándose para hacer de guardia y de asaltante. Usaban palos cortos a modo de navaja, con la punta señalando siempre hacia fuera de tal modo que lo que rozara el cuello de la «víctima» fuera el puño. Aun así, cuando Josep tuvo a Xavier Miró con la cabeza hacia atrás y el cuello expuesto, durante un mínimo momento de debilidad, no pudo siquiera forzarse a imitar el gesto de un navajazo.

Por si no estaba suficientemente nervioso, vio que aquellos ojos fríos y calculadores habían percibido sus dudas, y que la boca «sonreía».

—Mueve la mano —le dijo Peña.

Humillado, Josep recorrió con su mano el cuello de Xavier. El sargento sonrió.

—Lo más difícil de matar es pensar en ello. Pero cuando matar es necesario, necesario de verdad, cualquiera puede hacerlo y se vuelve muy fácil. No tengas miedo, Álvarez. La guerra te gustará —añadió, mostrando de nuevo su sonrisilla amarga, como si fuera capaz de leerle la mente—. Siempre que un joven con sangre caliente en las pelotas descubre el sabor de la guerra, le coge gusto.

Josep sintió que, pese a sus palabras, el sargento Peña había reconocido que la sangre no alcanzaba el calor necesario en sus pelotas, y lo vigilaba de cerca.

Más adelante, cuando estaban sentados en el bosque, empapados de sudor después de la última carrera del día, el hombre se dirigió a ellos:

—En algunas ocasiones, durante la guerra, el ejército avanza más allá de sus líneas de aprovisionamiento. Cuando eso ocurre, los soldados han de vivir de lo que dé la tierra. O bien obtienen comida de la población civil, o se mueren de hambre... ¿Lo entiendes, Josep Álvarez?

—Sí, sargento.

—Dentro de esta próxima semana quiero que traigas dos pollos a nuestras reuniones, Álvarez.

—¿Pollos..., sargento?

—Sí. Dos pollos. Gordos.

—Señor. Sargento. No tengo dinero para comprar pollos.

El hombre lo miró con las cejas enarcadas.

—Claro que no lo tienes. Se los robarás a algún civil. Búscalos en el campo, como se ven obligados a hacer a veces los soldados.

—Sí, señor —dijo, en tono desgraciado.

11
Los visitantes

A la mañana siguiente, Marcel Álvarez y sus hijos empezaron la recolección de su viña, cortando los gruesos racimos oscuros de uva y llenando una cesta tras otra para vaciarlas luego en dos carretas de buen tamaño. A Josep le encantaba el aroma almizclado y dulce y el peso de aquellos racimos llenos de jugo en sus manos. Se entregó a la faena, pero sus esfuerzos no le trajeron la paz mental que ansiaba.

«Por Dios. ¿De dónde voy a robar yo esos pollos, esos dos pollos gordos?»

Era una pregunta terrible. Podía nombrar de memoria a una docena de aldeanos que criaban pollos, pero lo hacían porque los huevos y la carne eran muy valiosos. Necesitaban las aves para alimentar a sus familias.

A media mañana se distrajo de sus preocupaciones porque aparecieron dos franceses muy bien vestidos en el viñedo. Con un catalán extrañamente afrancesado y cortés, se presentaron como André Fontaine y Léon Mendes, de Languedoc. Fontaine, alto y muy esbelto, con una barbilla muy cuidada y una buena melena de un acero gris y deshilachado, compraba vino para una importante cooperativa productora de vinagre. Su compañero, Mendes, era más bajo y corpulento, tenía una calva rosada, un rostro redondo y bien afeitado y unos ojos marrones serios, aunque la sonrisa los volvía más cálidos. Como su acento catalán era mejor que el de Fontaine, se encargó él de llevar la conversación.

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