La casa de Riverton (23 page)

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Authors: Kate Morton

Más tarde, reconfortados por el relativo frescor de los muros empedrados de la sala de los sirvientes, el señor Hamilton le pidió a Katie que sirviera limonada mientras los demás nos hundíamos lánguidamente en las sillas, alrededor de la mesa.

—Es el fin de una época, sin duda —declaró la señora Townsend secándose los ojos con un pañuelo. Había estado llorando casi todo el mes de julio, desde que se recibió la noticia de la muerte del mayor en Francia. Sólo se detuvo una vez, para tomar impulso, cuando lord Ashbury fue víctima de un ataque fatal, una semana después. Ahora no sólo derramaba lágrimas, sino que sus ojos habían caído en un estado de filtración permanente.

—El fin de una época —repitió el señor Hamilton, que estaba sentado frente a ella—. Así es, señora Townsend.

—Cuando pienso en Su Señoría…

Las palabras de la cocinera se volvieron inaudibles. Meneó la cabeza, apoyó los codos en la mesa y ocultó el rostro hinchado entre las manos.

—El ataque fue repentino.

—¿Ataque? —preguntó la señora Townsend, levantando la cara—. Llámenlo así si quieren, pero él murió de tristeza. Créanme si les digo que no pudo tolerar perder a su hijo de esa manera.

—Tiene razón, señora Townsend —convino Myra, anudándose al cuello el pañuelo del uniforme de guarda de tren—. Él y el mayor estaban muy unidos.

—¡El mayor! —Los ojos de la señora Townsend volvieron a llenarse de lágrimas y le tembló el labio inferior—. Querido muchacho. Pensar que ha muerto de esa manera. En alguna espantosa marisma de Francia.

—El Somme —apunté, saboreando la redondez de la palabra, su sonido premonitorio. Recordaba la última carta de Alfred, las finas y mugrientas cuartillas que olían a un lugar lejano. Había llegado dos días antes; una semana después de que la enviara desde Francia. Pese al tono aparentemente trivial de sus comentarios, había algo en ellos, en su vaguedad y en sus silencios, que me inquietó—. ¿Es ése el lugar donde está Alfred, señor Hamilton?

—Por lo que he oído en el pueblo, diría que sí, jovencita. Al parecer los muchachos de Saffron están todos allí.

Katie llegó con la bandeja de limonadas.

—Señor Hamilton, ¿y si Alfred…?

—Katie —la interrumpió bruscamente Myra, mirándome, mientras la señora Townsend se llevaba la mano a la boca—. Ocúpate de ver dónde pones esa bandeja y cierra el pico.

El señor Hamilton frunció la boca.

—No se preocupen por Alfred. Es una persona saludable y de gran temple. Los que dan las órdenes saben lo que hacen. No enviarán a Alfred ni a sus compañeros al combate si no están seguros de su capacidad para defender al rey y al país.

—Eso no significa que no pueda morir —opinó Katie enfurruñada—. Así ocurrió con el mayor, y es un héroe.

—¡Katie! —El rostro del señor Hamilton adquirió el color del ruibarbo cocido cuando la señora Townsend sollozó—. Un poco de respeto. —Luego bajó el tono de la voz hasta convertirlo en un susurro vacilante—. Después de todo lo que la familia ha tenido que soportar estas últimas semanas —comentó meneando la cabeza y enderezándose las gafas—. Quítate de mi vista, jovencita. Vuelve al fregadero y…

La frase quedó inconclusa. El mayordomo miró a la señora Townsend, pidiendo su ayuda. Ella alzó la cara hinchada y dijo entre sollozos:

—Y limpia todas mis cacerolas y sartenes. Incluso las viejas, las que están afuera.

Permanecimos en silencio mientras Katie salía hacia el fregadero. La tonta de Katie, con sus comentarios sobre la muerte… Alfred sabía cómo cuidarse. Siempre lo decía en sus cartas. Me recomendaba que no me acostumbrara demasiado a sus tareas porque en cualquier momento estaría de regreso para ocuparse nuevamente de ellas. Me pedía que conservara su puesto. Pensé entonces en algo más que Alfred había dicho. Algo que me preocupaba sobre todas las cosas.

—Señor Hamilton —intervine lentamente—, no pretendo ser irrespetuosa, pero he estado preguntándome cómo nos afectará todo esto a nosotros. ¿Quién quedará a cargo de la casa ahora que lord Ashbury…?

—Seguramente será el señor Frederick —comentó Myra—. Ahora es el único hijo de lord Ashbury.

—No —objetó la señora Townsend, mirando al señor Hamilton—. Será el hijo del mayor, ¿verdad? Cuando nazca. Es el heredero del título.

—Diría que todo depende… —declaró gravemente el señor Hamilton.

—¿De qué? —preguntó Myra.

—De que el hijo que espera Jemina sea niño o niña —respondió el mayordomo recorriendo nuestros rostros con la mirada.

La mención de su nombre fue suficiente para que la señora Townsend comenzara a llorar otra vez.

—La pobrecita… Perder a su esposo cuando está a punto de nacer su hijo. No es justo.

—Supongo que hay muchas otras como ella en Inglaterra —señaló Myra, meneando la cabeza.

—Pero no es lo mismo —precisó la señora Townsend—. No es lo mismo que le ocurra a uno de los nuestros.

El tercer timbre sonó en el estante contiguo a la escalera. La señora Townsend dio un salto.

—¡Oh, Dios! —exclamó, llevándose la mano a su abundante pecho.

—La puerta de entrada —sentenció el señor Hamilton, poniéndose de pie y colocando meticulosamente su silla debajo de la mesa—. Sin duda es lord Gifford, que viene a leer el testamento.

Entonces se alisó la chaqueta y se arregló el cuello. Antes de subir la escalera, me miró por encima de las gafas.

—Lady Ashbury pedirá el té en cualquier momento, Grace. Cuando lo hayas preparado, llévale una jarra de limonada a las señoritas Hannah y Emmeline.

Cuando el mayordomo desapareció en la escalera, la señora Townsend se puso rápidamente una mano sobre el corazón.

—Mis nervios ya no son lo que eran —confesó tristemente.

—El calor no ayuda —la consoló Myra y consultó el reloj de pared—. Apenas son las diez y media. Lady Violet no pedirá el almuerzo hasta dentro de dos horas. ¿Por qué no adelanta su hora de descanso? Grace puede ocuparse del té.

Asentí, complacida ante la posibilidad de hacer algo que alejara mis pensamientos del sufrimiento que invadía toda la casa. De la guerra. De Alfred.

La señora Townsend dejó de observar a Myra y posó sus ojos en mí. La expresión de Myra se endureció, pero su voz sonaba más suave que de costumbre.

—Vamos, señora Townsend, se sentirá mejor después de descansar. Me aseguraré de que todo esté en orden antes de irme a la estación.

Se oyó el segundo timbre, el que correspondía al salón, y la señora Townsend volvió a sobresaltarse. Aceptó, con una mezcla de alivio y resignación.

—De acuerdo —accedió y se dirigió a mí—. Pero despertadme si es necesario, ¿entendido?

Subí la oscura escalera de servicio llevando la bandeja y llegué al salón. De inmediato me asaltó la claridad y el calor. A pesar de que —respetando el estricto duelo Victoriano indicado por lady Violet— las cortinas de todas las ventanas de la casa estaban echadas, no hubo forma de cubrir el montante elíptico de la puerta principal, por donde la luz penetraba sin restricciones. Me recordó la cámara del fotógrafo. La habitación era una ráfaga de luz y de vida en medio de una caja negra cubierta por un velo.

Crucé el salón en dirección al salón y abrí la puerta. La atmósfera del lugar era densa, el aire caliente de principios del verano estaba estancado a causa del duelo. Las enormes puertas francesas permanecían cerradas. Las pesadas cortinas de damasco y las interiores, de seda, entumecidas. De pie en el umbral de la puerta, dudé. Algo en esa habitación me impedía seguir, algo que no tenía que ver con la oscuridad o el calor.

Cuando mis ojos se acostumbraron, comencé a distinguir la sombría escena. Lord Gifford, un hombre rubicundo de edad avanzada, estaba sentado en el sillón que solía ocupar lord Ashbury, con una carpeta de cuero negro abierta sobre su generoso regazo. Estaba leyendo en voz alta, deleitándose con el eco que su voz provocaba en la oscura sala. En la mesa de cedro próxima a él, una elegante lámpara de metal con una pantalla de damasco floreado proyectaba un nítido haz de luz suave.

Jemina y lady Violet, las dos viudas, se habían sentado frente a él. Me pareció que
milady
había empequeñecido desde que la vi por última vez, esa misma mañana. Era una diminuta figura con un vestido de crepé negro y el rostro oculto tras un velo de encaje. Jemina también estaba vestida de negro, un color que destacaba su rostro ceniciento. Las manos, habitualmente regordetas, parecían pequeñas y frágiles mientras acariciaban distraídamente el vientre abultado. Lady Clementine se había retirado a su habitación pero Fanny —que seguía persiguiendo al señor Frederick con el objetivo de casarse con él— había sido autorizada a estar presente, y se la veía sentada con petulancia al otro lado de lady Violet, con ensayado gesto de consternación.

Sobre la mesa estaban las flores que yo había cortado de los jardines de la finca esa misma mañana: pimpollos de rododendro rosado, clemátides blancas y ramilletes de jazmines se apretaban un tanto mustios en el jarrón, tristemente abatidos. La fragancia de jazmín inundaba la habitación cerrada, volviéndola sofocante.

Al otro lado de la mesa estaba el señor Frederick, de pie, con la mano apoyada en la chimenea, alto y tieso.

En la semipenumbra, su rostro resultaba tan impasible como el de un muñeco de cera, sus ojos fijos, su expresión pétrea. El débil resplandor de la lámpara proyectaba una sombra sobre uno de sus ojos. El otro, aunque yo sabía que era azul, se veía negro, atento a su presa. Al fijarme mejor, comprendí que me miraba a mí.

Hizo una seña con los dedos de la mano que tenía apoyada. Un gesto sutil, que no habría advertido si el resto de su cuerpo no hubiera estado tan quieto. Me pidió que dejara la bandeja junto a él. Miré a lady Violet, tan desconcertada debido a esa modificación del orden estipulado como yo a causa de la perturbadora actitud del señor Frederick. Ella no me prestaba atención, de modo que hice lo que él indicó, tratando de no mirarlo. Cuando dejé la bandeja en la mesa, me señaló con la cabeza la tetera, lo cual significaba que debía servir el té. Luego volvió a prestar atención a lord Gifford.

Nunca antes había servido el té en la sala, para la Señora. Me sentía insegura, no sabía cómo proceder. Agradecí la oscuridad y tomé la jarra de leche mientras lord Gifford seguía hablando.

—… en efecto, aparte de las excepciones ya especificadas, todas las posesiones de lord Ashbury, así como su título, pasarían a su hijo mayor y heredero, el mayor James Hartford…

En ese punto lord Gifford hizo una pausa. Jemina trató de ahogar, penosamente, un sollozo. Junto a mí, Frederick carraspeó. Entendí que era su manera de expresar impaciencia. Al tiempo que no dejaba de vigilar mis movimientos, mientras vertía la leche en la última taza. Su mentón sobresalía del cuello en una actitud de severa autoridad. Exhaló larga y estudiadamente. Sus dedos tamborilearon ágiles en la repisa de la chimenea y dijo:

—Prosiga, lord Gifford.

Lord Gifford se revolvió en el asiento de lord Ashbury y el cuero crujió, expresando su dolor por la partida del amo. El anciano se aclaró la garganta, y alzó la voz.

—… dado que no se produjeron modificaciones después de la muerte del mayor Hartford, las propiedades serán heredadas, de acuerdo con las antiguas leyes del mayorazgo, por el mayor de sus hijos varones. —Aquí lord Gifford se detuvo para mirar por encima de sus gafas el vientre de Jemina, y luego continuó—. En caso de que el mayor Hartford no tuviera hijos varones supervivientes, las propiedades y título pasarían al segundo hijo de lord Ashbury, el señor Frederick Hartford.

Lord Gifford levantó la vista. La luz de la lámpara se reflejó en los cristales de sus gafas.

—Tal parece que tenemos un compás de espera por delante.

Dicho lo cual, hizo una pausa y aproveché la oportunidad para ofrecer el té a las damas. Jemina tomó automáticamente su taza, sin mirarme, y la apoyó en su regazo. Lady Violet me hizo una seña, indicándome que podía retirarme. Sólo Fanny cogió con cierto interés el plato y la taza que le ofrecía.

—Lord Gifford —dijo el señor Frederick con voz serena—, ¿cómo prefiere el té?

—Con leche, pero sin azúcar —contestó el anciano, separando con los dedos el cuello de su camisa de la piel sudorosa.

Yo tomé cuidadosamente la tetera y comencé a servir, tratando de que no soltara chorros de vapor. Le pasé a lord Gifford la taza y el plato, que él tomó sin mirarme.

—¿Los negocios andan bien, Frederick? —preguntó disponiéndose a sorber su té.

Con el rabillo del ojo vi que el señor Frederick asentía.

—Bastante bien, lord Gifford. Mis hombres han pasado de la fabricación de automóviles a la de aeroplanos y nos hemos presentado a una licitación para obtener otro contrato del Ministerio de Guerra.

Lord Gifford arqueó una ceja.

—Espero que el amigo Luxton no se postule —advirtió riendo con satisfacción—. Se dice que ha fabricado aviones para todos los hombres, mujeres y niños de Gran Bretaña.

—No voy a negar que ha fabricado numerosos aviones, lord Gifford, pero yo no volaría en uno de ellos.

—¿No?

—Producción en serie —declaró el señor Frederick a modo de explicación—. La gente trabaja demasiado rápido, tratando de seguir el ritmo de las cintas transportadoras, sin tiempo para verificar que las cosas se hayan hecho correctamente.

—Al ministerio no parece importarle.

—Al ministerio sólo le importan los números, pero una vez que vean la calidad de nuestra producción dejarán de encargar esas chatarras de Luxton —aseguró el señor Frederick, riendo con estridencia.

No pude evitarlo y lo miré. Me pareció que, teniendo en cuenta que era un hombre que había perdido a su padre y a su único hermano en cuestión de días, lo sobrellevaba notablemente bien. Demasiado bien, pensé, y comencé a dudar de la cariñosa descripción que Myra había hecho de él y de la devoción de Hannah. Estaba más cerca de la opinión de David, que lo había definido como un hombre insignificante y amargado.

—¿Alguna noticia del joven David? —preguntó lord Gifford.

Cuando le alcancé el té, el señor Frederick movió bruscamente el brazo, haciendo caer la taza y su humeante contenido en la alfombra de Besarabia.

—Oh, lo siento, señor —me disculpé, incapaz de evitar que la perturbación asomara en mis mejillas.

Él me observó, descifró algo en la expresión de mi cara. Despegó los labios para decir algo, pero cambió de idea.

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