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Authors: Alejandro Casona

La dama del alba (8 page)

TELVA.—De las muelas nada te digo, porque no me quedan. Pero la conciencia, mira si la tendré limpia, que sólo me confieso una vez al año, y con tres "Avemarías", santas pascuas. En cambio, tú no lo pagas con cuarenta credos.
(A la otra)
. Y tú, mosquita muerta, ¿qué demonio confesaste para tener que subir descalza a la Virgen del Acebo?

SANJUANERA 4ª.—No fue penitencia; fue una promesa. Estuve enferma de un mal de aire.

TELVA.—Válgame Dios. ¿Mal de aire se llama ahora?

SANJUANERA 1ª.—No le hagáis caso. ¿No veis que lo que quiere es que le regalen el oído? Bien dice el dicho que los viejos y el horno por la boca se calientan.

(Risas. Vuelven los mozos, menos Quico)
.

MOZO 1º.—Ya está saliendo el carro. ¿Queréis subir?

SANJUANERA 2ª.—¿Juntos…?

TELVA.—Anda, que no te vas a asustar. Y el santo tampoco; el pobre ya está acostumbrado, y él no tiene la culpa si su fiesta viene con el primer trallazo del verano.
(Espantándolas como gallinas)
. ¡Aire! ¡A calentarse al fogueral, y a coger el trébole!

MOZO 1º.—¡Todos!… ¡Usted también, comadre!…

(La rodean a la fuerza, cantando, tomados de las manos, y empujándola al son del corre-calle)
.

"¡A coger el trébole,

el trébole, el trébole,

a coger el trébole

la noche de San Juan!"

(Van saliendo por el fondo)
.

"¡A coger el trébole,

el trébole, el trébole,

a coger el trébole

los mis amores van…!"

(Martín llega del campo. Desde la puerta contempla al mocerío que se aleja entre gritos y risas con Telva. Por la escalera aparece Adela llamando)
.

ADELA Y MARTÍN

ADELA.—¡Telva!… ¡Telva!…

MARTÍN.—Las sanjuaneras se la llevan. La están subiendo al carro a la fuerza.
(Entra)
. ¿Querías algo de ella?

ADELA
(Bajando)
.—Sólo una pregunta. Pero quizá puedas contestarla tú mejor. Al abrir la ventana de mi cuarto la encontré toda cuajada de flor blanca.

MARTÍN.—De espino y cerezo. Los que vean el ramo sabrán quién lo ha puesto ahí, y lo que ese color blanco quiere decir.

ADELA.—Gracias, Martín… Me gusta que te hayas acordado, pero no era necesario.

MARTÍN.—¿Iba a consentir que tu ventana fuera la única desnuda?

ADELA.—Con las palabras que me dijiste antes ya me diste más de lo que podía esperar. La flor de cerezo se irá mañana con el viento; las palabras, no.

MARTÍN.—Yo seguiré pensándolas a todas horas, y con tanta fuerza, que si cierras los ojos podrás oírlas desde lejos.

ADELA.—¿Cuándo te vas?

MARTÍN.—Mañana, al amanecer.

ADELA
(Hondamente)
.—Olvidemos que esta noche es la última. Quizá mañana ya no necesites irte.

MARTÍN.—¿Por qué? ¿Puede alguien borrar esa sombra negra que está entre los dos? ¿O quieres verme morir de sed junto a la fuente?

ADELA.—Sólo te he pedido que lo olvides esta noche.

MARTÍN.—Lo olvidaremos juntos, bailando ante el pueblo entero. Aunque sea por una sola vez, quiero que te vean todos limpiamente entre mis brazos. ¡Que vean mis ojos atados a los tuyos, como está mi ramo atado a tu ventana!

ADELA.—Lo sé yo, y eso me basta… Calla…, alguien baja.

MARTÍN
(En voz baja, tomándole las manos)
.—¿Te espero en el baile?

ADELA.—Iré.

MARTÍN.—Hasta luego, Adela.

ADELA.—Hasta siempre, Martín.

(Sale Martin por el fondo. En la escalera aparece la Madre vestida de fiesta, con la severa elegancia del señorío labrador. Trae la cabeza descubierta, un cirio votivo y un pañolón al brazo)
.

MADRE Y ADELA

MADRE.—¿Dónde está mi mantilla? No la encuentro en la cómoda.

ADELA.—Aquí la tengo.
(La busca en el costurero)
. ¿Va a ponérsela para bajar al baile?

MADRE.—Antes tengo que pasar por la capilla. Le debo esta vela al santo. Y tengo que dar gracias a Dios por tantas cosas…
(Se sienta. Adela le prende la mantilla mientras hablan)
.

ADELA.—¿Le había pedido algo?

MADRE.—Muchas cosas que quizá no puedan ser nunca. Pero lo mejor de todo me lo dio sin pedírselo el día que te trajo a ti. ¡Y pensar que entonces no supe agradecértelo…, que estuve a punto de cerrarte esa puerta!

ADELA.—No recuerde eso, madre.

MADRE.—Ahora que ya pasó quiero decírtelo para que me perdones aquellos días en que te miraba con rencor, como a una intrusa. Tú lo comprendes, ¿verdad? La primera vez que te sentaste a la mesa frente a mí, tú no sabías que aquél era el sitio de ella… donde nadie había vuelto a sentarse. Yo no vivía más que para recordar, y cada palabra tuya era un silencio de ella que me quitabas. Cada beso que te daban los niños me parecía un beso que le estabas robando a ella…

ADELA.—No me di cuenta hasta después. Por eso quise irme.

MADRE.—Entonces ya no podía dejarte yo. Ya había comprendido la gran lección: que el mismo río que me quitó una hija me devolvía otra, para que mi amor no fuera una locura vacía.
(Pausa. La mira amorosamente, acariciándole las manos. Se levanta)
. ¿Conoces este pañuelo? Es el que llevaba Angélica en los hombros la última noche. Se lo había regalado Martín.
(Lo pone en los hombros de Adela)
. Ya tiene sitio también.

ADELA
(Turbada. Sin voz)
.—Gracias…

MADRE.—Ahora respóndeme lealmente, de mujer a mujer. ¿Qué es Martín para ti?

ADELA
(La mira con miedo)
.—¿Por qué me pregunta eso?

MADRE.—Responde. ¿Qué es Martín para ti?

ADELA.—Nada, ¡se lo juro!

MADRE.—Entonces, ¿por qué tiemblas?… ¿Por qué no me miras de frente como antes?

ADELA.—¡Se lo juro, madre! Ni Martín ni yo seríamos capaces de traicionar ese recuerdo.

MADRE.—¿Lo traiciono yo cuando te llamo hija?
(Le pone las manos sobre los hombros, tranquilizándola)
. Escucha, Adela. Muchas veces pensé que podía llegar este momento. Y no quiero que sufras inútilmente por mí. ¿Tú sabes que Martín te quiere?…

ADELA.—¡No!…

MADRE.—Yo sí, lo sé desde hace tiempo… El primer día que se lo vi en los ojos sentí como un escalofrío que me sacudía toda, y se me crisparon los dedos. ¡Era como si Angélica se levantara celosa dentro de mi sangre! Tardé en acostumbrarme a la idea… Pero ya pasó.

ADELA
(Angustiada)
.—Para mí no… Para mi está empezando ahora…

MADRE.—Si tú no sientes lo mismo, olvida lo que te he dicho. Pero si lo quieres, no trates de ahogar ese amor pensando que ha de dolerme. Ya estoy resignada.

ADELA
(Conteniendo el llanto)
.—Por lo que más quiera…, calle. No puede imaginar siquiera todo el daño que me está haciendo al decirme esas palabras hoy…, precisamente hoy.

MADRE
(Recogiendo su cirio para salir)
.—No trato de señalarte un camino. Sólo quería decirte que si eliges ése, yo no seré un estorbo. Es la ley de la vida.

(Sale. Adela se deja caer agobiada en la silla, pensando obsesivamente, con los ojos fijos. En el umbral de la derecha aparece la Peregrina y la contempla como si la oyera pensar)
.

PEREGRINA Y ADELA

ADELA.—Elegir un camino… ¡Por qué me sacaron del que había elegido ya si no podían darme otro mejor!
(Con angustia, arrancándose el pañuelo del cuello)
. ¡Y este pañuelo que se me abraza al cuello como un recuerdo de agua!

(Repentinamente parece tomar una decisión. Se pone nuevamente el pañuelo y hace ademán de levantarse. La Peregrina la detiene poniéndole una mano imperativa sobre el hombro)
.

PEREGRINA.—No, Adela. ¡Eso no! ¿Crees que el río sería una solución?

ADELA.—¡Si supiera yo misma lo que quiero! Ayer todo me parecía fácil. Hoy no hay más que un muro de sombras que me aprietan.

PEREGRINA.—Ayer no sabías aún que estabas enamorada…

ADELA.—¿Es esto el amor?

PEREGRINA.—No, eso es el miedo de perderlo. El amor es lo que sentías hasta ahora sin saberlo. Ese travieso misterio que os llena la sangre de alfileres y la garganta de pájaros.

ADELA.—¿Por qué lo pintan feliz si duele tanto? ¿Usted lo ha sentido alguna vez?

PEREGRINA.—Nunca. Pero casi siempre estamos juntos. ¡Y cómo os envidio a las que podéis sentir ese dolor que se ciñe a la carne como un cinturón de clavos, pero que ninguna quisiera arrancarse!

ADELA.—El mío es peor. Es como una quemadura en las raíces…, como un grito enterrado que no encuentra salida.

PEREGRINA.—Quizá. Yo del amor no conozco más que las palabras que tienen alrededor y ni siquiera todas. Sé que por las tardes, bajo los castaños, tiene dulces las manos y una voz tranquila. Pero a mí sólo me toca oír las palabras desesperadas y últimas. Las que piensan con los ojos fijos, las muchachas abandonadas cuando se asoman a los puentes de niebla…, las que se dicen dos bocas crispadas sobre la misma almohada cuando la habitación empieza a llenarse con el olor del gas… Las que estabas pensando tú en voz alta hace un momento.

ADELA
(Se levanta resuelta)
.—¿Por qué no me dejó ir? ¡Todavía es tiempo!…

PEREGRINA
(La detiene)
.—¡Quieta!

ADELA.—¡Es el único camino que me queda!

(Se ve, lejano, el resplandor de la hoguera, y se oyen confusamente los gritos de la fiesta)
.

PEREGRINA.—No. El tuyo no es ése. Mira: la noche está loca de hogueras y canciones. Y Martín te está esperando en el baile.

ADELA.—¿Y mañana…?

PEREGRINA.—Mañana tu camino estará libre. Ten fe, niña. Yo te prometo que serás feliz, y que esta noche será la más hermosa que hayamos visto las dos.

(Bajan los niños seguidos par el Abuelo)
.

PEREGRINA, ADELA, NIÑOS Y ABUELO

ANDRÉS.—¡Ya han encendido la hoguera grande, y todo el pueblo está bailando alrededor!

DORINA.—Vamos, Abuelo, que llegamos tarde.

FALÍN
(Llegando junto a la Peregrina, con una corona de rosas y espigas)
.—Toma. La hice yo.

PEREGRINA.—¿Para mí?

FALÍN.—Esta noche todas las mujeres se adornan así.

DORINA.—¿No vienes al baile?

PEREGRINA.—Tengo que seguir camino al rayar el alba. Adela os acompañará. Y no se separará de vosotros ni un momento.
(Mirándola imperativa)
. ¿Verdad…?

ADELA
(Baja la cabeza)
.—Sí. Adiós, señora… Y gracias.

ANDRÉS.—¿Volveremos a verte pronto?

PEREGRINA.—No tengáis prisa. Antes tienen que madurar muchas espigas. Adiós, pequeños…

NIÑOS.—¡Adiós, Peregrina!

(Salen con Adela. El Abuelo se queda un momento)
.

ABUELO.—¿Por qué te daba las gracias Adela?… ¿Sabe quién eres?

PEREGRINA.—Tardará muchos años en saberlo.

ABUELO.—¿No era a ella a quien buscabas esta noche?

PEREGRINA.—Eso creía yo también, pero ya he visto clara mi confusión.

ABUELO.—Entonces, ¿por qué te quedas aquí? ¿Qué esperas?

PEREGRINA.—No puedo regresar sola. Ya te dije que esta noche una mujer de tu casa, coronada de flores, será mi compañera por el río. Pero no temas: no tendrás que llorar ni una sola lágrima que no hayas llorado ya.

ABUELO
(La mira con sospecha)
.—No te creo. Son los niños lo que andas rondando, ¡confiésalo!

PEREGRINA.—No tengas miedo, abuelo. Tus nietos tendrán nietos, Vete con ellos.
(Coge su bordón y lo deja apoyado en la jamba de la puerta)
.

ABUELO.—¿Qué haces…?

PEREGRINA.—Dejar el bordón en la puerta en señal de despedida. Cuando vuelvas del baile, mi misión habrá terminado.
(Con autoridad terminante)
. Y ahora déjame. Es mi última palabra de esta noche.

(Sale el Abuelo. Pausa larga. La Peregrina, a solas mira con resbalada melancolía la corona de rosas. Al fin sus ojos se animan; se la pone en los cabellos, toma un espejo del costurero de Adela y se contempla con femenina curiosidad. Su sonrisa se desvanece; deja caer el espejo, se quita las rosas y comienza a deshojarlas fríamente, con los ojos ausentes. Entre tanto se escuchan en el fogueral las canciones populares de San Juan)
.

VOZ VIRIL.—

Señor San Juan:

la flor de la espiga

ya quiere granar.

¡Qué viva la danza

y los que en ella están!

CORO.—¡Señor San Juan…!

VOZ FEMENINA.—

Señor San Juan:

con la flor del agua

te vengo a cantar.

¡Que viva la danza

y los que en ella están!

CORO.—¡Señor San Juan…!

(Hay un nuevo silencio. La Peregrina está sentada de espaldas al fondo, con los codos en las rodillas y el rostro en las manos. Por la puerta del fondo aparece furtivamente una muchacha de fatigada belleza, oculto a medias el rostro con el mantellín. Contempla la casa. Ve a la Peregrina de espaldas y da un paso medroso hacia ella. La Peregrina la llama en voz alta sin volverse)
.

PEREGRINA.—¡Angélica!

PEREGRINA Y ANGÉLICA

ANGÉLICA
(Retrocede desconcertada)
.—¿Quién le ha dicho mi nombre?
(La Peregrina se levanta y se vuelve)
. Yo no la he visto nunca.

PEREGRINA.—Yo a ti tampoco. Pero sabía que vendrías, y no quise que encontraras sola tu casa. ¿Te vio alguien llegar?

ANGÉLICA.—Nadie. Por eso esperé a la noche, para esconderme de todos. ¿Dónde están mi madre y mis hermanos?

PEREGRINA.—Es mejor que tampoco ellos te vean. ¿Tendrías valor para mirarlos cara a cara? ¿Qué palabras podrías decirles?

ANGÉLICA.—No hacen falta palabras… Lloraré de rodillas y ellos comprenderán.

PEREGRINA.—¿Martín también?

ANGÉLICA
(Con miedo instintivo)
.—¿Está él aquí?

PEREGRINA.—En la fiesta; bailando con todos alrededor del fuego.

ANGÉLICA.—Con todos, no… ¡Mentira! Martín habrá podido olvidarme, pero mi madre no. Estoy segura que ella me esperaría todos los días de su vida sin contar las horas…
(Llama)
. ¡Madre!… ¡Madre!…

PEREGRINA.—Es inútil que llames. Te he dicho que está en la fiesta.

ANGÉLICA.—Necesito verla cuanto antes. Sé que ha de ser el momento más terrible de mi vida y no tengo fuerzas para esperarlo más tiempo.

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