La Ira De Los Justos (29 page)

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Authors: Manel Loureiro

—A mí me vale madre lo que ustedes hagan, Alejandra —replicó—. Todo este lío es por tu culpa.

La mexicana enrojeció hasta la raíz del cabello, pero hizo un esfuerzo ímprobo por controlar su ira.

—Tú tienes tanta culpa como yo. Tú organizaste la pelea y casi desnudas a esta muchacha —dijo—. Así que ayúdanos, por favor.

El mexicano dio una calada a su cigarrillo, con una expresión inescrutable. Finalmente, tiró la colilla al suelo, suspiró y se levantó.

—Vamos por aquí —dijo—. Aún no se por qué diablos hago esto. Espero no arrepentirme.

Mendoza salió a la calle, sin ofrecerse a ayudar a las chicas que arrastraban a un tullido Pritchenko. Caminaron durante un rato hasta llegar a una casa que en un tiempo anterior había sido un bonito domicilio de estilo Tudor, un tanto incongruente en aquel barrio. La falta de cuidados y el hacinamiento habían ajado su antigua belleza. Le faltaban todos los cristales de las ventanas, y el césped del jardín había desaparecido para transformarse en una triste huerta de tomates, marchitos por la humedad.

El mexicano entró en la casa y bajó unas escaleras que llevaban a un sótano. Los bajos olían a gasoil, humedad y podredumbre. Desde un rincón, el esqueleto fosilizado de un ratón sonreía a los visitantes con una mueca sardónica.

Carlos Mendoza deslizó su mano por el muro de ladrillo hasta encontrar lo que estaba buscando. Con un gruñido de satisfacción tiró de una palanca escondida y se apartó de la pared.

Después de un chasquido, una sección entera del muro se desplazó unos cuantos centímetros, dejando ver un cuarto oculto al otro lado. El mexicano les indicó con un gesto que entrasen. Cuando pasaron al cuarto escondido a Lucía se le escapó un grito de sorpresa. Una enorme cama ocupaba un lateral de la habitación, justo debajo de un enorme espejo colgado del techo. De la pared pendían unas esposas de cuero, unos arneses y una parafernalia completa de vibradores, látigos y juguetes sexuales.

—El anterior dueño guardaba su pequeño secretito en el sótano —dijo Mendoza con una risita sardónica—. No quería que sus vecinos supiesen lo que le gustaba hacer aquí con jovencitos. Si tuviésemos tiempo os podría enseñar unos vídeos muy interesantes que grabó aquí. Gracias a ellos descubrimos la existencia de este picadero. Eso sí, tiene que gustaros un tipo de sexo muy sucio.

—Guárdatelo para después —gruñó Alejandra, agotada tras llevar a Viktor tanto tiempo—. Ayúdame a tenderlo en la cama.

Acostaron a Pritchenko sobre las sábanas de raso (con unas sospechosas manchas aquí y allá que las chicas evitaron tocar) y después se sentaron en el suelo a esperar en silencio.

Al principio no pasó nada. Lo primero que oyeron fue el motor de los Hummer rugiendo por las calles y una voz que gritaba algo ininteligible por megáfono. Después, durante un rato, el silencio. Un grifo mal cerrado goteaba, con un chopchop cadencioso que dejó los nervios de Lucía a punto de estallar.

De repente sonaron varios disparos en rápida sucesión, muy cerca. Todo quedó en silencio de nuevo, pero entonces el rugido de un motor a toda velocidad les llegó claramente.

—Están en esta calle —susurró Mendoza, mientras apagaba la luz y los dejaba a oscuras—. Ahora, silencio todo el mundo. Si alguien habla, estamos muertos.

En el piso de arriba se oyó un ruido de maderas astilladas, como si hubiesen lanzado un mueble contra el suelo. Golpes, gritos y varios disparos. Una mujer gritó, angustiada, pero su grito se ahogó de golpe, de una manera antinatural.

En el refugio, el silencio era sepulcral. Olía a sudor concentrado y a miedo. Incluso Mendoza había abandonado su habitual pose de macho y se mantenía en silencio, con los labios apretados y las manos juntas, como en una oración silenciosa.

De repente, uno de los escalones que bajaba al sótano crujió levemente, y poco después, el siguiente. Alguien estaba bajando las escaleras. Fuera quien fuese, silbaba por lo bajo una versión desafinada de
Hey Jude
, de los Beatles. De vez en cuando hacía una pausa en medio de una estrofa, se oía el ruido de muebles arrastrados y a continuación la melodía seguía en el punto donde la había abandonado, monocorde. Aquello ponía los pelos de punta.

Lucía miró a Viktor y se apartó un mechón de pelo empapado de sudor de la cara. El ucraniano hacía un esfuerzo sobrehumano para controlar su respiración. No tenía demasiada buena cara, pero trató de hacer algo parecido a un gesto tranquilizador.

La persona que estaba al otro lado había acabado de revisar el suelo del sótano y golpeaba las paredes al azar con algo duro, buscando un sonido hueco que le indicase la presencia de un cuarto oculto. Los golpes empezaron por el otro extremo de la sala. Con algo parecido al horror, Lucía contempló cómo Mendoza echaba mano del AK-47 de Alejandra y comprobaba el cargador. La mirada del mexicano no dejaba lugar a dudas. No dejaría que le cogiesen vivo. Aquello implicaba que el resto de los ocupantes del zulo morirían con él, si fuese necesario.

Tumb, tumb, tumb
.

Los golpes sonaban cada vez más cerca. Lucía se mordió el borde de la mano, para contener sus ganas de gritar.

Tumb, tumb, tumb
.

El tipo había dejado de silbar. Tenía toda su atención puesta en el sonido de la pared.

Tumb, tumb, ¡¡TUMB!!

Alguien gritó de repente desde el piso de arriba. Los golpes cesaron de inmediato y oyeron cómo aquel tipo subía las escaleras pisando con fuerza. Al cabo de un rato, el motor se encendió de nuevo y su sonido se fue alejando hasta perderse en la distancia.

Estuvieron esperando a oscuras y en silencio durante al menos una hora más. No era la primera vez, les susurró Alejandra al oído, que los Guardias Verdes simulaban que se iban y se quedaban sentados, en silencio, esperando que los ilotas más confiados fuesen saliendo de sus refugios. En esos casos los fusilaban sin piedad allí mismo.

Lucía ni siquiera la oyó. Se sentía demasiado cansada, y emocionalmente exhausta. La tensión estaba a punto de acabar con ella.

Las siguientes horas pasaron como en un sueño. En algún momento, alguien le acercó una botella de agua y un bocadillo, pero no comió ni bebió. Simplemente recostó su cabeza sobre las piernas de Viktor y se dejó llevar por su mente a un lugar muy lejano y mucho mejor que aquel sótano sórdido y mugriento.

Finalmente, la noche cayó y Mendoza decidió que ya era prudente salir del agujero. Con cuidado, abrió la puerta y se asomó al exterior procurando hacer el menor ruido posible. Si aún había hombres de Greene en el piso de arriba (algo poco probable, pues no se había oído un solo ruido en las últimas seis horas) no quería darles la oportunidad de cazarlos como a conejos en la puerta de su madriguera. Tras cerciorarse de que no había moros en la costa dio la señal al resto del grupo para que saliesen.

Parecía que hubiera pasado un huracán por la casa. Docenas de muebles destrozados se mezclaban en el suelo con trozos de vajilla rota y restos de ropa. Habían vaciado los armarios por las ventanas, como si un
poltergeist
enloquecido hubiese arrasado a conciencia todo el barrio. En algunos lugares se veía el parquet o las tablas del techo arrancadas, allí donde los Guardias Verdes habían localizado algún escondrijo oculto. Pero lo más perturbador, sin duda, era la sangre.

—¿Qué le va a pasar a toda esa gente? —preguntó Pritchenko, entre toses sanguinolentas.

—Se los llevan al tren. —Mendoza maldijo por lo bajo—. Pero esta vez han ido demasiado lejos. La Ira de los Justos está a punto de llegar.

30

Lo primero que sentí fue calor, mucho calor. La tarde anterior me habían sacado a rastras del despacho de Greene y me habían encerrado en uno de los calabozos de la comisaría de Gulfport. Había pasado toda la noche allí, mientras en el exterior se concentraba una multitud cada vez más grande, exigiendo mi cabeza. El calabozo, situado en el sótano de la comisaría, era un estrecho pasillo con celdas alineadas a los dos lados. Por algún extraño motivo era el único inquilino de aquellas enormes celdas de barrotes, con el techo pintado de color verde lima y un váter de acero sin remaches situado en medio de cada calabozo, sin ninguna intimidad.

Los dos Guardias Verdes me encerraron en la jaula que estaba situada más al fondo de la fila de la derecha, y tras pegarme un par de patadas como regalo de despedida, se marcharon. En un rapto de maldad, colocaron una jarra de agua y un trozo de pan mohoso en el pasillo, justo delante de mi celda. Quedaba a la distancia suficiente para que no pudiese alcanzarlo con mis manos, pero por muy poco. No rozaba la jarra por tan sólo un par de centímetros.

—¿Tienes sed, cabronazo? —me dijo uno de ellos—. Pasarás más sed en el infierno, no lo dudes.

—Debería haberlo pensado mejor antes de apiolar a la vieja Compton —masculló el otro—. Era una arpía hija de puta, pero era la secretaria del viejo. —Meneó la cabeza y remachó, como si me anunciase una sorprendente novedad—. Los de ahí fuera te van a quemar vivo.

El primero de ellos escupió un gargajo verdoso sobre el pan.

—Toma, para que tenga algo más de sustancia. —El tipo me miró con una sonrisa torva en la cara, aunque con un extraño brillo de conmiseración en los ojos que le daba un aspecto extraño—. Y será mejor que no le hagas ascos, porque va a ser lo mejor que comas en lo que te queda de vida. Me han dicho que te van a arrojar al Páramo con todos esos ilotas de mierda. Ahí fuera sólo hay escorpiones y No Muertos. No me gustaría estar en tu pellejo, capullo.

—Me buscaré la vida, no te preocupes —murmuré, sin levantar la cabeza. No era un desafío, simplemente deseaba que aquellos dos idiotas se largasen de allí cuanto antes. Necesitaba estar solo.

El Ario me contempló un instante mientras su cerebro procesaba lentamente si lo que le acababa de decir contenía algún tipo de ofensa. Finalmente dio una última patada al trozo de pan y, satisfecho, se largó del pasillo junto con su compañero, dejándome a solas.

Al principio me sentí terriblemente desgraciado. No era capaz de entender cómo todo se había ido al infierno tan rápido. Aquella misma mañana tenía un barco, un plan y estaba a punto de conseguir una sustancia que valía su peso en oro. Tan sólo doce horas después me estaba pudriendo en el calabozo de la ciudad, a punto de ser condenado a muerte.

Cojonudo, colega, te has lucido con tu plan. ¿Qué será lo siguiente?

Aquel sótano parecía estar a unos treinta grados, así que comencé a sudar enseguida. Corría el riesgo serio de deshidratarme. Intenté alcanzar la jarra haciendo un lazo con mi camisa, pero lo único que conseguí fue volcarla y derramar todo su contenido. Maldije, furioso. El pasillo central estaba inclinado hacia un sumidero interior (seguramente para cuando, antes del Apocalipsis, tenían que baldear los restos que dejaban los borrachos en las celdas) así que contemplé, impotente, cómo desaparecía hasta la última gota.

Me dejé caer de rodillas contra la reja, desolado. Sentía la boca como si fuese un trozo de esparto. La sed era tan horrible que ni siquiera me dejaba pensar con claridad. Por eso tardé una buena media hora en darme cuenta de que en el fondo de la taza del inodoro había un charco de agua. Tenía un sabor salobre, y el color era sospechoso, además de que no dejaba de estar bebiendo de un cagadero, pero al menos era líquido.

Me pasé los siguientes tres minutos bebiendo a pequeños sorbos. Aquella pequeña cantidad de agua no mitigó del todo mi sed, pero al menos hizo que volviese a sentirme vivo. Cuando estuve más hidratado y tranquilo, empecé a pensar en cómo salir de aquel horrible atolladero.

Escapar de la comisaría quedaba fuera de mi alcance. Las cerraduras de la celda eran mucho más complejas que las que mis limitados conocimientos me permitían abrir. Y eso sin contar a los guardias que estaban arriba, y al populacho enfurecido que rodeaba la comisaría y que en cuanto me viese se lanzaría sobre mí como una jauría de perros, listos para despedazarme, por culpa de un crimen que yo no había cometido. La estrategia de Greene había sido inteligente, retorcida y malvada. Al matar a la señora Compton no sólo eliminaba a un testigo incómodo y molesto para él, sino que me transformaba en el personaje más odiado de Gulfport con carácter inmediato. Nadie creería ni una palabra de lo que dijese, ya que todo sonaría como una especie de excusa fantástica ideada por un asesino desesperado pillado in fraganti. No, definitivamente no tenía ni un solo amigo fuera de aquellos muros, exceptuando a Lucía y a Viktor… y eso si estaban vivos, o no los habían detenido como cómplices.

Me dolían todos los moratones que cubrían mi cuerpo. El traje estaba totalmente destrozado y cubierto de sangre acartonada y reseca. Mi sangre. Mi sangre infectada. Al recordar aquello sentí un leve mareo y unas ganas de vomitar incontrolables. Me apoyé en la taza y arcada tras arcada vacié lo poco que había en mi estómago. Me abracé al inodoro, temblando.

Alguien tendrá que desinfectar todo esto una vez que me vaya
, pensé mientras miraba las diminutas gotitas de saliva que había dejado en el borde del retrete. Aún no sentía nada, pero sabía que el TSJ corría por mis venas con fuerza, y que en pocas horas comenzaría a mostrar los primeros síntomas. Me pregunté, vagamente sorprendido por mi curiosidad, cómo sería eso de convertirse en No Muerto. ¿Sería consciente de ello? ¿Y después? Sin embargo, la imagen de mí mismo transformado en uno de esos seres, con toda mi piel reventada y cubierta de pequeñas venas, fue demasiado. Volví a aferrarme al inodoro mientras me sacudían las arcadas de nuevo, pero ya no tenía nada que expulsar.

Lo más fácil sería acabar con aquello de una vez por todas. Ahorrarme la tremenda indignidad de convertirme en un ser sin control sobre mí mismo.


Lo estás haciendo, estás pensando en suicidarte
.


¿Y qué más da? Sería lo mejor
.


No puedes. Estás demasiado aferrado a la vida. No puedes hacerlo
.


Siempre será mejor salida que… lo otro
.


No lo sabes
.


Cállate, joder. Cállate, cállate. ¡¡CÁLLATE!!

Me aferré la cabeza con las dos manos, mientras gemía en el suelo. Tenía que hacer algo o me volvería loco yo solo. El problema era qué hacer. Ni siquiera podía acabar con mi sufrimiento por la vía rápida. Al entrar en la celda me lo habían quitado todo, desde el reloj a los cordones de los zapatos y el cinturón, para evitar que me suicidase. Los Arios habían pasado demasiado tiempo entre rejas como para que se les pasase por alto el más mínimo detalle en aquel aspecto.

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