La Ira De Los Justos (32 page)

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Authors: Manel Loureiro

—Espera un momento —dijo Viktor, tratando de recuperarse—. ¿De qué estáis hablando? ¿Qué alijo? ¿Quiénes sois los Justos?

—No todo el mundo al otro lado del Muro comparte las ideas de Greene —contestó Strangärd—. No somos muchos, pero sí los suficientes para darnos cuenta de que Gulfport está podrido hasta la médula. Nos hemos organizado de forma clandestina. Si Greene se enterase de que existimos, o de que estoy aquí, los que estaríamos dentro de esos vagones de tren seríamos nosotros.

—Los Justos nos han ayudado desde el principio —intervino Alejandra—. Se encargan de avisarnos de los cambios de documentación, de facilitarnos copias falsas, medicamentos, alimentos e incluso armas. El puente sumergido que cruzasteis anoche no podría haberse construido sin su ayuda.

—Estamos obligados a ser muy discretos —dijo Strangärd—. Greene tiene ojos y oídos en todas partes. Desde el momento en que los vi supe que ustedes no eran como esa gente del otro lado. Traté de hablar con su grupo y explicarles la auténtica situación de la ciudad, pero me fue imposible. Birley y toda la tripulación del
Ithaca
es absolutamente fanática, y les vigilaban muy de cerca. Después tampoco tuve ocasión.

—¿Sois muchos? —preguntó Viktor.

—Ni siquiera yo podría contestar a esa pregunta —replicó el sueco—. Estamos organizados en células independientes, de forma que si atrapan a alguno, el resto de la organización permanezca a salvo. Pero tenemos gente en casi todas partes, y a este lado del Muro pueden contar con nuestra ayuda.

—¿Y cómo vais a ayudarnos? —preguntó el ucraniano.

—Vaya, ahora ya no te parece tan ridícula la idea del levantamiento —le interrumpió Mendoza, irónico.

—Sigue pareciéndome igual de ridícula y suicida —contestó Viktor—. Pero no queda otra opción, por lo que veo.

—Me temo que no —dijo Strangärd—. En el Cuartel General de Greene se han escuchado rumores de que en menos de un mes se va a proceder a una liquidación general del gueto, y que tan sólo dejarán a unos dos mil ilotas con vida. Si vamos a hacer algo, hay que hacerlo ya.

—El Cladoxpan… —dijo Pritchenko.

—Ya he oído lo que decías —replicó el sueco—. Eso no será ningún problema. Tenemos ocultos casi cuatro mil litros de Cladoxpan en un depósito subterráneo. Nuestra gente de dentro del laboratorio se ha jugado la vida durante meses para sacarlo poco a poco. Aunque Greene os corte el suministro, podréis sobrevivir durante unos cuantos días, el tiempo suficiente, si Dios quiere, para que el alzamiento triunfe.

—¿Y si no triunfa? —interrumpió el anciano profesor negro—. ¿Y si el alzamiento fracasa? ¿Qué pasará cuando se acabe esa reserva?

—Si el alzamiento fracasa, ése será el menor de nuestros problemas, porque ya estaremos todos muertos —contestó Mendoza fríamente—. ¿Cómo pensáis hacérnoslo llegar, Gunnar?

—Cruzarlo a través del Muro es imposible —dijo Strangärd, tras reflexionar un instante—. Es una cantidad demasiado grande para pasarla de una sola vez, y si lo hacemos en varios viajes tardaríamos demasiado y correríamos muchos riesgos.

—Lo ideal sería que lo introdujésemos nosotros en el gueto —pensó Mendoza en voz alta—. Si lo dejaseis en un sitio en el que pudiésemos cogerlo más tarde…

—Sí, es una buena idea —dijo Strangärd—. Pero ¿dónde?

Un silencio pesado invadió la sala. Habían llegado a un callejón sin salida.

—Fuera —intervino Pritchenko, de repente—. Al otro lado de la muralla exterior.

—No es mala idea. —Strangärd sonrió, por primera vez—. Si camuflamos los bidones entre los residuos de la ciudad…

—Cuando nuestra gente vaya a recogerlos para llevarlos hasta el vertedero exterior ya serán nuestros —acabó la frase Mendoza—. Los ocultaremos dentro de los camiones de la basura. Los Verdes jamás registran esos camiones.

—Perfecto. —Strangärd se volvió hacia Viktor Pritchenko y le sonrió—. Ha sido una idea brillante, amigo.

—Tengo mis momentos —replicó Viktor, incómodo—. ¿Cuándo podremos hacer eso?

—No está programada una salida de residuos hasta dentro de una semana, por lo menos —dijo el sueco—. Además, necesitamos tiempo para llevar los bidones de forma discreta hasta el vertedero interior de la ciudad.

—¿Una semana? —Viktor se agitó, inquieto—. ¡Eso es demasiado tiempo! ¡Acaba de decir que ese tren de deportación va a salir en dos horas!

—Ya no podemos hacer nada por esa gente. —Strangärd meneó la cabeza, compungido—. Pero podemos salvar la vida de los que aún están aquí.

—¡Ya lo habéis oído! —gritó Mendoza a los asistentes en la sala—. Tenemos siete días para organizarlo todo. Reunid a vuestros grupos, preparad las armas y estad listos para la señal. ¡Dentro de una semana, la Ira de los Justos caerá sobre esos cabrones de Gulfport!

Un murmullo de aprobación sacudió toda la habitación. Como suele suceder habitualmente tras tomar una decisión trascendental, todos se sentían extrañamente tranquilos, como si hubiesen cruzado un puente y lo quemasen tras ellos. Se lo jugarían todo a una carta, pero al menos acabarían con aquella sensación de terror permanente.

Mientras la gente comenzaba a abandonar la sala, Strangärd sintió que alguien le sujetaba por un brazo. Al girarse vio la cara de Lucía, arrasada por las lágrimas, que le contemplaba implorante.

—Por favor —sollozó—, por favor, tiene que ayudarle. Yo… le quiero más que a nadie en este mundo. Si él muere nada tiene sentido para mí. ¡Nada! Es usted de los Justos, ha dicho que es usted justo. Por favor, ayúdeme. Ayúdele.

Strangärd titubeó, mientras contemplaba a la joven.

—No puedo hacer nada por él —dijo—. No puedo sacarlo del tren, ni de la cárcel. Es demasiado peligroso.

—Escúcheme. —Lucía se irguió, reuniendo toda la energía que le quedaba en el cuerpo, y tratando de controlar el temblor de su voz—. Sé que le pido algo muy difícil, pero en ese tren está el hombre que amo. Si usted no puede ayudarme cruzaré otra vez ese maldito puente e iré caminando hasta esa estación y me subiré en el vagón con él, si es necesario. Si tiene que morir, moriré con él. Si va a vivir, por favor… ayúdeme.

Strangärd tragó saliva, dudando. Lo que le pedía iba mucho más allá del riesgo asumible, pero el brillo implacable y decidido de los ojos de la muchacha le decía que hablaba en serio.

—«Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte; los valientes prueban la muerte sólo una vez» —recitó quedamente el sueco, con la mirada perdida.

—¿Qué significa eso? —preguntó Lucía con un hilo de voz.

—Significa que lo haré —suspiró Strangärd—. Ayudaré a tu hombre.

—Gracias. —Los ojos de Lucía se volvieron a inundar de lágrimas—. Gracias.

—Pero aunque le ayude, eso no significa que salga con vida del lío inmenso en el que está metido —añadió Strangärd—. Tan sólo podré facilitarle algunas cosas. Después, todo dependerá de él.

—No se preocupe —replicó Lucía con una sonrisa temblorosa—. Es un superviviente nato, y ha salido de situaciones peores. Sé que lo conseguirá.

34

Kilómetro 177,5. Interestatal 196,

en algún lugar entre Mississippi y Louisiana

El coronel Hong estaba furioso. La caravana se había detenido por tercera vez en lo que iba de día. Y en aquella ocasión parecía que la pausa iba para largo. El obstáculo estaba en un puente sobre una quebrada de más de doscientos metros de largo, obstruido por dos camiones cruzados en medio de la calzada. Uno de los conductores había abandonado su vehículo cuando se había quedado sin combustible y el otro había impactado más tarde contra él, dejando un montón de hierros retorcidos en medio del puente. Parte del tráiler colgaba en equilibrio inestable sobre el borde, desafiando a la ley de la gravedad.

Tras dos semanas de viaje a través de lo que quedaba del sur de Estados Unidos, incluso el equilibrado Hong notaba que sus nervios estaban a punto de saltar en pedazos. Aunque el viaje había sido bastante rápido, no había estado exento de dificultades. La principal había consistido en encontrar el suficiente combustible para seguir avanzando. Si bien era cierto que las carreteras estaban llenas de vehículos abandonados que se pudrían lentamente a la intemperie, la mayor parte de ellos no tenían ni una gota de combustible en sus depósitos. Sus dueños habían circulado con ellos hasta que se habían quedado secos y, después, simplemente habían seguido andando, dejando sus coches abandonados de cualquier manera en la calzada.

Sin embargo, ésos constituían una minoría. La mayor parte de los vehículos no eran más que un amasijo de hierros y cristales rotos. Hong sospechaba que la rápida expansión del virus había provocado que sus conductores ya estuviesen infectados en el momento de salir huyendo de sus hogares. El TSJ no se contagiaba tan sólo con una mordedura, sino que el mero contacto con cualquier mucosa (un beso, el sexo) hacía que un portador infectase a toda una familia en el lapso de horas. La mayor parte de los No Muertos habían llegado a su lamentable condición en los primeros días de la pandemia, sin haber sido nunca conscientes de ello. Cada vez que veía uno de esos vehículos estrellados, Hong podía imaginarse perfectamente a un tipo conduciendo un coche atestado, con toda su familia dentro, huyendo de su ciudad natal presa del pánico, y cómo a medida que iban pasando las horas se iba sintiendo cada vez peor, hasta que llegaba un momento en el que alguien dentro del coche… bueno, incluso para el duro coronel resultaba una visión desasosegante. Los restos carbonizados y arrugados en los arcenes, con sus sonrientes calaveras dentro, demostraban que su teoría era terriblemente cierta.

Aquello había supuesto que la búsqueda de combustible se transformase en una auténtica pesadilla. Los motores de sus blindados aceptaban gasolina normal, mediante unos filtros modificados, pero éstos tendían a obstruirse y los motores sufrían enormemente con aquella mezcla extraña. Por culpa de eso ya habían tenido que dejar abandonados dos de sus vehículos por el camino. Los tripulantes de aquellos blindados habían tenido que apretujarse en los vehículos supervivientes, y aquello había causado sus primeras bajas: dos soldados se habían acercado demasiado a la cubierta del motor, para estar más calientes, y se habían ahogado con el monóxido de carbono de los escapes.

Hong encendió otro cigarrillo, mientras observaba cómo uno de sus bulldozer traqueteaba por el puente en dirección a los restos retorcidos, guiado por un soldado que caminaba delante de la máquina. Veía esa maniobra al menos dos veces al día desde que habían llegado.

¿Cuántos coches había en Estados Unidos antes de la pandemia?
, se preguntaba a menudo el coronel. A veces le daba la sensación de que cada americano tenía al menos tres vehículos, a juzgar por la cantidad de ellos con que se habían cruzado por el camino.

El coronel coreano miró su cigarrillo y le dio una profunda calada. Aquello era una de las pocas cosas buenas que, hasta el momento, habían sacado en limpio de la expedición. El tabaco americano era muchísimo mejor que la espantosa picadura china a la que estaban acostumbrados, y no faltaban lugares en la carretera donde abastecerse. Sus hombres eran fumadores, como la mayor parte de la población norcoreana; Hong estaba convencido de que se podría seguir el rastro de su expedición por el aroma a Lucky Strike que iban dejando tras ellos.

El bulldozer llegó junto a los restos de los camiones y levantó su pala modificada en forma de un gigantesco tenedor para comenzar a empujar. Al principio sólo se oyó el rugido del motor, pero poco a poco los restos de los camiones empezaron a deslizarse sobre el puente, en medio de un concierto de chirridos, arañazos y un penetrante aroma a plástico quemado. Con un último esfuerzo, el operario del bulldozer levantó la cabina del camión menos dañado y lo empujó sobre el borde del puente. La parte del tráiler que colgaba sobre el vacío osciló peligrosamente, pero la cabina se había quedado enganchada en un poste de acero que sobresalía del pretil del puente y los restos no se movieron ni un milímetro más. El conductor del bulldozer metió marcha atrás, ganó un par de metros y con un rugido de motor se lanzó de nuevo contra el chasis retorcido, como un carnero metálico de treinta toneladas dando un topetazo.

Cuando la pala impactó contra la cabina empezaron a suceder muchas cosas en cadena. El poste de acero que la mantenía sujeta al puente se desgajó como una brizna de hierba, y el camión quedó libre. Entonces comenzó a caer al vacío, arrastrando con ella al remolque; éste basculó sobre sí mismo como una peonza y golpeó los restos del otro vehículo, que salieron inesperadamente proyectados hacia delante sin que el conductor del bulldozer lo advirtiera.

Los restos achicharrados del segundo camión golpearon al vehículo coreano por un lateral con tanta fuerza que lo desplazaron medio metro. No era mucha distancia, pero la suficiente para que el bulldozer se ladease y cayese sobre el borde del puente a cámara lenta.

—¡No! —rugió Hong, arrojando su cigarrillo al suelo, impotente ante lo que estaba pasando justo delante de sus ojos.

El bulldozer vaciló unos instantes en el borde del puente, como si en el último instante el destino se lo hubiese pensado mejor. Sin embargo, su conductor, presa del pánico, abrió la puerta lateral reforzada y se encaramó sobre el chasis, tratando de escapar de una muerte casi segura. De haberse quedado sentado en su puesto, la propia inercia habría vuelto a colocar al bulldozer sobre sus cuatro ruedas, pero aquel movimiento repentino desestabilizó por completo el frágil equilibrio en el que se encontraba. Con un sonido rasposo de metal contra cemento el bulldozer se precipitó al vacío, arrastrando con él a su conductor y los restos destrozados de dos camiones estrellados sobre aquel puente maldito mucho tiempo atrás.

La masa enredada de pala y camiones se estrelló contra el fondo del barranco con un sonido retumbante que tuvo que oírse en muchos kilómetros a la redonda. Una enorme columna de polvo y humo se levantó en el lugar del impacto y, por un instante, toda la expedición se quedó congelada, contemplando el lugar del accidente con incredulidad.

—Señor. —El teniente Kim se acercó al coronel Hong con cautela. Sabía que su superior era un hombre equilibrado, pero muy peligroso cuando se enfurecía. Y no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que Hong estaba ardiendo de rabia—. Hemos perdido una de las palas, pero el camino está abierto.

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