La rueda de la vida (33 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Poco a poco se fue rehabilitando la granja. Compré tractores y enfardadoras. Se araron, abonaron y sembraron los campos, se cavaron pozos. Lógicamente, lo único que volaba era el dinero. Fueron necesarios ocho años para ponerme al día, y eso sólo gracias a la venta de ovejas, vacas y madera. Pero las ventajas de vivir cerca de la tierra superaban con mucho los gastos.

La víspera del Día de Acción de Gracias estaba poniendo clavos junto con el capataz del equipo de construcción cuando tuve el presentimiento de que iba a ocurrir algo muy especial, algo bueno. No le permití marcharse a casa y lo mantuve despierto sirviéndole café y chocolates suizos. El hombre pensó que estaba loca. De todos modos le prometí que valdría la pena. Y sí, esa noche, ya tarde, cuando estábamos sentados conversando, un cálido resplandor inundó la sala. El trabajador me miró como preguntando «¿Qué pasa?».

—Espere —le dije.

Poco a poco se fue formando una imagen en la pared de enfrente. Inmediatamente quedó claro que era la imagen de Jesús. Nos dio su bendición y desapareció. Volvió a aparecer y desaparecer; luego regresó una vez más y me pidió que a mi granja le pusiera el nombre «Healing Waters Farm» (Granja de las Aguas Sanadoras).

—Es un nuevo comienzo, Isabel —me dijo.

Mi testigo me miró, incrédulo.

—La vida está llena de sorpresas —le dije.

Por la mañana salimos al aire fresco de la mañana y vimos que había caído una ligera nevada, y la blanca capa cubría los campos, colinas y casas.

Sí que parecía un nuevo comienzo.

El traslado a Healing Waters me revitalizó, dándome un sentido de misión, aunque no tenía idea de cuál podía ser esa misión, aparte de establecerme allí. Eso era suficiente para comenzar. Un día, cuando acababa de encender las luces al regresar de un viaje, llamó a la puerta una vecina, Paulina, una mujer buenísima, achacosa y mermada por la diabetes, el lupus y la artritis. No me sentí verdaderamente en casa hasta escuchar su agradable voz diciéndome:

—Hola, Elisabeth, bienvenida. ¿Te importaría que te trajera algo?

A los pocos minutos volvió con un pastel de manzanas casero. Cerca de casa vivían dos hermanos que me dijeron que con mucho gusto harían cualquier trabajo que les diera.

Encontré tanta sinceridad entre aquella gente que padecía tantas penurias en esa región pobre del país, personas con las que me identificaba, que eran ciertamente más reales que aquellas falsas que conocí en el sur de California, y me adapté a esas mismas largas jornadas, que incluían músculos doloridos y recompensas arduamente ganadas.

Y así podría haber continuado si no hubiera sido por la condenada eficiencia del servicio de Correos de Estados Unidos. ¿Eficiencia? Sí. Tal vez yo sería la primera persona que se quejara de ella.

Pero cuando llegué, la oficina de Correos, de una sola sala, sólo se abría un día a la semana. Le dije a la encantadora mujer que la llevaba que tal vez tendría que abrirla más a menudo porque mi correspondencia ascendía a un total de 20.000 cartas al mes.

—Bueno, ya veremos cómo va —me contestó.

Al mes ya abría los cinco días laborales, y las cartas se repartían con absoluta exactitud.

Esa primavera abrí una carta que influyó en mi vida más que ninguna otra. Escrita en media hoja de papel, y con conmovedora sencillez, decía:

Querida doctora Ross:

Tengo un hijo de tres años que tiene el sida. Ya no puedo cuidar de él. Come y bebe muy poco. ¿Cuánto cobraría por atenderle?

Continuarían llegando cartas similares. Ninguna historia ilustra mejor la trágica frustración de las enfermas de sida que la de una mujer de Dawn Place, Florida. Estaba en los últimos y dolorosos meses de su vida, buscando desesperadamente alguna organización que accediera a cuidar de su hija, que también estaba infectada por la enfermedad. Más de setenta organismos la rechazaron, y murió sin saber quién cuidaría de su hija después de su muerte. Recibí otra carta de una madre de Indiana que me pedía que me ocupara de su bebé infectado por el sida. «Nadie quiere tocarlo», decía.

Aunque me costó creerlo, mi indignación creció aún más cuando supe de un bebé de Boston infectado por el sida al que habían dejado abandonado en una caja de zapatos para que muriera.

Después de llevarlo a un hospital, lo pusieron en una cuna que para él sería lo que una jaula para un animal del zoológico. El personal del hospital le daba palmaditas y pellizcos diariamente, pero eso era todo lo que recibía. Jamás creó lazos afectivos con nadie. Jamás recibía un abrazo, ni era mecido en brazos ni se sentó en la falda de nadie. A los dos años el niño no sabía caminar, ni siquiera gatear, ni hablar. ¡Qué crueldad!

Trabajé febrilmente hasta que encontré a una pareja maravillosa que accedió con cariño a adoptar al niño. Pero cuando llegaron al hospital, no les permitieron verlo. Los administradores explicaron la negativa diciendo que estaba enfermo. Bueno, claro que estaba enfermo, ¡tenía el sida! Al final lo secuestramos y llegamos a un acuerdo con el hospital, después de amenazar con llevar el asunto a los medios de comunicación. Actualmente el niño está feliz esperando convertirse en adolescente.

Desde entonces comencé a tener pesadillas en las que veía a bebés muriendo de sida sin que nadie les proporcionara cuidados y cariño. Sólo se acabaron estas pesadillas cuando presté oídos a la sonora voz de mi corazón, que me ordenaba establecer en la granja un hogar para bebés con sida. Eso no entraba en los planes que había forjado para la granja, pero sabía que no debía discutir con el destino. Poco tiempo después ya me imaginaba una especie de paraíso estilo arca de Noé, un lugar donde los niños podrían jugar y saltar libremente entre caballos, vacas, ovejas, pavos y llamas.

Pero las cosas resultaron de modo muy diferente. El 2 de junio de 1985, cuando estaba dando una charla a alumnos del último curso del instituto Mary Baldwin de Staunton, comenté de paso mi proyecto de adoptar a veinte bebés infectados por el sida y criarlos en las dos hectáreas que tenía destinadas para construir el hogar. Los alumnos aplaudieron, pero mis comentarios fueron transmitidos después por la televisión local y aparecieron en los periódicos, provocando una indignada protesta entre los residentes del condado, quienes, movidos por el miedo y la ignorancia, muy pronto me consideraron una especie de Anticristo que deseaba llevar esa mortífera enfermedad a sus hogares.

Al principio yo estaba demasiado ocupada para enterarme de la tempestad que se estaba preparando a mi alrededor. Anteriormente había ido a visitar un maravilloso hogar para moribundos de San Francisco, donde los enfermos de sida recibían compasiva atención y apoyo. Eso me llevó a pensar en los enfermos de sida que estaban en las cárceles, donde había mucho abuso sexual y ciertamente no existía ningún tipo de sistema de apoyo organizado. Llamé a la cárcel de Washington D.C. para alertar a los funcionarios sobre esta epidemia, que se estaba propagando como un reguero de pólvora, e instarlos a prepararse. Se rieron de mi inquietud.

—No tenemos a ningún enfermo de sida en la cárcel —me dijo el funcionario.

—Tal vez ustedes no lo sepan todavía —insistí—, pero estoy segura de que tienen a muchos.

—No, no, tiene razón —contestó—. Teníamos a cuatro, pero fueron puestos en libertad. Todos los demás ya han salido.

Continué haciendo llamadas hasta que pude hablar con alguien que movió resortes y me consiguió comunicación con la cárcel de Vacaville, de California. Me dijeron que no tenían idea de cómo tratar a los enfermos de sida, de modo que si me interesaba verificar el problema, que por supuesto lo hiciera. A las veinticuatro horas ya estaba en el avión rumbo al oeste.

Las cosas que vi en la cárcel confirmaron mis peores temores. Eran ocho los presos que estaban muriendo de sida. Las condiciones en que vivían eran deplorables, cada uno aislado en una celda, donde carecían de las atenciones mínimas. Sólo dos de ellos eran capaces de levantarse y caminar un poco por la celda, los demás estaban tan débiles que ni siquiera podían levantarse de la cama. No tenían orinal ni urinario portátil, de modo que se veían obligados a orinar en las tazas para beber y a vaciarlas por la ventana.

Y había cosas aún peores. Un hombre que tenía el cuerpo lleno de las lesiones púrpura del sarcoma de Kaposi rogaba que le administraran radioterapia. Otro convicto tenía la boca tan cubierta por infecciones de hongos que le costaba muchísimo tragar, y vi las arcadas que le acometieron cuando el guardia le llevó el almuerzo: empanadillas de corteza dura acompañadas por salsa picante. «Supongo que tratan de mostrarse sádicos», pensé horrorizada.

El galeno de la cárcel era un médico rural retirado. Mis preguntas lo obligaron a reconocer que sus conocimientos sobre el sida no estaban al día, pero no ofreció ninguna disculpa.

Hice públicas las horrorosas condiciones que vi en la cárcel en entrevistas y en mi libro
AIDS: The Ultímate Challenge
(El sida: el reto definitivo). De mis proyectos, éste fue uno de los que tuvieron más éxito. En diciembre de 1986, dos de mis mejores socios de California, Bob Alexander y Nancy Jaicks, comenzaron a hacer visitas semanales de apoyo a los convictos enfermos de sida de la cárcel de Vacaville. Sus trabajos impulsarían al Departamento de Justicia de Estados Unidos para investigar las condiciones en que vivían los convictos enfermos de sida en todas las cárceles del país. «Se ha logrado un comienzo», me escribió con optimismo Bob en agosto de 1987.

Eso era todo lo que necesitábamos. Cuando volví a la cárcel de Vacaville, diez años después de mi primera visita, comprobé que lo que antes había sido una situación tan inhumana había cambiado totalmente; estaba convertido en un hogar para enfermos de sida moribundos. Habían formado a delincuentes para que trabajaran de ayudantes. También servían comida adecuada, había atención médica, música agradable, orientación emocional y física, y sacerdotes, pastores y rabinos dispuestos a acudir allí a cualquier hora del día o la noche. Nunca en mi vida me había sentido tan conmovida.

Y con buenos motivos. Incluso en el triste ambiente de la cárcel, el trágico sufrimiento de los pacientes de sida había generado actos de compasión y cuidados.

Ésa era una importante lección para cualquiera que dudara del poder del amor para cambiar el estado de cosas.

CUARTA PARTE

«EL ÁGUILA»

35. Servicio prestado

Durante mis viajes rara vez veía otra cosa que hoteles, salas de conferencias y aeropuertos, por eso no había nada más maravilloso que llegar de vuelta a casa. Después de un viaje de cuatro semanas por Europa, salí la primera mañana a disfrutar contemplando la exuberante animación que a aquella hora teníamos: unas ochenta ovejas, además de vacas, llamas, burros, gallinas, pavos, gansos y patos. Los campos habían producido gran abundancia de verduras. No podía imaginar un hogar mejor que mi granja para los niños seropositivos que no tenían a nadie que cuidara de ellos.

Pero había un problema importante: la gente que me rodeaba se oponía a nuestra empresa. Me llamaban por teléfono para insultarme. El buzón me esperaba lleno de cartas. Reflejando la opinión general, un anónimo decía: «Llévese a otra parte a sus bebés con sida. No nos infecte a nosotros.»

La mayoría de los habitantes del condado se consideraban buenos cristianos, pero no lograban convencerme de eso. Desde que anunciara mi proyecto de crear un hogar para bebés seropositivos, no habían dejado de protestar. No estaban muy bien informados respecto al sida y sus temores se inflamaban fácilmente. Durante mi ausencia, un obrero de la construcción al que había despedido recorrió las casas puerta por puerta difundiendo mentiras sobre la enfermedad y pidiendo a la gente que firmara una petición oponiéndose a mi plan. «Vote no si no quiere que esta mujer importe el sida a nuestro condado», les decía.

Hizo un buen trabajo. El 9 de octubre de 1985, fecha en que se organizó una reunión en la ciudad para discutir el asunto; la gente estaba tan indignada que amenazaba con realizar actos violentos. Para la reunión de esa noche, más de la mitad de los dos mil novecientos residentes del condado acudió a la pequeña iglesia metodista de Monterrey, la sede del condado, llenándola a rebosar. Antes de que anunciara mi proyecto de adoptar a bebés seropositivos, la gente de la región me saludaba con cariño y me respetaba como a una celebridad. Pero cuando entré en la iglesia, esas mismas personas me recibieron con abucheos y silbidos. Yo sabía que no tenía ninguna posibilidad de reconquistar su favor.

Pero de todos modos me puse frente a la tensa multitud y expliqué que los niños que pretendía adoptar eran de edades comprendidas entre los seis meses y dos años, «niños que van a morir del sida, que no tienen juguetes, no ven el sol, no reciben cariño ni abrazos ni besos y viven en un ambiente sin amor. Están literalmente condenados a pasar el resto de sus vidas en esos hospitales carísimos». Fue la súplica más sincera y emotiva que logré pronunciar. Sin embargo, la reacción fue un absoluto silencio.

Pero yo había convocado a otros oradores. Primero, el director del Departamento de Salud de Staunton, una persona muy formal, hizo una objetiva exposición acerca del sida, con datos concretos sobre cómo se transmite, lo que habría calmado los temores de cualquier ser humano de razonamiento normal. Después una mujer explicó, con voz conmovida, que uno de sus gemelos prematuros había contraído el sida debido a una transfusión de sangre infectada, y que aunque los niños dormían en la misma cuna, compartían los biberones y juguetes, sólo murió el niño infectado. El hermano continuaba siendo seronegativo. Finalmente, un patólogo de Virginia contó su experiencia como médico y como padre de un hijo único que murió de sida.

Lo increíble fue que abuchearon a cada una de estas personas. Esto me indignó; me hizo hervir de rabia ver esa ignorancia y odio. Comprendí que la única manera de obtener una reacción positiva de esa gente habría sido anunciar mi inmediata marcha del condado. Pero, como no estaba dispuesta a reconocer mi fracaso, pedí que me hicieran preguntas.

Pregunta: ¿Usted se cree Jesús?

Respuesta: No, no soy Jesús, pero deseo hacer lo que se nos ha enseñado durante dos mil años, que es amar a nuestro prójimo y ayudarlo.

Pregunta: ¿Por qué no instala el centro en un lugar donde su trabajo obtenga resultados más inmediatos? ¿Por qué ponerlo en esta región?

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