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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

La señal de la cruz (10 page)

Se necesitaría un equipo de profesionales para conseguir la información que necesitaba.

La primera persona a la que llamó fue a su secretaria en la Interpol. Le encargó telefonear a las Oficinas Centrales Nacionales de Oslo y decirles lo que necesitaba. Luego ellos contactarían con los departamentos locales de policía y conseguirían la información.

Por desgracia, la Ciudad del Vaticano no era un país miembro de la Interpol, lo que significaba que no había una OCN en el palacio del papa. No tener contactos locales significaba no tener aliados dentro, y no tener aliados dentro suponía no tener información. La agente Nielson había intentado resolver el problema llamando directamente al Vaticano, pero como Dial ya le había anticipado, nadie le dio lo que pedía.

Así que Dial decidió llamar al Vaticano personalmente, con la esperanza de que su cargo, que sonaba importante, hiciera que alguien se pusiera al teléfono. La agente Nielson le había enviado una larga lista de números de teléfono y él le había pedido que la clasificara por nacionalidades, porque pensó que los daneses y los noruegos estarían más dispuestos a colaborar, dada su relación con el crimen.

Después de pensarlo un poco, decidió sin embargo abandonar la idea y hacer justo lo contrario. En vez de mirarlo desde el punto de vista de la víctima, decidió mirarlo desde el suyo propio. ¿Quién estaría dispuesto a ayudarlo a él? Tenía que encontrar a alguien con quien pudiera hablar, alguien con quien poder crear un vínculo. Esa era la carta que debía jugar.

Era demasiado tarde para ayudar a Erik Jansen, pero todavía había tiempo para ayudar a Nick Dial.

El cardenal Joseph Rose se había criado en Texas. Le gustaban las armas, la carne roja y la cerveza bien fría. Pero amaba a Dios sobre todas las cosas y por eso había estado dispuesto a atravesar medio mundo para ir a trabajar en el Vaticano. Ésa era su vocación y era feliz.

Pero eso no significaba que no echara de menos su tierra.

Cuando se recibió la llamada, su asistente le dijo que Nick Dial estaba al teléfono. El nombre no le sonaba de nada, así que el cardenal Rose preguntó de qué se trataba. Su asistente se encogió de hombros y dijo que Dial no había querido decírselo, luego añadió que tenía acento americano. Dos segundos después, Rose estaba al teléfono.

—¿En qué puedo ayudarlo, señor Dial?

Dial sonrió al oír el acento de Texas en la voz del cardenal. Era música para sus oídos.

—Gracias por atenderme, su eminencia. Por favor, llámeme Nick.

—Gracias, Nick. Pero sólo si usted me llama Joe.

—Claro.

—Bueno, ¿de qué parte de América es usted?

—En realidad de todas partes. Mi padre era entrenador de fútbol de instituto, así que me crié en diferentes campus, desde Oregón hasta Pensilvania y Florida. Además pasé mucho tiempo en Texas.

Pasaron un rato hablando sobre el «Estado de la Estrella Solitaria» antes de que Rose preguntara:

—Entonces, ¿qué puedo hacer por usted? Tengo que admitir que siento curiosidad, dado que no ha querido decírselo a mi asistente.

—Sí, lo siento. Pensé que sería mejor si se lo decía yo mismo.

—¿Decírmelo usted mismo? Eso no me suena bien.

—Me temo que no es agradable. Dirijo la División de Homicidios de la Interpol, y anoche uno de sus sacerdotes fue hallado asesinado.

Rose intentó permanecer tranquilo.

—¿Uno de mis sacerdotes? ¿Se refiere a uno de mis ayudantes?

—Es posible —admitió Dial—. Ese es el motivo de mi llamada. Sabemos el nombre de la víctima y que trabajaba para el Vaticano, pero me está costando averiguar más…

—¿Su nombre? —preguntó Rose—. Por favor dígamelo.

—Jansen. Padre Erik Jansen.

De los labios de Rose escapó un sonido de alivio, un suspiro por el que Dial supo que el cardenal no conocía a la víctima.

—¿Cómo sucedió?

—Fue crucificado.

—¡Dios Santo! —Rose se persignó—. ¿Ha dicho crucificado?

—Sí, señor. Alguien lo secuestró, lo dejó inconsciente y luego lo clavó a una cruz.

—¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué no me he enterado?

Dial dudó, sin saber qué contestar primero.

—Hasta donde sabemos, lo secuestraron anoche en Roma. Y desde allí lo llevaron a Dinamarca, donde lo mataron.

—¿A Dinamarca? ¿Por qué Dinamarca?

—No lo sabemos, señor. Eso es lo que esperaba averiguar. Verá, estoy intentando reunir la mayor cantidad posible de pruebas, pero me he topado con cierta resistencia. He intentado llamar a varias personas del Vaticano, pero…

—No me diga más. —Rose hizo una pausa, pensando la mejor manera de explicarlo—. Sé cómo podemos llegar a ser, cuando se trata de información. Probablemente por eso no me he enterado de esta tragedia. Los miembros de esta comunidad son bastante reacios a hablar.

—Lo cual es comprensible, pero…

—No aceptable. No podría estar más de acuerdo. —Rose movió la cabeza, algo avergonzado por la situación—. Nick, le diré lo que voy a hacer. Voy a investigar por mi cuenta, aunque eso signifique alborotar un poco las cosas. En cuanto sepa algo, y con eso quiero decir cualquier cosa, lo llamaré, sea de día o de noche.

—¿Me lo promete? Porque varias personas me han…

—Sí, Nick, se lo prometo. Llegaré hasta el fondo de esta cuestión. Tiene mi palabra de texano.

Y para Dial, eso significaba más que su palabra como funcionario de la Iglesia.

15

J
ones estaba obsesionado con los misterios, por eso quería convertirse en detective. Algunos ven el vaso medio vacío y otros medio lleno. Pero Jones lo mira y trata de averiguar quién se ha bebido el agua.

Como fuera, a Payne no le sorprendió cuando Jones cogió de pronto la carpeta de la CIA antes de que él pudiera hacerlo. Leyó:

—El doctor Charles Boyd se licenció en arqueología y en lingüística en Oxford y obtuvo una cátedra de enseñanza en la Universidad de Dover en 1968. Según lo que pone aquí, incluso lo nombraron jefe del departamento en 1991… ¡Guaau! ¡Qué impresionante!

A Manzak no le hacía gracia.

—Continúe leyendo, señor Jones. Le aseguro que la cosa va a peor.

—¡Joder, Jon! Iba en serio. Mira esto.

Payne intentó evitar una sonrisa cuando Jones le pasó una foto del doctor Boyd tomada durante el gobierno de Nixon. Era el tipo de foto que se añade al expediente de uno y se queda ahí pegada a pesar de cualquier intento de deshacerse de ella. Boyd llevaba un traje de
tweed
y corbata de seda, además del peor peinado hacia un costado para disimular la calva que Payne había visto. Parecía una de las fotos del «antes» de los anuncios del spray símil-pelo.

—Déjame adivinar —se rió Jones—, lo busca la policía de la moda.

—No —dijo Manzak en tono duro—, es el principal sos echoso en una investigación de la Interpol que dura desde hace veinte años. Desde falsificaciones hasta contrabando, pasando por el robo de antigüedades, este tipo hace de todo y a un nivel muy alto. Ahora mismo, se lo busca en varios países: Francia, Italia, Alemania, Austria y España, entre los más importantes.

—Entonces ¿por qué no lo pillan? —preguntó Payne.

—Porque es un genio. Cada vez que están cerca, él encuentra el modo de escabullirse. Se lo aseguro, es como si tuviera percepción extrasensorial.

—O como si alguien le pasara información —sugirió Jones.

Payne estaba pensando lo mismo.

—De acuerdo, hagámonos cuenta de que todo lo que nos ha dicho sobre Boyd es cierto. ¿Eso qué tiene que ver con la CIA?

Manzak señaló el expediente.

—Empezaré por España. El doctor Boyd robó varias reliquias del patrimonio nacional español, piezas únicas, de valor incalculable. No hace falta que diga que están dispuestos a hacer lo que sea, en la medida de lo razonable, para recobrarlos. Por desgracia, la única manera de devolvérselos es encontrar al doctor Boyd y hacerlo hablar. Parece fácil, ¿verdad? Bien, pues hasta ahora se las ha arreglado para esconder cientos de objetos bajo las narices de la Interpol, y nadie tiene idea de dónde. A España le preocupa que si Boyd acaba muerto en la persecución, entonces las cosas nunca aparezcan. Y lo mismo vale para el resto de Europa. Todo el mundo siente pánico. Todos. Y el pánico es algo maravilloso, sobre todo si puedes sacarle provecho.

—¿Ve? Ahora me he perdido. ¿Cómo puede aprovecharse de eso la CIA?

Manzak se echó hacia adelante y sonrió con el tipo de sonrisa que habitualmente se ve junto a un caldero hirviendo.

—Dígame, señor Payne, ¿qué sabe usted sobre la CIA?

—Sé deletrear la palabra. Aparte de eso, no tengo ni idea. —A continuación señaló a Jones—. Ahí tiene al tipo con el que tiene que hablar. Alguna vez estuvo tentado de entrar en su organización.

Manzak se sorprendió.

—¿Ah, sí?

Jones asintió.

—Dicho llanamente, ustedes reúnen datos del extranjero, los evalúan y luego mandan sus teorías a Washington en una de estas bonitas carpetas.

Manzak ignoró la última parte.

—Desde luego no es tan fácil como suena. A veces lleva años completar una misión. Por ejemplo, podemos colar un agente en algún país, hacer que forme parte del sistema y luego volver a buscarlo mucho después para averiguar lo que ha aprendido. A veces meses después, otras veces años. Por eso en determinadas situaciones nos vemos obligados a usar técnicas más eficaces, con menor tiempo de espera.

Jones sonrió con sarcasmo.

—¿Tortura? Ya sabe lo que reza el dicho: «Yo te rasco la espalda y tú me rascas la mía». Bueno, así es como obtenemos algunos de nuestros mejores datos. Le hacemos un favor a alguien, armas, efectivo, lo que sea, y a cambio recibimos información.

Payne comprendió.

—Y déjeme que adivine: D. J. y yo somos el favor.

—No solamente un favor, un gran favor. Si atrapan a Boyd, estarán ayudando no sólo a España sino también a nosotros, porque estaremos colgando a Boyd encima de Europa como si fuera muérdago, entonces veremos qué país nos besa el culo primero. Y lo mejor es que no tenemos que arriesgar ningún operativo para completar la misión. Ustedes, caballeros, pueden hacer todo el trabajo sucio por nosotros.

—Eso si aceptamos hacerlo. Verá, todavía hay algo que me preocupa. Supongo que no hay manera de que el gobierno español esté dispuesto a poner nuestro acuerdo por escrito.

—Así es, señor Payne. Aquí no hay papeleo. Es más seguro así.

—¿Más seguro para quién? ¿Qué les impediría arrestarnos otra vez tan pronto como hayamos encontrado a Boyd?

Manzak se encogió de hombros.

—¿Y qué les impediría a ustedes irse a casa tan pronto como abandonen este edificio? La respuesta es nada. Pero les diré una cosa: creo que España está poniendo mucha más fe en ustedes que ustedes en ellos. Con sus historiales militares, ustedes podrían desaparecer si quisieran y en cambio no hay manera de que ellos pudieran ir a Estados Unidos a buscarlos. Así que ¿qué tienen que perder? Si aceptan su propuesta, les dejarán marchar… Y si no lo hacen, les dejarán que se pudran.

16

N
o se podía confiar en la policía de Orvieto. La imagen del escudo de la ciudad en el costado del helicóptero era una prueba de ello. Pero ¿hasta dónde llegaba la conspiración? ¿Boyd y María podían confiar en la policía de la próxima ciudad? No había manera de saberlo, así que decidieron hacer un viaje en bus de dos horas hasta Perugia, una ciudad de más de ciento cincuenta mil habitantes, y buscar la protección de una fuerza policial mucho más importante.

Después de acomodarse en el asiento trasero, ambos miraron por la ventanilla en busca de linternas, hombres armados, o cualquier cosa que pareciera sospechosa. Pero nada, excepto el fuerte ruido del tubo de escape del autobús, interrumpía la silenciosa tranquilidad.

Sólo cuando dejaron atrás los límites de Orvieto y se dirigieron hacia la campiña italiana, Boyd pudo relajarse. Su respiración se normalizó. El color le volvió a las mejillas. El nudo de su estómago comenzó a aflojarse y el corazón, lentamente, fue dejando de palpitarle en la garganta.

Recuperado, Boyd sacó el cilindro que había rescatado de las Catacumbas y lo contempló. El descubrimiento de las Catacumbas era un hecho que sacudiría a la comunidad arqueológica durante varias décadas, pero eso no era nada comparado con lo que tenía en las manos. Si el cilindro romano efectivamente contenía lo que él creía, el mundo entero se enteraría, no sólo un grupo de profesores del mundo académico.

Portadas en los periódicos de todo el mundo. Su fotografía en todas las revistas.

Antes de que la excitación lo sobrepasara, comprendió que tenía que asegurarse de que el tesoro prometido realmente estuviera allí. Mientras María dormía a su lado, levantó el cilindro a la luz de la ventanilla para comprobar si había algo allí que no hubiese visto en la oscuridad de las Catacumbas. A excepción de la inscripción del grabador, el objeto era totalmente liso, sin rugosidades ni defectos de ningún tipo. Ambos extremos parecían macizos, como si el metal no tuviera suturas. Pero Boyd sabía que no era así.

El objeto de Bath también era aparentemente sólido, aunque después de someterlo a algunos análisis, descubrió que uno de los extremos estaba recubierto con suficiente metal como para protegerlo del aire y la humedad, pero no como para que fuese impenetrable. Lo único que necesitaba era un destornillador y podría perforar el metal, luego lo destaparía como si fuese un bote de nueces.

Desesperado, miró bajo su asiento, buscando algo que poder usar. Después examinó la bolsa de la cámara de vídeo, pero todas las hebillas eran de plástico, demasiado blandas para perforar la tapa. «Maldita sea —pensó—. El cilindro es la clave de todo. Tiene que haber…».

Y entonces se dio cuenta. Acababa de encontrar la solución.

Sacó la llave del camión que había alquilado y empujó con la punta el borde del cilindro. Cuando la tapa se rompió, el recipiente emitió un soplido, dejando escapar el aire que había guardado durante dos mil años. Con manos temblorosas hizo palanca con la llave y quitó la delgada capa de metal, aunque no del todo. No tenía intención de sacar los documentos en el autobús. Lo único que quería era ver si el pergamino estaba dentro.

Para poder mirarlo, elevó el tubo hacia la luz. Pero cuando estaba acercando el ojo a la abertura, algo pasó. La escena, que iba a buen ritmo, de pronto pasó a cámara lenta. El rugido del motor del autobús, el sonido de las ráfagas de viento y el murmullo de los demás pasajeros también habían disminuido.

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