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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

La señal de la cruz (3 page)

Dial llegó a Helsingor ya avanzada la tarde. No sabía mucho sobre el caso —excepto que alguien había sido crucificado y que el presidente de la Interpol lo quería allí— pero le parecía mejor así. Le gustaba sacar conclusiones basadas en observaciones personales en lugar de fiarse de información de segunda mano.

La mayoría de los investigadores se hubiesen apresurado a examinar el cuerpo, pero ésa no era su manera de trabajar. Él prefería entender lo que rodeaba al cadáver antes de ocuparse del crimen, sobre todo cuando se encontraba en un país extraño. Si el asesinato se hubiera cometido en Francia, habría ido directamente al cadáver, porque había vivido allí durante los últimos diez años y sabía cómo pensaban los franceses.

Pero aquí, estaba un poco inseguro del entorno. Necesitaba comprender Dinamarca —y a los daneses en general— antes de poder entender el crimen. Así que en lugar de estudiar a la víctima, Dial atravesó un largo pasillo y buscó a alguien con quien hablar. No para interrogarlo, sino para conversar. Alguien que le dijera qué terreno pisaba. Tuvo que hacer tres intentos hasta encontrar a alguien que hablara inglés.

—Disculpe —dijo mientras enseñaba su placa de la Interpol—, ¿podría hacerle unas preguntas?

El hombre asintió, un poco intimidado por la credencial de Dial y un poco también por su mirada. Dial tenía cuarenta y tantos y un rostro que parecía tallado en granito. Líneas definidas, mandíbulas marcadas, ojos verdes. Cabello negro corto, con un toque de gris. No demasiado guapo, pero muy viril. Una barba de pocos días escondía sus rasgos, aunque no lo bastante como para ocultar su mentón, un mentón macizo de estrella de cine que se asentaba en el borde de su cara como un tributo a Kirk Douglas.

—Bueno, ¿qué tiene que hacer un tipo para conseguir una taza de café por aquí?

El hombre sonrió y condujo a Dial hacia una pequeña oficina. Las paredes estaban decoradas con calendarios y fotos de Kronborg. En la esquina había un escritorio de metal. Dial se sentó justo al lado de la puerta y el hombre le dio una taza de café.

—Así que trabaja aquí, supongo.

—Hace casi cuarenta años. Soy el guía turístico más antiguo.

Dial sonrió. Le había tocado el gordo.

—¿Sabe usted?, he trabajado por todo el mundo, en cada continente del planeta, pero nunca había visto un país como éste. Dinamarca es realmente bellísima.

El hombre se iluminó de orgullo.

—Es el secreto mejor guardado de Europa.

—Bueno, si prometo callarme la boca, ¿me contará algo sobre él?

La conversación sobre el lugar, su aspecto y un poco de su historia continuó durante diez minutos. Dial hablaba de tanto en tanto, llevando suavemente la conversación en la dirección que quería, pero la mayor parte del tiempo permaneció callado.

—Por curiosidad —preguntó—, ¿qué tipo de turistas vienen aquí?

La mayoría son personas de entre cuarenta y sesenta años, tanto hombres como mujeres. Aunque también solemos tener muchos estudiantes durante el curso escolar.

—¿Y las nacionalidades? ¿La mayoría de los turistas son de Dinamarca?

—Todo lo contrario. La mayoría son de los países más cercanos. Suecia, Alemania, Austria, Noruega. También muchos británicos, por Shakespeare.

—¿Shakespeare? ¿Qué tiene que ver?

—¿Así que no lo sabe?

Dial dijo que no, aunque estaba perfectamente al tanto de la relación con Shakespeare. Desde luego no iba a decirle eso al guía turístico. Era mejor hacerse el tonto y sonsacarle la historia a él.

—El
Hamlet
de Shakespeare se desarrolla en el castillo de Elsinor.

—¿Elsinor? ¿Eso está cerca de aquí?

—Usted está en Elsinor. Elsinor es Helsing0r. ¡
Hamlet
ocurrió aquí! A veces se hacen representaciones en el patio. Debería pasarse y ver alguna.

Dial frunció el cejo:

—No, no soy muy fan del teatro. Yo soy más bien un hombre de deportes… Pero por el bien de mi investigación, deje que le pregunte algo. ¿Muere alguien en
Hamlet
?

—¡Por el amor de Dios, pues claro! Toda la obra va de asesinato y venganza.

—Eso es bastante interesante, considerando los hechos recientes. Me pregunto si habrá alguna conexión.

El hombre miró hacia todas partes, paranoico, y luego bajó la voz hasta un susurro:

—Por supuesto que hay una conexión. Tiene que haberla. ¿Por qué alguien dejaría un cuerpo aquí tirado si no la hubiese?

Dial se puso de pie, preparado por fin para examinar la escena del crimen:

—Eso es lo que tengo que averiguar.

5

M
aría creyó que era una ilusión producida por la falta de luz. Todo cambió cuando puso la mano sobre la piedra. Su textura era demasiado perfecta como para ser natural:


Pro/essore
, ¿tiene un minuto?

Boyd atravesó la gruta pisando la maraña de cables y las herramientas cubiertas de polvo que había esparcidos por el suelo. María observaba fijamente la pared, así que fue hacia donde ella estaba. En un instante supo de qué se trataba, y saberlo hizo que se le doblaran las rodillas.

En una extensión de casi un metro, la textura de la cueva cambiaba de rugosa a suave y nuevamente a rugosa, como si alguien hubiese cogido un trozo de papel de lija y lo hubiese frotado contra la pared. Se estiró para tocarla, algo asustado, preocupado por que los reflectores estuvieran jugándoles una mala pasada a sus cansados ojos. La superficie, totalmente lisa, demostró que no era así.

—¡Rápido! Alcánzame mi pistola.

La pistola era el nombre que Boyd daba a su ventilador de mano, un pequeño artefacto de arqueólogo que utilizaba durante las excavaciones. Aproximadamente del tamaño de un teléfono móvil, la pistola contenía un pequeño cartucho de oxígeno que quitaba el polvo de las diminutas grietas y producía menos daño que una herramienta afilada. Boyd limpió la superficie de la pared cogiendo un pincel con una mano y su pistola con la otra. El guijo fue cayendo a sus pies como lluvia pesada, produciendo pequeñas ráfagas de polvo que flotaron en el aire. Unos minutos después, el contorno de un cuadrado de casi metro por metro comenzó a delinearse en mitad de la cueva.

—Sí. Creo que has encontrado algo.

María chilló de contenta:

—¡Lo sabía! ¡Sabía que esa roca parecía diferente!

Después de limpiar tres lados de la brecha abierta —el superior, el izquierdo y el derecho—, Boyd pudo medir la losa de piedra: noventa y cinco centímetros de lado por catorce centímetros de profundidad. María acercó una de las luces y trató de mirar a través de las esquinas, pero la pared de la cueva tenía un borde por detrás que lo impedía.


Pro/essore
, ¿qué cree que es? Es demasiado pequeño para ser una puerta, ¿no?

Boyd acabó de escribir en su cuaderno.

—¿Drenaje, quizá? ¿Tal vez un acueducto? En cuanto veamos qué hay al otro lado seguramente tendremos una idea más clara.

Boyd le entregó una palanca:

—Y como tú has encontrado la piedra, creo que deberías tener el privilegio de quitarla.

—Gracias —susurró ella mientras introducía la palanca en la grieta—. Esto significa mucho para mí, señor. Siento que somos como un equipo.

—Pero no te sorprendas si necesitas mi ayuda. Piedras como ésta pueden llegar a ser muy tozudas. Recuerdo una vez en Escocia cuando…

Un ruido sordo y fuerte retumbó a través de la cámara a la vez que la enorme roca se estrellaba contra el suelo. Los dos arqueólogos se miraron entre sí con incredulidad, luego bajaron la vista hacia la losa gigante que se hallaba a sus pies:

—¡Dios mío! —dijo Boyd—. ¿Has estado tomando esferoides?

Confundido, se arrodilló y examinó la piedra que prácticamente había saltado desde la pared. Intentó empujar el bloque por uno de sus lados pero fue incapaz de moverlo.

—Por Dios, ¿cómo has podido hacer eso? Esta cosa pesa una tonelada. Y no es una hipérbole, querida. ¡Esta cosa pesa literalmente una tonelada!

—No lo sé. Apenas he hecho presión. Sólo he metido la palanca y… ¡paf!

Boyd sabía que los ingenieros de la Antigua Roma estaban avanzados a su tiempo, sin embargo, no podía comprender por qué iban a construir una pared donde una de sus piedras pudiera ser desencajada con tan poco esfuerzo. Tal vez, pensó, fuera un túnel de escape.

—Discúlpeme, ¿
professore
?

Parpadeó y volvió a prestar atención a su asistente.

—Lo siento, querida. Estaba perdido en mis pensamientos. ¿Necesitabas algo?

—Quería saber si ya podemos entrar.

La cara de Boyd se puso de color rojo oscuro.

—Dios mío. Qué tonto soy. Yo aquí preguntándome sobre el significado de esta maldita piedra cuando estamos al borde de… —Inspiró profundamente—. Sí, por supuesto, vamos dentro.

El pasadizo era estrecho, les dejaba justo el espacio suficiente como para colarse dentro. Boyd entró primero y esperó que María le pasara el material de trabajo. Cuando el brazo de ella finalmente asomó, él cogió la linterna e intentó encontrar el botón para encenderla. Aquella entrada se abría a la oscuridad violando la santidad del suelo sagrado por primera vez en años, dejando al descubierto el alto techo abovedado y los frescos que adornaban las paredes.

—Señor —suspiró él asombrado—. ¡Dios Santo!

Segundos después, María se coló a través del hueco con una cámara de vídeo. No tenía idea de por qué Boyd suspiraba, pero estaba decidida a grabarlo. Al menos ése era el plan. Pero en el momento en que entró en la cámara, se sintió tan sobrecogida por la obra que dejó caer la cámara.

—¡
Santa María
!

Pasmada, dio vueltas en círculo, tratando de absorberlo todo a la vez. El techo abovedado era típico de la época de la Antigua Roma, y permitía que la mayor parte de su peso quedara soportado por las cuatro paredes de la cámara. Pero a pesar de que el concepto básico era clásico, la cámara también estaba decorada arquitectónicamente con una serie de cuatro columnas toscanas, cada una colocada en una esquina. Entre pilar y pilar, comenzando justo desde el cielorraso, había una serie de frescos religiosos, cada uno de ellos representando una escena distinta de la Biblia. La más destacada del grupo parecía ser la vida de un santo desconocido, era el doble de grande que las demás y estaba centrada en la pared derecha, justo detrás de un altar de piedra.

—¿Qué es este lugar? —susurró ella.

Boyd siguió contemplando a su alrededor, maravillado de haber descubierto las míticas bóvedas.

—El diseño básico parece similar al de muchas edificaciones construidas durante el apogeo del Imperio romano, pero las pinturas de las paredes son mucho más recientes: quizá del siglo quince o dieciséis. —Hizo una pausa, contemplando fijamente los frescos—. María, ¿te resultan conocidos?

Ella se acercó y estudió las escenas mientras paseaba la cámara sobre ellas. No tenía ni idea de a qué se refería él, pero eso no la detuvo. Observó cuidadosamente las pinturas, intentando encontrar el hilo conductor que las pudiera unir.

—¡Oh, Dios mío! ¡Sí los he visto antes! Estos murales están en la Capilla Sixtina.

—¡Exacto! —aplaudió Boyd—. Adán y Eva, el diluvio, el Arca de Noé. Los tres temas principales de la obra de Miguel Ángel. De hecho, estos frescos se parecen notablemente a los suyos.

María paseó la vista de una pintura a otra.

—Desde luego tienen su estilo, ¿no?

—Casi me molesta decir esto sin ninguna prueba tangible, pero… Me pregunto si realmente no los pintó el propio Miguel Ángel.

Los ojos de ella se volvieron dos veces más grandes.

—Está bromeando, ¿verdad? ¿De verdad cree que él los pintó?

—Piénsalo bien, María. Este sitio fue como un segundo Vaticano durante décadas. Cuando se produjo el Gran Cisma, los papas italianos vinieron a Orvieto para protegerse. En ese momento, la Iglesia se encontraba en tal desorden que el Concilio papal consideró incluso trasladar aquí el Vaticano de modo permanente. Sentían que era el único lugar que podía ofrecerles la protección adecuada.

—Y si el Vaticano iba a ser trasladado, los papas querrían las decoraciones adecuadas para el nuevo hogar de la Iglesia católica.

—¡Exacto! Y si el papa quería que Miguel Ángel se encargara de la decoración, entonces Miguel Ángel se encargó de la decoración.

Boyd sofocó una risita mientras recordaba una anécdota referida al célebre artista.

—¿Sabías que Miguel Ángel no quería tener nada que ver con la Capilla Sixtina? Se dice que Julio II, el papa en aquel momento, lo hostigó de manera incansable para que aceptara el proyecto. Una vez lo golpeó con un bastón, y en otra ocasión amenazó con matarlo tirándolo del andamio… No es exactamente el tipo de comportamiento que esperarías de un papa, ¿no?

—¿Cree que también forzó a Miguel Ángel para que pintara éstos?

Boyd consideró un segundo la pregunta.

—Si mi memoria no me engaña, el último papa que vino aquí fue Clemente VII, durante el ataque español a Roma en 1527. Creo que Miguel Ángel pintó la Capilla Sixtina unos veinte años antes de eso, lo que significa que habría tenido bastante tiempo como para duplicar sus escenas sobre estas paredes antes de su muerte.

—O —dijo María, paralizada— alguien pudo haber pintado éstos primero, y Miguel Ángel haberlos copiado luego en el Vaticano.

Una súbita excitación atravesó el rostro de Boyd.

—Querida mía, ¡ésa es una idea realmente buena! Si éstos fueron hechos antes que los otros, entonces la Capilla Sixtina no sería más que una imitación. ¡Dios nos ampare! ¿Te imaginas las críticas que recibiríamos si demostrásemos que Miguel Ángel era un falsificador? ¡No se acabarían nunca!

María se rió, segura de que a su padre le daría un ataque si ella se viera envuelta en algo así.

—Eso sí que nos traería problemas por todos lados, ¿no?

Y aunque la idea era polémica, palidecía en comparación con las cosas que aún les quedaban por descubrir al adentrarse hasta lo más profundo de las Catacumbas.

Mientras María filmaba las pinturas, el doctor Boyd bajó los tres escalones de piedra que había al lado izquierdo de la bóveda. Una vez abajo, giró a su derecha y se asomó a la oscuridad.

Atónito, vio una serie de tumbas abiertas, tantas, que se perdían en la profundidad del pasillo, más lejos de lo que podía iluminar su linterna. El techo se alzaba sobre él a una altura de más de quince metros y a ambos lados se alineaba un complejo sistema de nichos, construidos para guardar los restos óseos de los muertos. Estos
loculi
[4]
estaban excavados en las paredes de toba formando hileras rectas, y cada rectángulo medía metro ochenta de largo, justo lo bastante grande como para que cupiera un cuerpo.

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