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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

La señal de la cruz (8 page)

—¿En Austria? —preguntó Dante—. ¿Tenemos permiso para cavar allí?

Benito lo observó fijamente hasta que Dante bajó la cabeza, avergonzado. No debía haber cuestionado las órdenes de Benito.

—Todo está preparado… Lo único que tendrás que hacer será supervisar… Cuando hayas acabado, tráeme lo que encuentres.

12

A
l doctor Boyd le podía la curiosidad. Aunque tendría que haberse concentrado en el cilindro de bronce, estaba más interesado en el ruido ensordecedor que no podía ignorar.

—¡Hola! —dijo con su acento inglés—. ¿Hay alguien aquí fuera?

Las hélices del helicóptero seguían reverberando como i rueños justo fuera de la entrada de las Catacumbas.

—¡Cielo santo! ¿Qué es ese alboroto? —Boyd seguía pensando en ello mientras avanzaba hacia la boca de la cueva—. La gente debería tener más consideración cuando…

La visión de la enorme máquina, sumada al rugido abrumador de las turbinas y al viento huracanado que lo envolvió, l úe suficiente para dejar a Boyd sin aliento. Había supuesto que probablemente el ruido procediera de una máquina que estuviese trabajando en la meseta, pero nunca esperó ver un helicóptero mirándolo de frente desde más de doscientos metros de altura.

El hombre que iba en el asiento del pasajero sonrió y ordenó al piloto girar hacia la izquierda. Apenas un segundo después, su rifle M501 asomaba por la ventanilla, y Boyd estaba en su punto de mira.

—Caballeros —susurró—, los designios del Señor son insondables.

Los dos soldados que iban subiendo en dirección a la meseta se detuvieron y miraron al cielo, a pesar de que su ángulo les impedía ver bien.

—¿Qué está pasando, señor? ¿Está todo bien?

El hombre entornó los ojos mientras ajustaba la mira.

—Estará todo bien dentro de un momento. Un disparo, y nuestro mayor problema será historia.

—¿Qué hacemos?

Empujó la culata del rifle contra su hombro e intentó compensar el balanceo del helicóptero.

—Seguid subiendo. Necesitaré que os ocupéis de la chica y que selléis el sitio.

Boyd se protegía los ojos lo mejor que podía, pero la mezcla de sol y polvo no lo dejaba ver bien.

—¿Hola? —gritó—. ¿Puedo ayudarles?

Al no obtener respuesta, pensó que tenía que cambiar de táctica. Así que en lugar de gritar, saludó al helicóptero con la mano, con la esperanza de que los pasajeros lo saludaran a él y siguieran su camino.

—Mantenlo estable —ordenó el francotirador—. ¡Estable!

Pero era una tarea imposible. El viento se agitaba desde la cima del peñasco como una cascada y se arremolinaba al bajar. El resultado era la pesadilla de cualquier piloto: un bolsón de turbulencia que literalmente aplastaba todos los intentos del helicóptero por ascender. El piloto hizo lo que pudo para compensarlo, aumentando y disminuyendo el grado de inclinación de la hélice principal. Pero no consiguió mucho. Los helicópteros no están hechos para volar en esas condiciones.

—Se me está yendo de las manos —advirtió—. ¡Le juro que se me está yendo de las manos!

Cámara en mano, María atravesó la primera estancia, llena de colores, y avanzó directamente hacia la salida de las Catacumbas. Mientras se arrastraba a través de la estrecha abertura, de pronto percibió el ruido y las vibraciones que habían intrigado a Boyd.

—¿
Professore
?

Continuó hacia arriba por el sendero, intentando protegerse los ojos del intenso resplandor. A excepción de su mano, lo unico que la separaba de la ceguera completa era la figura que estaba de pie a la entrada de la cueva. Y por su delgada silueta supo que se trataba de Boyd.

—¿
Professore
? ¿Qué es lo que hace ese ruido?

Antes de que él pudiese responder, ella oyó el inconfundible sonido de un disparo y contempló con horror cómo Boyd perdía la estabilidad y caía sendero abajo. Sin dudarlo, él la empujó con el hombro en el estómago y la tiró al suelo para protegerla del ataque. Ambos resbalaron sobre las piedras y, ruando se detuvieron, él la cogió de la mano y la arrastró hacia la esquina más próxima, asegurándose de que estuvieran fuera del alcance del francotirador.

—¿Estás bien? —preguntó—. ¿Estás herida?

Ella se detuvo un momento para comprobar el estado de su cuerpo.

—No, estoy bien.

Boyd se puso de pie con dificultad y echó un vistazo desde el saliente rocoso más cercano. El ruido del helicóptero todavía resonaba.

—Creo que tenemos un problema. Hay un helicóptero ahí fuera.

—¿Un helicóptero?

—¡Sí! Y lleva un pasajero muy desagradable. Lo único que hice fue saludarle con la mano, ¡y comenzó a dispararme! —Se asomó otra vez, pero tampoco pudo ver nada—. Pero eso no es lo peor. Vi un letrero en el helicóptero que decía
Polizia
.

—¿Qué? ¿Lo dice en serio?

—Por supuesto que lo digo en serio. —La cogió de la mano—. Escúchame, corremos grave peligro. Pero si me sigues, sobreviviremos.

—¿Podemos vencer a un helicóptero armado?

—¡Sí! Pero tenemos que actuar con rapidez. Si aterrizan y entran, nos matarán.

—¡Espere! ¿Quiere pelear contra un helicóptero? ¿Con qué?

Boyd corrió hacia la esquina y rebuscó entre sus herramientas.

—¿Hemos traído alguna cuerda?

—¿Cuerda? No. La dejamos en el camión.

Rápidamente, Boyd dio vuelta la caja de herramientas y dejó caer el contenido con un fuerte estrépito.

—Supongo que esto tendrá que servir.

Ella se quedó mirándolo, confundida.

—¿Me pide una cuerda y luego se conforma con una caja de herramientas? ¿Le importaría decirme qué es lo que va a hacer?

—Observa y aprende, querida. Observa y aprende.

Boyd llevó la caja hacia la entrada de la cueva y estudió la máquina que amenazaba sus vidas. Revoloteaba a menos de quince metros delante de la entrada, mientras sus ocupantes lanzaban miradas feroces por la ventana frontal:

—María, ven aquí. Coge la cámara y lo que quieras llevarte. Tanto si esto funciona como si no, creo que es mejor que nos vayamos de este lugar lo antes posible.

—¿Nos vamos?

—¡Venga! —ordenó—. ¡Y date prisa!

Ella corrió hacia la parte trasera y Boyd avanzó hacia adelante, entrando con audacia en la línea de fuego. No estaba seguro de si su idea funcionaría, pero supuso que era mejor que estar atrapado dentro de las Catacumbas sin ninguna arma.

—¡Hola! ¡Venid a por mí!

Repitió la frase en italiano, sólo para estar seguro de que entendían su orden. El helicóptero se acercó de inmediato, intentando reducir el ángulo entre el francotirador y su blanco, con la esperanza de evitar otro tiro errado. Pero la maniobra fue un error táctico. Mientras la máquina avanzaba, Boyd alzó la caja de herramientas y la arrojó de golpe tan lejos como pudo. La caja voló por el aire hasta chocar con las palas de la hélice principal.

Mientras la caja se acercaba, el piloto se dio cuenta de pronto de lo que iba a pasar. Había estado tan preocupado por la ventolera y por la peligrosa cara de la roca, que no prestó atención a Boyd ni a su caja de herramientas. Fue un descuido que le costó la vida.

¡Clank!

El metal chocó contra el metal haciendo un ruido espantoso, destrozó dos de las cuatro palas al momento y lanzó una lluvia de metralla para todas partes. Con la repentina pérdida de altura, el helicóptero se tambaleó hacia adelante, esquivando la cara de la roca por unos milímetros, antes de que el piloto pudiera arreglárselas para hacerlo retroceder de nuevo. La hélice posterior no pudo soportar el drástico cambio de inclinación, lo que hizo que el vehículo girara como una ruleta descompuesta hasta caer en dirección al camión de Boyd, doscientos metros más abajo. Segundos después, el crujido del metal quedó tapado por la poderosa explosión que envolvió la ladera y que literalmente sacudió el suelo bajo los pies de Boyd.

—¡Genial! —chilló él—. ¡Jodidamente brillante!

Cuando todavía podía oírse el estruendo, María apareció desde el interior de la cueva para ver qué había pasado.


Professore
, ¿está…?

Antes de que pudiera acabar de formular la pregunta, vio la brillante bola de fuego. Llamas rojas y anaranjadas se disparaban hacia lo alto y desde los escombros abrasados surgía una espesa nube de humo negro…

—¡Santa María! Ha destrozado el helicóptero. ¡Y nuestro camión!

El asintió, feliz con su acción.

—Gracias a Dios que pagamos el seguro de alquiler.

Normalmente, ella se hubiese indignado con ese comentario, pero Boyd no le dio la oportunidad. La cogió del brazo y la arrastró hacia adentro, donde comenzó a juntar sus cosas. Por desgracia, tuvo que detenerse al oír un rugido distante.

—María, ¿qué es eso? ¿Es otro helicóptero?

Ella dio algunos pasos hacia la boca de la cueva, asustada. Inclinándose hacia atrás, echó un vistazo a las rocas de más arriba. Un puñado de piedras y escombros caía lentamente por la ladera escarpada.

—¡Ay, Dios mío!

En un segundo, Boyd supo lo que estaba ocurriendo. El impacto de la explosión había hecho que el suelo se sacudiese, produciendo lo último que querían que pasara.

—¡Avalancha!

Ambos salieron deprisa del túnel, corriendo tan rápido como podían. Aunque era una opción arriesgada, sabían que era preferible hacer frente a unas pocas rocas cayendo que al repentino impacto de un derrumbamiento. Podían librarse de algunas rocas, pero no se salvarían si los túneles se desmoronaban.

Cogiendo a María de la mano, se abrió paso a lo largo de la estrecha superficie de la roca, asegurándose de que iban juntos hasta que alcanzaron la pared del peñasco y se abrazaron a ella. Bajaron por el despeñadero tan rápido como pudieron, pero se dieron cuenta de que no iban a poder ir más aprisa que las rocas que caían. El terreno era demasiado inestable, y las piedras caían con demasiada frecuencia como para escapar de ellas. Necesitaban encontrar un refugio para aguardar allí, y esperar tener suerte.

Se acurrucaron bajo la primera cresta que encontraron, con la esperanza de que el saliente los protegiera del derrumbe. Desafortunadamente, cuando estaban allí, de pie bajo la piedra, notaron que el borde tenía varias grietas cerca de la base, hendiduras que, sometidas a una fuerza súbita, podían desmoronarse.

—¡Por favor, que aguante! —suplicó María—. ¡Oh, Dios, por favor, que aguante!

Los dos soldados contemplaban atónitos mientras el helicóptero se desplomaba. Las llamas subían como un géiser del infierno, forzándolos a agacharse contra la roca para protegerse. Pero no era el calor de lo que tenían que preocuparse.

El derrumbe comenzó con un reguero. Primero un guijarro, luego una piedra y finalmente un gigantesco peñasco. Pronto, media cresta se dirigía hacia ellos, y comprendieron que reunirse con su jefe en el otro mundo sólo era cuestión de tiempo.

El más joven de los dos fue el más afortunado, porque murió sin sufrir. Un trozo puntiagudo de roca le golpeó la cabeza, destrozándole el cráneo y rompiéndole el lóbulo frontal como si fuera un hachazo. Poco después, estaba reventado sobre la cara de su compañero, y pronto su cuerpo sin vida fue arrastrado cuesta abajo en un torrente de polvo y piedras.

El mayor trató de no ver la repugnante escena, pero era imposible. Tenía pegados a la cara gruesos pedazos de cerebro que parecían sobras de sushi, y la sangre se le metía en los ojos, cegándolo. A pesar de todo, se las arregló para aguantar, sacudiéndose las piedras que le desgarraban la carne y rezando para sobrevivir de algún modo a aquel horror y poder volver entero con su patrulla. Pero las cosas no iban a ser así.

La roca que selló su destino lo golpeó directamente en el hombro derecho, le arrancó el brazo con un ruido espantoso V le destrozó la clavícula como si fuese de vidrio. Se tambaleó en el borde unos segundos —el tiempo suficiente como para expresar su agonía con un alarido que se elevó por encima del rugido del fuego bajo sus pies— antes de estrellarse contra el suelo.

Una caja de herramientas. Cuatro muertos.

1,1 saliente se sacudía entero durante el derrumbe, y María miraba inquieta mientras las piedras caían, pero el refugio sirvió para protegerlos hasta del más diminuto guijarro.

Cuando las rocas y el número de piedras fueron menguando, María rezó para dar gracias a Dios y se volvió hacia Boyd.

Su cara estaba más pálida de lo habitual, pero en sus labios estaba grabada una sonrisa.

—¿Está usted bien?

El respiró profundamente y dijo:

—Perfectamente. ¿Y tú?

—Yo estoy bien. —María le enseñó la cámara, que sujetaba con fuerza—. Y también el vídeo.

—¡Dios mío! ¡El tubo! —Boyd apartó frenéticamente su riñonera, con la esperanza de que el artefacto hubiese permanecido en el bolsillo de sus pantalones durante el caos.

Al notar el metal, sonrió: habían tenido suerte.

—Bueno, querida, parece que no todo está perdido.

—No, pero estuvo cerca. —María señaló hacia las Catacumbas. La entrada estaba ahora cubierta—. No creo que nadie pueda usar esa puerta durante algún tiempo.

Boyd sonrió mientras inspeccionaba los escombros.

—¡Bien! Mientras tanto podemos llevar el vídeo a las autoridades como prueba de nuestro descubrimiento. Luego podemos volver con la protección adecuada y ¡hacer nuestra reclamación oficial de este sitio!

—Sí —suspiró ella—, si es que queda algo que reclamar.

—No te preocupes. Estoy seguro de que no nos iremos de Italia con las manos vacías.

Y Boyd sabía que era cierto, porque incluso si las Catacumbas habían sido completamente destruidas, ya tenía en sus manos el objeto por el cual había ido hasta Orvieto: el cilindro de bronce.

13

T
ranscurrieron varias horas antes de que volvieran a buscar a Payne. Para entonces sus piernas estaban entumecidas, se habían convertido en dos extremidades muertas que apenas podía mover. Todavía con las esposas puestas, lo arrastraron escaleras arriba y lo empujaron dentro de una fría sala de conferencias donde Jones, también esposado, estaba sentado al extremo de una larga mesa. Un desconocido, corpulento y de i raje oscuro, se sentó a la izquierda de Jones. Un segundo hombre, que hablaba por su teléfono móvil, permanecía de pie en la esquina más alejada de la habitación, contemplándolo todo con aire resuelto y firme.

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