Los cascos del bayo resonaban en la superficie helada.
De pronto la niebla se encogió, desapareció a causa del golpe de un viento que salía de no se sabe dónde. El bayo relinchó y bailoteó, restregó los dientes sobre el bocado. Bonhart se inclinó en la silla, tiró de las riendas con toda su fuerza, porque el caballo se había vuelto loco, agitaba la testa, golpeteaba en el suelo, se resbalaba en el hielo.
Delante de ellos —entre ellos y la orilla sobre la que estaba Ciri— bailaba sobre la capa de hielo un unicornio blanco como la nieve, que estaba erguido, adoptando la postura típica de los escudos de armas.
—¡No podrán conmigo estas tretas! —gritó el cazador, al tiempo que controlaba el caballo—. ¡No me vas a asustar con tus hechizos! ¡Te atraparé, Ciri! ¡Esta vez te mataré, brujilla! ¡Eres mía!
La niebla volvió a encogerse, se rebulló, adoptó extrañas formas. Las formas se iban haciendo cada vez más claras. Eran jinetes. Siluetas de pesadilla de jinetes fantasmales.
Bonhart abrió desmesuradamente los ojos.
Sobre las osamentas de unos caballos cabalgaban los esqueletos de unos jinetes vestidos con armaduras y cotas de malla comidas por el óxido, capas hechas jirones, yelmos abollados y agujereados decorados con cuernos de búfalo, restos de penachos de plumas de avestruces y pavos. Por debajo de las viseras de los yelmos los ojos de los fantasmas brillaban con un resplandor lívido. Unos estandartes deshilachados gemían al viento.
A la cabeza de la demoníaca comitiva galopaba un ser en armadura, con una corona sobre el yelmo, con un medallón sobre el pecho, envuelto en una coraza herrumbrosa.
Vete,
resonó en la cabeza de Bonhart.
Vete, mortal. Ella no es tuya. Ella es nuestra. ¡Vete!
Una cosa no se le podía negar a Bonhart: el valor. No cedió ante el espectro. Controló su miedo, no se dejó llevar por el pánico.
Pero su caballo resultó ser menos resistente.
El rocín bayo alzó las patas, bailó como un bailarín sobre las patas traseras, relinchó salvaje, dio coces y retrocedió. El hielo estalló bajo el golpeteo de sus cascos con un chapoteo horroroso, la capa de hielo se elevó perpendicularmente, el agua salpicó. El caballo chilló, golpeó con las patas delanteras en el borde, lo hizo pedazos. Bonhart sacó los pies de los estribos, se bajó de un salto. Demasiado tarde.
El agua se cerró sobre su cabeza. Los oídos le retumbaban como en un campanario. Los pulmones estaban a punto de estallarle.
Tuvo suerte. Sus pies que pateaban el agua se apoyaron en algo, seguramente el caballo que se iba hundiendo. Se impulsó, emergió con ímpetu, escupiendo y resoplando. Se agarró al borde del agujero en el hielo. Sin ceder al pánico, echó mano al cuchillo, lo clavó en el hielo y se subió. Se derrumbó, respirando pesadamente, el agua escapaba de él con un chapoteo.
El lago, el hielo, las vertientes nevadas, el negro bosque de abetos espolvoreados de blanco... todo se inundó de pronto de una claridad innatural.
Bonhart se puso de rodillas con un enorme esfuerzo.
Sobre el horizonte del cielo rojizo ardía una corona de cegadora brillantez, una cúpula de luz de la que de pronto surgieron pilares y hélices de fuego, se dispararon columnas bailarinas y remolinos de luz. En el firmamento estuvieron suspendidas por un instante las formas centelleantes, ágiles y rápidamente mudables de cintas y colgaduras.
Bonhart gimió. Le parecía que tenía en la garganta el anillo de hierro de un garrote.
En el lugar donde todavía un minuto antes no había más que una colina y un montón de piedras se elevaba ahora una torre.
Majestuosa, esbelta y delgada, negra, lisa, brillante, como si estuviera labrada de un solo trozo de basalto. El fuego centelleaba en unas pocas ventanas, en las dentadas almenas de la cima ardía la aurora borealis.
Vio a la muchacha, vuelta hacia él en la silla. Vio sus ojos brillantes y la marcada línea de la fea cicatriz de la mejilla. Vio cómo la muchacha espoleaba a la yegua mora, cómo entraba sin apresurarse en la tiniebla negra, bajo el arco de piedra de la entrada.
Cómo desaparecía.
La aurora boreal estalló en un cegador remolino de fuego.
Cuando Bonhart volvió a ver de nuevo, ya no había torre. Había una colina nevada, un montón de piedras, unos tallos secos y negros.
De rodillas sobre el hielo, en el charco del agua que rezumaba de él, el cazador de recompensas gritó salvaje, horriblemente. De rodillas, alzando las manos al cielo, gritó, aulló, bramó y blasfemó contra los hombres, los dioses y los demonios.
El eco de sus gritos resonó por entre las escarpas cubiertas de abetos, viajó por la helada superficie del lago Tarn Mira.
El interior de la torre le recordó de inmediato a Kaer Morhen: el mismo largo corredor detrás de una arquería, el mismo interminable abismo de la perspectiva de columnas y estatuas. No era posible comprender de qué forma el delgado obelisco de la torre podía contener aquel abismo. Pero también sabía que no tenía sentido analizar, no al menos en el caso de una torre que había surgido de la nada, había aparecido donde antes no existía. En aquella torre podía haber de todo y no había por qué asombrarse.
Miró hacia atrás. No creía que Bonhart se atreviera a seguirla, ni que hubiera tenido tiempo. Pero prefería asegurarse.
La arquería a través de la que había entrado ardía con un resplandor innatural.
Los cascos de Kelpa resonaban en el suelo, bajo las herraduras algo crujía. Huesos. Cráneos, tibias, costillares, fémures, pelvis. Cabalgaba a través de un gigantesco osario. Kaer Morhen, pensó, recordando. A los muertos se los debiera enterrar bajo tierra... Cuánto tiempo hacía de aquello... Entonces todavía creía en ello... En la majestad de la muerte, en el respeto a los muertos... Y la muerte no es más que muerte. Y un muerto no es más que un cadáver frío. No importa dónde yace, ni dónde se pudren sus huesos.
Entró en la oscuridad, bajo la arquería, entre columnas y estatuas. La oscuridad ondulaba como si fuera humo, los oídos se le llenaron con unos susurros intrusos, con unos suspiros, con unos cánticos lejanos. Ante ella estalló de pronto una luminiscencia, se abrieron unas puertas gigantescas. Se abrieron unas tras otras. Puertas. Una serie de puertas interminables de pesadas hojas que se abrían ante ella sin un susurro.
Kelpa entró, sus cascos resonaban sobre el suelo de piedra.
La geometría de las paredes que la rodeaban, las arcadas y columnas, resultó de pronto perturbada, tan radicalmente que Ciri sintió que la cabeza le daba vueltas. Le dio la sensación de que se encontraba en el interior de algún imposible cuerpo poliédrico, de algún octaedro gigantesco.
Seguían abriéndose puertas. Pero ya no era en una sola dirección. Era en una serie interminable de direcciones y posibilidades.
Y Ciri comenzó a ver.
Una mujer de cabello moreno que conducía de la mano a una muchacha de cabellos cenicientos. La muchacha tiene miedo, tiene miedo de la oscuridad, teme los susurros que surgen de la oscuridad, le aterran los golpes de las herraduras que escucha. La mujer morena que lleva una centelleante estrella con brillantes al cuello también tiene miedo. Pero no lo deja entrever. Sigue conduciendo a la muchacha hacia delante. Hacia su destino.
Kelpa avanza. La siguiente puerta.
Iola Segunda y Eurneid, con zamarras, con sus hatillos, caminan por una senda congelada y cubierta de nieve. El cielo es de color rojo.
La siguiente puerta.
Iola Primera está de rodillas ante el altar. Junto a ella, la madre Nenneke. Ambas miran, sus rostros se deforman en una mueca de espanto. ¿Qué ven? ¿El pasado o el futuro? ¿La verdad o la mentira?
Sobre ambas, Nenneke y Iola, unas manos. Las manos extendidas en un gesto de bendición de un mujer de ojos dorados. En el cuello de la mujer hay un brillante que refulge como la estrella del alba. En los hombros de la mujer hay un gato. Sobre su cabeza, un halcón.
La siguiente puerta.
Triss Merigold sujeta sus hermosos cabellos castaños, revueltos y agitados por la fuerza del viento. No se puede escapar del viento, nada te guarda de él.
No aquí. En la cima del monte.
Una larga, interminable columna de sombras se acerca al monte. Figuras. Caminan despacio. Algunos vuelven hacia ella el rostro. Rostros familiares. Vesemir. Eskel. Lambert. Coën. Yarpen Zigrin y Paulie Dahlberg. Fabio Sachs... Jarre... Tissaia de Vries.
Mistle...
¿Geralt?
La siguiente puerta.
Yennefer, envuelta en cadenas, amarrada a las paredes húmedas de una mazmorra. Sus dedos son una masa de sangre coagulada. Sus cabellos negros están desgreñados y enmarañados... Los labios rotos e hinchados... Pero en sus ojos violetas todavía no se ha apagado la voluntad de lucha y resistencia.
—¡Mamá! ¡Aguanta! ¡Resiste! ¡Voy a ayudarte!
La siguiente puerta. Ciri vuelve la cabeza. Con tristeza. Y confusión.
Geralt. Y una mujer de ojos verdes. Ambos desnudos. Ocupados, absortos en sí mismos. Procurándose el uno al otro placer.
Ciri controla la adrenalina que le aprieta la garganta, espolea a Kelpa. Los cascos resuenan. En la oscuridad palpitan los susurros.
La siguiente puerta.
Hola, Ciri.
—¿Vysogota?
Sabía que lo conseguirías, mi valiente muchacha. Mi valerosa Golondrina. ¿Lo conseguiste sin daño?
—Los vencí. En el hielo. Tenía una sorpresa para ellos. Los patines de tu hija...
Me refería a un daño psíquico.
—Me abstuve de vengarme... No maté a todos... No maté a Antillo... Aunque él fue quien me hirió y desfiguró. Me controlé.
Sabía que vencerías, Zireael. Y que entrarías en la torre. Pues ya lo había leído. Porque esto ya había sido descrito... Todo esto ya había sido descrito. ¿Sabes lo que te dan los estudios? La capacidad de utilizar las fuentes.
—¿Cómo es posible que estemos hablando...? Vysogota... Acaso tú...
Sí, Ciri. Estoy muerto. Pero no importa. Lo importante es de lo que me enteré, de lo que me di cuenta... Ahora ya sé dónde fueron a parar los días perdidos, qué sucedió en el desierto de Korath, de qué forma desapareciste ante los ojos de tus perseguidores...
—¿Y la forma en que entré en esta torre, también?
La Vieja Sangre que corre por tus venas te da poder sobre el tiempo. Y sobre el espacio. Sobre las dimensiones y las esferas. Ahora eres la Señora de los Mundos, Ciri. Posees un poderosa Fuerza. No permitas que te la quiten y la usen para sus propios objetivos, criminales e indignos...
—No lo permitiré.
Adiós, Ciri. Adiós, Golondrina.
—Adiós, Viejo Cuervo.
La siguiente puerta. Claridad, una claridad cegadora.
Y un penetrante olor a flores.
Una neblina estaba suspendida sobre el lago, ligera como gotitas de vaho, que era barrida aprisa por el viento. La superficie del agua estaba pulida como un espejo, sobre el verde diván de planas hojas de nenúfar resaltaban unas flores blancas.
Las orillas estaban sumergidas en verdor y en el color de las flores.
Hacía calor.
Era primavera.
Ciri no se asombró. ¿Por qué se iba a asombrar? Pero si ahora todo era posible. Noviembre, hielo, nieve, fango congelado, un montón de piedras sobre una cumbre cubierta de matojos... eso era allí. Y aquí es aquí, aquí la delgada torre de basalto de dentadas almenas en la cumbre se refleja en el agua verde de un lago salpicado del blanco de los nenúfares. Aquí es mayo, porque sólo en mayo florecen la rosa salvaje y la cereza.
Alguien estaba tocando el caramillo o la flauta, arrancándole una alegre y saltarina melodía.
En la orilla del lago, con las patas delanteras en el agua, bebían dos caballos blancos como la nieve. Kelpa bufó, golpeó con los cascos en las rocas. Entonces los caballos alzaron las cabezas y relincharon, el agua les caía de los morros, y Ciri lanzó un fuerte suspiro.
Porque no eran caballos, sino unicornios.
Ciri no se asombró. Había suspirado de admiración, no de sorpresa.
Cada vez se escuchaba más claramente la melodía, le llegaba desde unos cerezos cubiertos de blancas flores. Kelpa se movió en aquella dirección por propia iniciativa, sin que la apremiaran. Ciri tragó saliva. Los dos unicornios, inmóviles como estatuas, la miraban, mientras se reflejaban en la superficie del agua, pulida como un espejo.
Al otro lado de los cerezos, sentado sobre una piedra circular, había un elfo rubio de rostro triangular y enormes ojos almendrados. Tocaba, desplazando con habilidad los dedos por los agujeros de la flauta. Aunque vio a Ciri y a Kelpa, aunque las miró, no dejó de tocar.
Las florecillas blancas olían a cereza con el perfume más intenso que Ciri había percibido en su vida. Y no es extraño, pensó, completamente consciente: en el mundo en el que he vivido hasta ahora, simplemente los cerezos huelen de otro modo.
Porque en aquel mundo todo es distinto.
El elfo terminó la melodía con un trémolo muy agudo, se quitó la flauta de los labios, se incorporó.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó con una sonrisa—. ¿Qué te ha entretenido?