La Torre de Wayreth (44 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La mano lo sujetaba con firmeza. Los dedos huesudos coronados por las largas uñas amarillentas se aferraban a su presa. No necesitaba verlo. Conocía su rostro tan bien como el suyo propio, o incluso mejor. En cierto sentido, aquél era su propio rostro.

—Sólo uno de los dos puede ser el señor —dijo Fistandantilus.

La piedra de fondo verdoso y vetas rojas brilló bañada por el Bastón de Mago.

35

La última batalla

El heliotropo

DÍA VIGESIMOSEXTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Raistlin estaba completamente desprevenido. Un segundo antes estaba celebrando su victoria sobre Ariakas. Apenas le había dado tiempo a tomar aire y había caído en las garras de su enemigo más implacable, un hechicero al que Raistlin había engañado, atacado e intentado destruir.

Raistlin se quedó embobado mirando el colgante que la mano cadavérica sujetaba. Cuando Fistandantilus estaba vivo había asesinado a numerosos magos jóvenes. Les absorbía la vida con el heliotropo y así obtenía su propia fuerza vital. Atenazado por la desesperación, Raistlin conjuró el único hechizo que se le ocurrió en ese momento. Era muy sencillo, de los primeros que había aprendido.

—¡Kair tangus miopiar!

En su mano estallaron las llamas. En el mismo momento en que recitaba las palabras, Raistlin se dio cuenta de que el hechizo no tendría ningún efecto contra Fistandantilus. El fuego mágico sólo quemaba a los seres vivos. Se sentía desesperado, se maldecía a sí mismo pero, para su asombro, Fistandantilus gritó y apartó rápidamente la mano.

—¡Eres de carne y hueso! —exclamó Raistlin, y sintió que recuperaba la esperanza. Se enfrentaba a un enemigo vivo. Tal vez fuera muy poderoso, pero podía morir.

Raistlin retrocedió y asió el Bastón de Mago con las dos manos. Le serviría de arma y de escudo. Recordó todas las veces que Caramon le había insistido para que aprendiera a defenderse con el bastón, y que él quería librarse siempre de las lecciones.

—¡Pronto seré tu carne y tu hueso! —repuso Fistandantilus, esbozando una sonrisa terrible con sus labios descarnados—. La recompensa de mi reina.

—¡Tu reina! —Raistlin apenas podía contener la risa—. La misma reina a la que planeabas derrocar.

—Nos lo hemos perdonado todo —dijo Fistandantilus—. Con una condición: que te destruya. ¿De verdad creías que se me pasaría por alto todo lo que hacías, todos tus planes? A cambio de tu muerte, me convertiré en ti. O sería más adecuado decir que habitaré tu joven cuerpo.

Observó con desdén la frágil figura de Raistlin y dejó escapar un resoplido.

»
No es que sea el mejor cuerpo que he habitado, pero tiene un gran poder mágico. Y con mis conocimientos y mi sabiduría, te harás más poderoso aún. Espero que eso te sirva de consuelo en tus últimos momentos de vida.

Raistlin lanzó un golpe con el Bastón de Mago, con la intención de acertarle al hechicero en la cabeza encapuchada. Pero no era un guerrero demasiado hábil, al contrario de Caramon. El suyo fue un golpe torpe y lento. Fistandantilus esquivó el ataque. Agarró el bastón y tiró de él.

La magia del bastón crepitó. Fistandantilus lanzó un grito airado y el bastón salió disparado hasta el medio del pasadizo. Raistlin oyó el chasquido de la bola de cristal cuando el bastón golpeó el suelo de piedra. El resplandor de la magia perdió intensidad.

Raistlin giró la cabeza para ver dónde había caído el bastón. Retrocedió un paso, mientras buscaba bajo la túnica las bolsas donde guardaba el Orbe de los Dragones y los componentes de los hechizos. Fistandantilus descubrió sus intenciones. Señaló las bolsas y pronunció unas palabras mágicas. Como el hierro hacia el imán, así salieron disparadas las bolsas de las manos de Raistlin a las manos del viejo.

—¡Guano de murciélago y pétalos de rosa! —Fistandantilus tiró al suelo las bolsas con un gesto desdeñoso—. Cuando yo sea tú, no necesitarás ingredientes de éstos. El Señor del Pasado y el Presente será el creador de una magia sin igual. Qué pena que no vayas a vivir para verlo.

Fistandantilus extendió las manos, con los dedos abiertos, y entonó su hechizo.

—Kalith karan, tobanis-kar...

Raistlin reconoció el hechizo y se tiró al suelo. De las yemas de los dedos del viejo salieron disparadas flechas de fuego que pasaron siseantes por encima de la cabeza de Raistlin. El calor que irradiaban le chamuscó el pelo.

El Bastón de Mago no estaba muy lejos, pero no lo alcanzaba. El globo de cristal se había resquebrajado, pero seguía emitiendo la luz mágica. Raistlin vio que algo centelleaba.

Estaba a punto de estirarse para cogerlo, cuando oyó unos pasos detrás de él. Era Fistandantilus, que se acercaba para rematarlo. Raistlin gimió y trató de levantarse, pero volvió a derrumbarse en el suelo.

Fistandantilus se echó a reír, parecían divertirle sus penosos esfuerzos.

—Cuando yo ocupe tu cuerpo, Majere, perseguiré y mataré al imbécil de tu hermano, que ahora mismo está intentando llegar a la Piedra Fundamental. En sus últimos momentos desesperados de vida, Caramon creerá que su amado gemelo es su asesino. Pero eso ya no sorprenderá al pobre Caramon, ¿verdad? ¡Ya ha visto cómo lo matabas!

Fistandantilus empezó a recitar un hechizo. Raistlin no conocía las palabras y no tenía la menor idea de qué efecto tendría la magia que invocaban. Algo espantoso, de eso no le cabía ninguna duda. Volvió a gemir y miró disimuladamente hacia atrás. Cuando Fistandantilus estuvo cerca, Raistlin estiró rápidamente las piernas y propinó una patada al viejo en las espinillas que lo mandó al suelo. El hechizo terminó en un grito incomprensible y un golpe seco.

Raistlin se echó hacia delante para apoderarse del pequeño objeto reluciente. Cerró el puño alrededor del Orbe de los Dragones y, tambaleante, logró ponerse de pie.

El sonido de una trompeta resonó por todo el pasadizo.

Fistandantilus no se molestó en levantarse. Se sentó en el suelo, se sacudió las manos en las rodillas y sonrió.

—Algún idiota ha tropezado con tu trampa mágica.

El viejo se sujetó la túnica negra con una mano y se levantó. Dio un paso hacia Raistlin y éste abrió el puño. Los colores del Orbe de los Dragones danzaron y se iluminaron, bañando con su luz todo el pasadizo.

—Bien, adelante, joven mago —dijo Fistandantilus—. Tienes el orbe. Utilízalo. Invoca el poder de los dragones para convertirme en un amasijo de carne sanguinolenta.

Raistlin miró el orbe y los colores que giraban en su interior. Torció la boca y desvió la mirada.

Fistandantilus esbozó una sonrisa macabra.

—No te atreves a utilizarlo. Estás demasiado débil. Temes que el orbe te atrape y acabe convirtiéndote en un loco baboso como el pobre Lorac. —Levantó el colgante de heliotropo.

»
Te prometo, Majere, que no permitiré que eso pase. Tu final será rápido, aunque no puedo decir que no sentirás dolor. Y ahora, por mucho que haya disfrutado con nuestra pequeña pelea, mi reina necesita mis servicios en otro lugar.

Fistandantilus empezó a recitar su hechizo.

Raistlin apretó el orbe con fuerza. Los rayos de luz se colaban entre sus dedos: cinco rayos, cinco colores, cinco direcciones. Raistlin levantó la cabeza.

—Deja de conjurar tu hechizo, viejo, o estrellaré el orbe contra el suelo. El orbe es de cristal. Puede romperse.

Fistandantilus frunció el entrecejo. El hechizo murió en sus labios. Levantó el colgante y giró la mano.

A Raistlin se le encogió el corazón en el pecho. Lanzó un grito ahogado, pues le faltaba el aire. Fistandantilus apretó con más fuerza y el corazón de Raistlin dejó de latir. No podía respirar. Empezó a ver unos puntos negros cegadores y sintió que se caía.

Fistandantilus aflojó un momento la presión.

El corazón de Raistlin dio un salto, transido de dolor, y el hechicero pudo tomar aire. Fistandantilus volvió a apretar el puño y Raistlin lanzó un grito de dolor, antes de caer al suelo. El viejo se arrodilló a su lado y apretó el colgante contra su corazón.

El miedo, puro y amargo, se apoderó de Raistlin. Se le secó la boca, se le agarrotaron los músculos de los brazos, sintió un líquido caliente y desagradable en la garganta. El miedo lo aplastaba, le arrebataba las fuerzas y lo dejaba confundido y tembloroso. No temía la muerte. De naturaleza débil y delicada, había luchado contra la muerte desde el mismo momento en que había nacido. La muerte no le parecía digna de temer. Ni siquiera en ese momento, pues sería mucho más fácil cerrar los ojos sin más y dejar que la oscuridad apaciguadora se posase sobre él.

No temía la muerte. Temía el olvido.

Fistandantilus se apoderaría de él. Devoraría su alma, la tragaría y la digeriría. Su cuerpo seguiría viviendo, pero él no lo haría. Y nadie notaría la diferencia. Al final, sería como si él jamás hubiera existido.

—Adió, Raistlin Majere...

Raistlin nadaba en un océano, luchaba por mantenerse a flote, pero estaba atrapado en El Remolino y no había escapatoria posible. Las aguas encarnadas como la sangre lo arrastraban, lo hundían.

—¡Caramon! ¿Dónde estás? —gritó Raistlin—. ¡Caramon, te necesito!

Sintió que unos brazos lo agarraban y, por un instante, se sintió aliviado. Entonces se dio cuenta de que aquel brazo no era el brazo musculoso de su hermano. Era el brazo huesudo de Fistandantilus, que agarraba a su víctima para acercársela, preparado para chuparle la última gota de vida. Fistandantilus abrió los dedos de Raistlin y cogió el orbe. Lo sostuvo delante de sí y se echó a reír.

Horrorizado, Raistlin vio que su propio rostro reía delante de él. Los ojos eran sus ojos, las pupilas tenían forma de reloj de arena. La mano que sujetaba el Orbe de los Dragones era su mano. La luz del bastón, que cada vez brillaba con menos intensidad, bañaba su piel dorada. Los huesos delicados, las líneas azules de sus venas; todo era suyo.

Estaba perdiéndose a sí mismo, desapareciendo en la nada.

La furia estalló en el interior de Raistlin. Estaba demasiado débil para utilizar su magia. Los hechizos se retorcían como serpientes en su cabeza y huían sin que él pudiera atraparlos. Pero contaba con otra arma, el arma que todo mago podía utilizar cuando todas las demás le han fallado.

Raistlin dio un golpe de muñeca y la daga de plata que llevaba sujeta al antebrazo se deslizó en su palma. Cerró el puño tembloroso alrededor del mango y, con las últimas fuerzas que le quedaban, rodeó a Fistandantilus con el brazo y lo atrajo hacia sí. Le clavó la daga. Raistlin sintió que la hoja se hundía en la carne y arañaba el hueso con un sonido estremecedor. Había tocado una costilla. Sacó la daga. La sangre, cálida y viscosa, le pringaba los dedos.

Fistandantilus se estremeció y lanzó un gruñido de sorpresa, pues en un primer momento no comprendió qué pasaba. Cuando el dolor lo golpeó con toda su fuerza, se dio cuenta de lo que sucedía. Su rostro, que era el rostro de Raistlin, se deformó en una mueca agónica. Los ojos del reloj de arena se oscurecieron, velados por el dolor y la ira. Raistlin no le había dado un golpe mortal a su enemigo, pero había ganado un tiempo precioso. Apenas le quedaban fuerzas. Tenía una oportunidad más y ésa sería la última. Sin saberlo, Fistandantilus lo ayudó, pues torció el cuerpo para arrebatarle la daga.

Raistlin volvió a clavar la hoja. Fistandantilus lanzó un grito, pero era la voz de Raistlin la que gritaba. Raistlin vio su propio rostro deformado por la cercanía de la muerte. Se estremeció y cerró los ojos antes de hundir más la daga. Giró la hoja en las profundidades de la carne.

Fistandantilus se desplomó entre espasmos. Raistlin soltó la daga, sentía la mano demasiado débil y temblorosa para seguir sosteniéndola. El arma se quedó hundida en la túnica negra hasta la empuñadura.

Raistlin tomó aire con esfuerzo y se vio morir a sí mismo. De repente se dio cuenta de que apenas le quedaba tiempo para actuar. Cogió el colgante de piedra que todavía descansaba sobre su pecho y lo apretó sobre el corazón del hechicero moribundo.

Raistlin sintió algo extraño, la sensación de que ya había hecho eso antes. Era una sensación poderosa e inquietante. Desechó ese sentimiento y siguió apretando la piedra contra el corazón. Notó que sus propias fuerzas volvían a él, que su propio ser regresaba a su cuerpo y, junto a él, los conocimientos, la sabiduría y el poder del archimago.

Fistandantilus abrió la boca en un último intento por conjurar un hechizo. Tosió y fue sangre lo que acudió a sus labios, no palabra mágicas. Se estremeció. Su cuerpo se puso rígido. Unas gotas de sangre burbujearon en su boca. Las pupilas de reloj de arena quedaron clavadas en la cabeza de Raistlin y ya no se movió. La mano perdió su fuerza, y el Orbe de los Dragones rodó por el suelo. Los ojos, oscurecidos por el odio y la ira, no se separaban de Raistlin. Este bajó la vista y contempló su propio cadáver. De repente se apoderó de él la terrible duda de si sería él quien había muerto y era Fistandantilus quien lo contemplaba.

Asustado, arrancó el colgante del cadáver y la transmisión de conocimiento se interrumpió bruscamente. No sabía qué había absorbido, y en su mente bailaban hechizos desconocidos y arcanos conocimientos. Le recordó al caos que reinaba en la biblioteca de la desgraciada Torre de la Alta Hechicería de Neraka.

Se levantó, tembloroso, y de repente se dio cuenta de que no estaba solo. La luz del Bastón de Mago, que volvía a brillar intensamente, proyectaba sobre la pared una sombra; las cinco cabezas de la Reina Oscura.

«¡Bien hecho, Fistandantilus!»

Raistlin contuvo el aliento y alzó la vista con recelo.

«¡Raistlin Majere está muerto! ¡Lo has matado!»

Los ojos umbrosos de las cabezas umbrosas miraban fijamente algo en su mano. Bajó la vista y se dio cuenta de que sostenía el colgante de heliotropo.

—Sí, mi reina —contestó el hechicero—. Raistlin Majere está muerto. Yo lo he matado.

«¡Perfecto! Ahora corre a la Piedra Fundamental. Tú eres su último guardián.»

Las cabezas desaparecieron. La Reina Oscura, concentrada en otros peligros, se había ido.

—Ni siquiera los dioses perciben la diferencia —murmuró Raistlin.

Miró el colgante de heliotropo. Cuando el alma oscura del hechicero se había unido a la suya, Raistlin había vislumbrado actos indescriptibles, un sinfín de asesinatos y otros crímenes demasiado atroces para ser nombrados.

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