La última concubina (22 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

¿Cómo era la historia? ¿No decía que sin su túnica de plumas el ángel no podría regresar al cielo? Suplicaba y rogaba, y al final el pescador cedía. Pero primero insistía en que el ángel bailara para él.

Por un instante, Sachi se encontró de nuevo en el palacio, una calurosa noche de verano. La atmósfera estaba cargada de incienso y del perfume de las flores. Las cigarras entonaban su estridente canto. Unas brillantes antorchas chisporroteaban y crepitaban, iluminando los jardines con sus enormes llamas amarillas. Bajo la atenta mirada de las damas, Sachi bailaba con unos movimientos tan lentos que eran casi imperceptibles, olvidándose de todo, concentrada en aquella apasionada historia y en las sensaciones de su cuerpo, que realizaba mesurados movimientos. Las cantantes cantaban al son de los tambores. El recuerdo era tan vívido que le brotaron lágrimas de los ojos. Volver al sombrío presente supuso un duro golpe.

¿De dónde había salido aquel michiyuki? Tenía algo siniestro. Era demasiado bonito, demasiado seductor, como si perteneciera a una de esas mujeres de los cuentos de hadas que resultaban no ser mujeres sino zorros, o llevar cientos de años muertas.

—Pruébatelo —dijo Sachi desprendiéndose rápidamente de él.

—No puedo —dijo Taki—. Es un traje de concubina. Tienes que ponértelo tú.

—Pero ¿no lo entiendes? No es mío. No sé cómo ha ido a parar a mi fardo.

Levantó el cuello del michiyuki. Bordado en la parte de atrás del cuello había un emblema de seis lados con un dibujo de tres hojas estrechas. Había otro emblema en cada uno de los hombros.

—Ese emblema... —dijo Sachi—. ¿No lo has visto en algún sitio?

Taki ladeó la cabeza.

—Sí —contestó—. Pero no recuerdo dónde.

—No es mío —dijo Sachi con ímpetu—. Tenemos que deshacernos de él. Tenemos que averiguar de dónde ha salido y devolverlo.

Pero ¿cómo iban a hacer eso? Estaban a la deriva, perdidas en una ciudad que no conocían y sobre la que no sabían nada. Se miraron, impotentes.

Acababan de guardar los trajes cuando oyeron unos pasos que se acercaban a la habitación. Se abrió la puerta y apareció una cara sonriente. Era la mujer que había salido a recibirlos.

—¡Qué maleducados somos! ¡Os hemos dejado solas mucho rato! —exclamó al entrar arrodillada—. Debéis de estar congeladas. Por favor, bebed un poco de té y probad estos encurtidos. Los he preparado yo misma.

Tenía una voz áspera que recordaba al graznido de un cuervo, y hablaba con el mismo tono cantarín de Kano que los tres ronin.

Se presentó diciendo ser la tía de Shinzaemon, de la familia Sato. Sachi se fijó en sus destacados pómulos y en su directa mirada, que recordaban los de Shinzaemon, y enseguida sintió simpatía por ella. Era una mujer enérgica y práctica, con mucho sentido común. Pese a ser una samurái y una mujer de rango elevado, llevaba el cabello recogido en un sencillo moño y un poco alborotado, como si se lo peinara ella misma. Hacía mucho tiempo que Sachi no se encontraba ante alguien tan tranquilizador y maternal. Aquella mujer irradiaba serenidad y eficacia; parecía que nada pudiera sorprenderla, que estuviera acostumbrada a que aparecieran misteriosas damas que viajaban disfrazadas y se alojaran en sus habitaciones de invitados.

—Bienvenidas, señoras. Quedaos con nosotros el tiempo que queráis, por favor —dijo tía Sato inclinando la cabeza y sonriendo—. Mi sobrino, Shinzaemon, me ha pedido que me ocupe de vosotras. Haré todo lo posible para protegeros y para procuraros cuanto necesitéis para estar cómodas. —Y añadió—: Últimamente la situación es muy inestable en esta región. Será mejor que no salgáis de la casa y sus jardines. Estoy segura de que lo comprenderéis.

Sachi miró a Taki. Tenía razón: iban a tener que ser prudentes.

II

Había mucha actividad en la casa. Las mujeres barrían, limpiaban y fregaban frenéticamente, como si creyeran que podrían ahuyentar la mala suerte del año anterior si frotaban lo suficiente. El polvo brillaba en el aire cuando levantaban los tatamis y los apoyaban contra las paredes para que se airearan, para luego volverlos a colocar en sus marcos con un ruido sordo. Terminaba el año viejo —el tercer año de Keio—, y empezaba un nuevo año, pero nadie se atrevía a predecir qué les traería.

Sachi y Taki se retiraron a su habitación, desde donde oían todo aquel ajetreo. Sachi apartó las persianas de madera para que la luz del sol inundara la sombría habitación. Salió a la galería.

—¡Ven a ver esto! —exclamó.

Fuera había un pequeño jardín de té. En otros tiempos debía de haber sido precioso, pero los sinuosos senderos, el estanque, las rocas cuidadosamente colocadas y la pequeña colina artificial habían desaparecido casi por completo bajo un manto de malas hierbas y musgo, y el desmoronadizo farol de piedra se había caído y estaba tirado en el suelo. Todo el jardín estaba espolvoreado de nieve.

—Qué bonito, ¿verdad? —comentó Sachi—. Wabi, ¿no crees?

—En el palacio nunca hubo un ejemplo tan perfecto —coincidió Taki.

Sachi había aprendido de sus maestras a reconocer el wabi —la belleza de la pobreza— y el sabi —la pátina de antigüedad que confería belleza a un cuenco de té o a una tetera de hierro—. Al principio, esos conceptos no tenían ningún sentido para ella. En el pueblo todo era viejo y pobre, pero nadie lo consideraba bello. Sin embargo, tras acostumbrarse a los lujos del palacio, comprendía lo relajantes que resultaban esas cosas tan sencillas. Aquel jardín era obra de la naturaleza y del tiempo, y no de los hombres. Y eso lo hacía aún más bello.

Las dos mujeres se echaron unas colchas sobre los hombros y se acurrucaron una junto a otra en silencio, empapándose de la melancolía de aquel paisaje que parecía reflejar todo lo ocurrido desde que abandonaran el palacio de las mujeres.

Había pasado un día entero y seguía sin haber señales de los ronin. Sachi y Taki habían empezado a aceptar que iban a quedarse un tiempo en aquella gran casa. Era un edificio lúgubre e intimidante, pero ya se estaban acostumbrando al crujir de las vigas y a los gélidos vientos que silbaban a través de las persianas y hacían vibrar las puertas de papel. Cuando paseaban por los jardines, ya no les sorprendía ver la hierba que crecía entre las tejas del tejadillo de la puerta principal, ni se sobresaltaban al ver pasar un zorro o un tejón entre la maleza.

Para Taki, que sólo conocía la vida de los samuráis de clase alta, Kano era una ciudad espantosamente provinciana. Allí se sentía desterrada, aislada de la civilización. Como los fantasmas hambrientos, ambas estaban exiliadas de todos y de todo lo que les importaba. Echaban de menos el castillo —las magníficas habitaciones abarrotadas de mujeres, el bullicio y el cuchicheo constantes, el esplendor de las paredes con incrustaciones de oro y los techos labrados, los jardines de recreo, los pabellones de contemplación de la luna—. Y el espacio: el palacio de las mujeres tenía las dimensiones de una ciudad pequeña.

Al anochecer, la redonda y sencilla cara de tía Sato volvió a asomar por la puerta. La seguía una doncella que se tambaleaba bajo un montón de kimonos.

—Son unos míseros obsequios, pero os ruego que los aceptéis —dijo con su áspera voz, tapándose la boca mientras sonreía e inclinaba la cabeza—. Kimonos nuevos para el Año Nuevo.

Taki acarició la tela. Eran unos kimonos de algodón hilado a mano, de color marrón, añil, gris y azul grisáceo. Eran los kimonos más sencillos y más feos que había visto jamás. Hasta los bastos vestidos de chonin que llevaban puestos eran más elegantes.

—Esta noche vamos a ir a rezar —explicó tía Sato. Su amable rostro había mudado la expresión. Sus ojos denotaban fiereza, y apretaba la mandíbula en un gesto de tenacidad y determinación—. No podemos dejar de ir a rezar la víspera de Año Nuevo, pase lo que pase. No podemos escondernos aquí eternamente. La vida debe continuar. Será mejor que os vistáis como todo el mundo para no llamar la atención.

Tía Sato miró a las dos jóvenes como si quisiera asegurarse de que la habían entendido. Sachi recordó el miedo que había visto reflejarse fugazmente en su cara la primera vez que se vieron. Creía que habían sido imaginaciones suyas, pero ahora comprendía que no.

Sachi se probó un sencillo kimono de color gris. Era del estilo de los de los samuráis, pero no muy diferente de los que llevaba en la aldea, sólo que estaba nuevo en lugar de viejo y raído. Giró sobre sí misma, deleitándose con esa recién descubierta libertad. Le gustaba esa nueva personalidad suya, modesta. Con su sencillo peinado, sin adornos, con la cara sin maquillar y los dientes sin pintar, se sentía lozana como una niña. Se vio en el espejo: ni siquiera con ese sencillo kimono la habrían tomado por una esposa samurái.

Tía Sato la miró de arriba abajo.

—No sé qué hacíais en Edo —dijo—, pero por aquí no podéis pasearos, a vuestra edad, con los dientes sin pintar. Tanto si estáis casadas como si sois solteras, resultaría extraño. Ahora mismo os envío a la doncella.

Esa noche, un tanto cohibidas con sus burdos kimonos, Sachi y Taki salieron de su habitación. En medio de la gran sala había un hogar con un fuego encendido. El humo flotaba como una neblina y hacía que se les pusieran los ojos llorosos.

Unos hombres con haori y pantalones plisados hakama daban vueltas alrededor del hogar, soplándose en las manos y frotándoselas. Llevaban la parte superior de la cabeza afeitada y moños untados con aceite, como los samuráis. No se veía por allí a ningún greñudo ronin. Las mujeres iban vestidas con prendas de color marrón, gris y añil, de modo que Sachi y Taki no desentonaban en absoluto. Todo el mundo parecía extrañamente apagado. Hablaban en voz baja, como si no pasara nada, pero de vez en cuando unas miradas se encontraban, y de pronto se producía un silencio. Sólo los niños, con kimonos limpios de fiesta, correteaban y gritaban, excitados. Sus gritos resonaban al rebotar en las negras vigas del techo.

En el palacio, un grupo como aquél habría emanado nubes de perfume, pues cada persona habría llevado su mezcla particular. Pero allí sólo olía a algodón recién lavado, al aroma de camelia de la pomada con que los hombres se untaban el moño y a humo de leña.

El día de Año Nuevo del año anterior había sido muy diferente. Taki le había preparado a Sachi un kimono nuevo de seda blanca con capullos de ciruelo, bambú y pino bordados con hilo de plata, y con grullas y tortugas, que simbolizaban la longevidad, en la espalda. Habían pasado la mañana visitando a las viudas; por la tarde le habían hecho compañía a la princesa, con la que habían escrito poemas y habían echado una partida tras otra del juego de las cartas de poesía. Y allí estaban, en aquella deprimente ciudad, bajo una misteriosa amenaza. ¿Dónde estaba la princesa? ¿Qué hacía? Sachi respiró hondo. Era mejor no pensar en esas cosas; era mejor no pensar en nada.

A la hora de la rata, el momento más oscuro de la noche, sonó la primera campanada en un templo cercano. Todos guardaron silencio. Los niños empezaron a contar: «Uno. Dos. Tres.» Habían llegado a ciento ocho cuando las campanas dejaron de tocar. Los adultos volvieron a mirarse unos a otros. Hubo una larga pausa. Uno a uno, fueron desfilando hacia la entrada lateral de la casa. Sachi y Taki siguieron a tía Sato. Se pusieron unas chaquetas acolchadas y se taparon la cabeza y la cara con pañuelos, de modo que sólo se les vieran los ojos.

Fuera, el estrecho callejón serpenteaba entre sólidas paredes de tierra coronadas con tejas de arcilla. La gente iba haciendo ruido con los zuecos de madera; todos caminaban en la misma dirección. El humo que salía de sus faroles se mezclaba con el vaho que echaban por la boca.

Aquí y allá resplandecía una mancha de luz amarillenta, rompiendo la línea del muro, y un enorme portal surgía en la oscuridad, señalando la entrada de una mansión samurái. Fuera había faroles encendidos. De los aleros colgaba una cuerda sagrada con una corona de helechos y una naranja, y a ambos lados de los postes del portal había sendas tinajas con tallos de bambú y ramas de pino.

Llegaron a un portal que estaba cerrado y con el cerrojo echado, en el que no había faroles encendidos ni objetos decorativos. Se habían formado montones de hojas secas en los rincones, como si nadie hubiera entrado por él desde hacía meses. Reinaba un silencio sepulcral. Pasaron todos mirando al suelo, como si mirar aquello pudiera acarrearles también a ellos ese espantoso destino.

Una niña de carita redonda como la luna y ojos enormes e inocentes iba trotando al lado de Sachi. Llevaba dos coletas en lo alto de la cabeza que se agitaban como alas de mariposa. Detrás de ella iba una mujer menuda y de aspecto nervioso, cabizbaja y con los hombros caídos. Sachi la había visto andar por la casa como un fantasma; daba la impresión de que no se sentía cómoda allí y de que no quería que la viera nadie. Pensó que debía de ser la maestra de los niños.

De pronto la niña rompió el silencio.

—Hahane! ¡Madre! —dijo—. ¿Cuándo volveremos a casa? ¡Quiero volver a casa!

Tiró de la manga de la chaqueta de Sachi y añadió con desparpajo:

—Ésa es nuestra casa. ¿Lo ves? En la puerta pone Miyabe. Así es como nos llamamos. Pronto volveremos a casa.

—Yu-chan —dijo la mujer con ternura. Hacía mucho tiempo que Sachi no estaba con niños y que no oía ese término afectivo para dirigirse a las niñas pequeñas, chan—. Cállate, pequeña Yu. No molestes a nuestra venerable huésped.

La mujer se enderezó y levantó la cabeza, revelando un rostro refinado y hermoso, con pequeñas mejillas y unos grandes y tristes ojos.

—Es verdad —agregó en voz baja pero con claridad, con una voz orgullosa y desafiante—. Lo sabe todo el mundo. Es nuestra casa. Es... —Hizo una pausa—. Era nuestra casa.

—Tonterías, prima —dijo tía Sato volviéndose y cogiéndola por el brazo—. No digas esas cosas.

Poco después pasaron al lado de otro portal cerrado y sin iluminar. Se habían desprendido algunas tejas del tejado, que estaban tiradas en la calle, y había agujeros en las paredes de barro y paja. Donde deberían haber estado los edificios anexos sólo había espacios vacíos. Más allá se veía la oscura silueta de una mansión, silenciosa y vacía, fantasmagórica. Vieron otra casa parecida, y otra, y otra. La mitad de las casas de esa calle estaban a oscuras y cerradas. Eran como ojos ciegos, como agujeros en una dentadura sana. Sachi miraba alrededor, horrorizada, y se preguntaba qué terrible desgracia habría sucedido allí.

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