Las amistades peligrosas (52 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Pero esto no es todo; yo había indicado a Emilia cómo aquélla era la mujer de la carta (recordará usted aquella locura en que Emilia sirvió de pupitre)
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. Ella, que no lo había olvidado, rompió en las más insolentes carcajadas que pueden imaginarse.

Pero aún no acaba el cuento: la celosa beldad envió a su criado a mi casa en la misma noche: no me encontró en ella; pero en su obstinación, envió un segundo recado, con orden de esperarme. Yo, que tenía decidido permanecer en casa de Emília, despedí mi coche, sin otra orden al cochero que de venir por la mañana a buscarme; y como al llegar a casa encontrara el mensajero de amor, le dijo sencillamente que yo no volvería aquella noche a casa. Adivinará usted cuál sería el efecto de esta nueva, y que a mi vuelta encontré la consiguiente carta de ruptura con toda la dignidad propia del caso.

Así, esta aventura interminable, según usted, hubiera podido, como ya verá, terminar en esta misma mañana; si así no ha sido, no es, como creerá, porque me importe no acabar; sino porque no me parece digno para mí el dejarme despedir como cualquier incauto galán; y sobre todo, porque he querido hacer a usted el honor de este sacrificio.

Respondí al severo billete con una larga epístola sentimental: he alegado muchas razones, y dejé al amor el trabajo de encontrarlas buenas. Y he triunfado de nuevo. Acabo de recibir una segunda carta, muy rigurosa, y que confirma la ruptura, pero cuyo tono es ya muy distinto. Sobre todo, no quiere verme: esta resolución se confirma en la carta cuatro veces del modo más irrevocable. He concluido que no debo perder un momento, y presentarme. Ya he enviado a quien se apodere del suizo, e iré a recibir mi perdón; que en delitos de esta índole, no hay más que una fórmula de absolución general, y ésta requiere la presencia.

Adiós, encantadora amiga; corro en pos de esta aventura extraordinaria.

París, 5 noviembre 17…

CARTA CXXXIX

LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE ROSEMONDE

¡Cuánto me reprocho, mi tierna amiga, haberle hablado y tan pronto de mis penas pasajeras! Yo soy la causa de la aflicción presente de usted, y yo soy ya dichosa. Sí, todo está olvidado, perdonado, o mejor dicho, reparado. A aquel estado de dolor y de angustia han sucedido la calma y las delicias. ¡Oh, goce del alma, cómo podré expresarte! Valmont es inocente; no se es culpable con tanto amor. Estos graves errores, ofensivos, que yo le reprochaba tan duramente, no los ha cometido; y si en algo necesitara indulgencia, ¿no tengo yo también injusticias que reparar?

No le haré el relato minucioso de los hechos que lo justifican; la fría razón no sería capaz de juzgarlos; al corazón tan sólo cumple el sentirlos. Si usted, no obstante, me encontrara débil, llamaría su juicio en favor del mío. Para los hombres, dice usted, la infidelidad no es la inconstancia.

No por esto esta distinción, que en vano la opinión autoriza, deja de herir mi delicadeza; pero ¿de qué se quejará la mía cuando aún más sufre la de Valmont? Este error que yo olvido, no crea que él lo olvida, ni a sí mismo perdona; y sin embargo, ¡cómo ha reparado esta falta por un exceso de amor y de dicha para mí!

O mi felicidad es mayor, o siento acaso más mi ventura después de haberla perdido por un momento; pero lo que puedo decirle, es que si fuerzas tuviera para soportar mayores dolores, los creería compensados con el inmenso placer que ahora siento. ¡Oh, mi tierna madre, riña usted a su hija inconsiderada de haberla afligido por su precipitación; ríñala por haber juzgado temerariamente y calumniarlo a quien nunca debió cesar de adorar; pero reconociendo su imprudencia, véala dichosa, y aumente su goce participando de él.

París. 17 noviembre 17…, por la tarde.

CARTA CXL

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL.

¿Cómo pues, hermosa amiga mía, no recibo respuesta alguna de usted? Mi última carta me parecía merecer contestación, ¡y aún la aguardo inútilmente! Esto me enoja, por lo menos, y apenas si le hablare de mis asuntos.

Que la reconciliación tuvo efecto al fin; que en lugar de reproches y de desconfianza, ha producido extremos y ternuras; que soy yo quien recibe excusas y consuelos, y las reparaciones debidas a mi candor calumniado; no diré más a usted y sin el imprevisto suceso de la última noche, no le escribiría. Pero como atañe a su pupila lo que voy a decirle y ella probablemente no estará al menos durante mucho tiempo en estado de comunicárselo, me encargo del asunto.

Por razones que adivinará o que no adivinará, la señora de Tourvel no volvió a preocuparme durante algunos días; y como tales razones no podían existir en casa de la pequeña Volanges, me dediqué a frecuentarla con más asiduidad. Gracias al amable portero, no tenía ningún obstáculo que vencer: y llevamos su pupila y yo una vida bastante tranquila. Pero la costumbre lleva al abandono; los primeros días no habíamos tomado precauciones bastantes para nuestra seguridad. Ayer, una increíble distracción ha causado el accidente que voy a relatarle.

No dormíamos, pero estábamos en el reposo que sigue a la voluptuosidad, cuando oímos abrirse la puerta de la habitación de repente. Inmediatamente salto de la cama y me apodero de mi espada, tanto para mi defensa como para la de nuestra común pupila; avanzo y no veo a nadie. Pero la puerta, en efecto, estaba abierta. Avancé a obscuras, y no encontré alma viviente. Entonces me acordé que habíamos olvidado nuestras precauciones ordinarias: por esto la puerta impulsarla por el viento se abrió por sí misma.

Volviendo a mi dulce compañera, para tranquilizarla, ya no la encontré en su lecho; habíase caído, y se encontraba en el suelo: allí estaba tendida sin conocimiento, y sin otro movimiento que fuertes convulsiones. ¡Juzgue usted mi confusión! Logré, sin embargo, colocarla en su lecho; pero se había herido en la caída, y no tardó en sentir sus efectos.

Males de riñones, violentos cólicos, síntomas menos equívocos aún, me ilustraron pronto sobre su estado. Jamás antes de ella se había tanta inocencia ni nadie que tan bien lo disimulase.

Pero ella no dejaba de desolarse, y decidió tomar una resolución. Convení con ella en que iría al punto a buscar al médico de la casa, y previniéndole que irían a buscarle, yo le prevendría de todo en secreto; que ella por su parte llamaría a su criada, a quien haría o no la confidencia; pero que enviaría a buscar socorros, e impediría que se llamase a madame Volanges; atención delicada y natural en una niña que teme inquietar a su madre.

Hice mis dos encargos y mis dos confesiones lo más pronto que pude, y después me fui a casa, de donde aún no he salido: pero el médico a quien yo conocía por lo demás, ha venido a darme cuenta esta mañana del estado de la enferma. No me había engañado; pero espera que, si no sobreviene algún accidente, nadie notará nada en la casa. La doncella es de confianza; el médico ha dado un nombre a la enfermedad; y este asunto se arreglará como mil otros, a menos que sea conveniente darle publicidad para ulteriores consecuencias.

Pero ¿hay todavía algún interés común entre usted y yo? El silencio de usted me hace dudar; no creería en él, si mi deseo no buscase todos los medios de conservar la esperanza.

Adiós, mi hermosa amiga, la abrazo sin rencor.

París, 21 de noviembre de 17…

CARTA CXLI

LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT

¡Dios mío, cuándo querrá usted cesar en sus deseos obstinados! ¡Qué le importa mi silencio? No crea que obedezca a falta de razón para defenderme. ¡Ah! así fuera. No, es que me cuesta trabajo decírselo.

Hablemos seriamente; usted se engaña a sí mismo, o trata de engañarme. La diferencia entre sus discursos y sus acciones, me pone en esta alternativa de sentimientos: ¿cuál es el verdadero? ¿Qué quiere usted que le diga cuando yo misma no sé qué pensar?

Usted hace un gran mérito de la última escena con la presidenta; ¿pero qué prueba nada de eso en contra del sistema de usted, o contra el mío? Seguramente yo no he dicho que usted ama a esa mujer lo suficiente para no engañarla, para no aprovechar todas las ocasiones que se le presenten y que le parezcan agradables o fáciles; yo no dudaba que no le fuese igual satisfacer con otra, con la primera que se presentase, hasta aquellos deseos que ella sola hubiera podido originar; y no me sorprende que por un libertinaje que nadie puede disputarle, haga usted por proyecto lo que tantas veces hace inconscientemente.

Pero lo que digo, lo he pensado y le repito ahora, es que no por esto tiene menos amor a la presidenta; no puro y tierno, sino el que usted puede tener; el que, por ejemplo, hace encontrar a la mujer los encantos que no tiene; que la juzga excepcional, vejando a las demás; tal, en fin, como un sultán puede conceptuar a la sultana favorita, lo que no impide que un día se entretenga con una odalisca. Y tanto más justa me parece esta comparación, cuando que usted no es nunca ni el amante, ni el amigo de una mujer, sino su tirano o su esclavo.

En su última carta, si no me habla únicamente de esta mujer, es porque nada quiere decirme de sus grandes asuntos; v el silencio que guarda acerca de ellos le parece una penitencia para mí. Después de mil pruebas de su preferencia decidida por otra, me pregunta si existe entre nosotros algún interés común. Cuidado, vizconde; si alguna vez respondo, mi respuesta será irrevocable, y temer hacerla en este momento es quizás decir ya mucho. No le hablaré, pues, de esto.

Lo que puedo hacer es contarle una historia. Quizá no tenga usted tiempo de leerla o de prestarle atención como para comprenderla bien: es cosa suya. Esta será, a lo sumo, una historia sin importancia. Un hombre de mi conocimiento, estaba engolfado, como usted de una mujer que no le hacía mucho honor. Tenía, a ratos, el claro conocimiento de que tarde o temprano sus yerros le costarían caro; pero aunque avergonzado, no tenía el valor de romper. Su embarazo era tanto mayor, cuanto que se jactaba de ser libre entre sus amigos. Pasaba su vida sin dejar de hacer tonterías, y diciendo luego:
No es culpa mía
. Este hombre tenía una amiga que tuvo la intención de abandonarlo en público en este estado de embriaguez, y de hacer su ridículo incurable: pero, más generosa que maligna, quiso intentar otro recurso para poder decir como su amigo:
No es culpa mía
. Comunicó al galán su decisión, por esta carta que podría ser útil a su mal:

«Todo cansa, ángel mío; es ley de la naturaleza; no es culpa mía.
Si hoy me cansa una aventura que me ha ocupado cuatro mortales meses, no es culpa mía.
Si yo tuviese tanto amor como tú virtud, es fácil que la una hubiese terminado al tiempo que la otra. No es culpa mía.
Desde hace algunos días te he engañado, pero a ello me forzaba tu ternura implacable. No es culpa mía.
Una mujer a quien amo hoy exige este sacrificio. No es culpa mía. Comprendo que ha llegado la hora de que se me llame perjuro; pero si Dios no concede a los hombres más que la constancia, dando a las mujeres la obstinación, no es culpa mía.
Créeme, elige otro amante, como yo otra querida. Este consejo es bueno, muy bueno; si lo encuentras malo, no es culpa mía.
Adiós, ángel mío, te he tomado con placer, te dejo sin pesar; volveré tal vez. Así va el mundo. No es culpa mía».

Debo decir a usted, que el efecto de esta última tentativa, no es para repetirlo en el momento; pero lo diré en mi próxima. Allí encontrará usted mi ultimátum sobre el renovamiento del trato que usted me propone. Hasta entonces, adiós sencillamente…

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