—No volveré a contar tu cuento. No contaré a Freddie el cuento de Cu Cu.
A mí me dan ganas de reír, pero no puedo, porque los gemelos están llorando en el cochecito y el parque infantil está a oscuras, y ¿de qué sirve intentar hacer muecas y dejar caer cosas de la cabeza de uno cuando no pueden verte porque estás a oscuras?
La tienda de comestibles del italiano está en la acera de enfrente y yo veo plátanos, manzanas, naranjas. Sé que los gemelos pueden comer plátanos. A Malachy le encantan los plátanos, y a mí me gustan. Pero hace falta dinero, y los italianos no tienen fama de regalar plátanos, y menos a los McCourt, que ya les han dejado provisiones a deber.
Mi madre me dice siempre:
—No salgas nunca, nunca, de ese parque infantil si no es para volver a casa.
Pero ¿qué voy a hacer con los gemelos que berrean de hambre en el cochecito? Digo a Malachy que volveré en seguida. Me aseguro de que no mira nadie, cojo un racimo de plátanos ante la tienda de comestibles del italiano y corro por la avenida Myrtle, en dirección contraria al parque infantil, doy la vuelta a la manzana y vuelvo a entrar por el otro lado, donde hay un agujero en la valla. Llevamos el cochecito a un rincón oscuro y pelamos los plátanos para los gemelos. Hay cinco plátanos en el racimo y nos damos un banquete en el rincón oscuro. Los gemelos babean, mastican y se embadurnan de plátano la cara, el pelo, la ropa. Me doy cuenta de que me harán preguntas. Mamá querrá saber por qué están llenos de plátano los gemelos: «¿De dónde los sacaste?». No puedo contarle lo de la tienda del italiano de la esquina; tendré que decirle que nos los dio un hombre.
Eso diré. Un hombre.
Entonces pasa una cosa muy rara. Hay un hombre en la puerta del parque infantil. Me llama. Dios mío, es el italiano.
—Oye, hijo, ven aquí. Oye, te estoy hablando. Ven aquí.
Me acerco a él.
—Eres el chico que tiene los hermanitos pequeños, ¿verdad? ¿Los gemelos?
—Sí, señor.
—Toma. Tengo una bolsa de fruta. No te la doy: es que la voy a tirar, ¿entiendes? De modo que, toma, coge la bolsa. Hay manzanas, naranjas, plátanos. Te gustan los plátanos, ¿verdad? Creo que te gustan los plátanos, ¿no? Ja, ja. Ya sé que te gustan los plátanos. Toma, coge la bolsa. Tienes una madre muy buena. ¿Y tu padre? Bueno, ya sabes, tiene ese problema, eso de los irlandeses. Da un plátano a los gemelos. Hazlos callar. Los oigo desde la acera de enfrente.
—Gracias, señor.
—Jesús, qué chico más educado. ¿Quién te lo ha enseñado?
—Mi padre me ha dicho que dé las gracias, señor.
—¿Tu padre? Ah, bueno.
Papá está sentado ante la mesa leyendo el periódico. Dice que el presidente Roosevelt es un buen hombre y que todo el mundo tendrá trabajo pronto en los Estados Unidos. Mamá está al otro lado de la mesa dando el biberón a Margaret. Tiene esa mirada dura que me da miedo.
—¿De dónde has sacado esa fruta?
—El hombre.
—¿Qué hombre?
—Me la ha dado el italiano.
—¿Has robado esa fruta?
—El hombre —dice Malachy—. El hombre ha dado la bolsa a Frankie.
—Y ¿qué le has hecho a Freddie Leibowitz? Estuvo aquí su madre. Una mujer encantadora. No sé qué haríamos sin ella y sin Minnie MacAdorey. Y tú vas y pegas al pobre Freddie.
—No, no —dice Malachy, dando saltos—. No intentó matar a Freddie. No intentó matarme a mí.
—Chis, Malachy, chis. Ven aquí —dice papá, y sienta a Malachy en su regazo.
—Ve al fondo del pasillo y pide perdón a Freddie —dice mi madre.
Pero papá dice:
—¿Tú quieres pedir perdón a Freddie?
—No.
Mis padres se miran el uno al otro.
—Freddie es un buen chico —dice papá—. No hacía más que empujar a tu hermanito en el columpio, ¿verdad?
—Quería quitarme mi cuento de Cuchulain.
—Och,
vamos. A Freddie no le interesa el cuento de Cuchulain. Él tiene cuento propio. Tiene cuentos a centenares. Es judío.
—¿Qué es judío?
Papá se ríe.
—Judío es..., judío es una gente con cuentos propios. No les hace falta Cuchulain. Tienen a Moisés. Tienen a Sansón.
—¿Qué es Sansón?
—Si vas a hablar con Freddie te contaré más tarde quién fue Sansón. Pides perdón a Freddie, le dices que no lo volverás a hacer, y hasta puedes preguntarle quién fue Sansón. Lo que quieras, con tal de que hables con Freddie. ¿Quieres?
La niña pequeña da un pequeño quejido en los brazos de mi madre y papá se pone en pie de un salto, dejando caer a Malachy al suelo.
—¿Está bien?
—Claro que está bien —dice mi madre—. Está comiendo. Dios del cielo, eres un manojo de nervios.
Ahora están hablando de Margaret y se han olvidado de mí. No me importa. Voy al fondo del pasillo a pedir a Freddie que me hable de Sansón, a enterarme de si Sansón es tan bueno como Cuchulain, a enterarme de si Freddie tiene cuento propio o si todavía quiere robarme a Cuchulain. Malachy quiere venir conmigo ahora que mi padre está de pie y ya no tiene regazo.
—Oh, Frankie, Frankie, pasa, pasa —dice la señora Leibowitz—. Y el pequeño Malachy. Y dime, Frankie, ¿qué le has hecho a Freddie? ¿Has intentado matarle? Freddie es un niño bueno, Frankie. Lee su libro. Escucha la radio con su papi. Columpia a tu hermano en el columpio. Y tú intentas matarle. Oh, Frankie, Frankie. Y tu pobre madre con la niña enferma.
—No está enferma, señora Leibowitz.
—Enferma está. Ésa es una niña enferma. Entiendo de niños enfermos. Yo trabajo en el hoztipal. No me cuentes nada, Frankie. Entrad, entrad. Freddie, Freddie, ha venido Frankie. Sal. Frankie ya no te querrá matar. Tú y el pequeño Malachy. Bonito nombre judío. Toma trozo bollo, ¿eh? ¿Por qué te ponen nombre judío, eh? Así que vaso leche, trozo bollo. Estáis muy delgados, niños. Los irlandeses no coméis.
Nos sentamos a la mesa con Freddie, comemos bollo, bebemos leche. El señor Leibowitz está sentado en un sillón leyendo el periódico, oyendo la radio. A veces habla a la señora Leibowitz y yo no lo entiendo, porque le salen de la boca ruidos raros. Freddie lo entiende. Cuando el señor Leibowitz emite los ruidos raros, Freddie se levanta y le lleva un trozo de bollo. El señor Leibowitz sonríe a Freddie y le da una palmadita en la cabeza, y Freddie le devuelve la sonrisa y emite los ruidos raros.
La señora Leibowitz sacude la cabeza contemplándonos a Malachy y a mí.
—Oy,
qué delgados.
Dice tantas veces
oy
que Malachy se ríe y dice
oy,
y los Leibowitz se ríen y la señora Leibowitz dice unas palabras que no entendemos:
—Cuando los
oyos
irlandeses sonríen...
La señora Leibowitz se ríe tanto que se le sacude el cuerpo y se tiene que sujetar el vientre, y Malachy vuelve a decir
oy
porque sabe que eso hace reír a todos. Yo digo
oy,
pero nadie se ríe, y sé que el
oy
es de Malachy, del mismo modo que Cuchulain es mío, y Malachy puede quedarse con su
oy.
—Señora Leibowitz, mi padre me ha dicho que Freddie tiene un cuento favorito.
—San, San,
oy
—dice Malachy, y todos se ríen otra vez, pero yo no me río porque no recuerdo qué venía después de San.
—Sansón —masculla Freddie comiéndose su bollo, y la señora Leibowitz le dice:
—No hables con la foca llena.
Y yo me río porque ella es una persona mayor y dice «foca» en vez de «boca». Malachy se ríe porque yo me río, y los Leibowitz se miran entre sí y sonríen.
—No es Sansón —dice Freddie—. Mi cuento favorito es el de David y el gigante Goliat. David lo mató con un tirachinas, le clavó una piedra en la cabeza. Le cayó los sesos por el suelo.
—Se dice «le tiró» —dice el señor Leibowitz.
—Sí, papi.
Papi. Así llama Freddie a su padre, y yo llamo a mi padre «papá».
El susurro de mi madre me despierta.
—¿Qué le pasa a la niña?
Todavía es temprano y la mañana no ha entrado mucho en la habitación, pero se ve a papá junto a la ventana con Margaret en brazos. La mece y suspira,
och.
—Está... ¿está enferma? —dice mamá.
—Och,
está muy callada y está un poco fría.
Mi madre se levanta de la cama y coge a la niña.
—Ve por el médico. Ve, por Dios —y mi padre se pone los pantalones por encima de la camisa; sin chaqueta, sin zapatos ni calcetines en este día de frío riguroso.
Esperamos en la habitación. Los gemelos están dormidos al fondo de la cama; Malachy se mueve a mi lado.
—Frankie, quiero beber agua.
Mamá mece a la niña en brazos en su cama.
—Oh, Margaret, Margaret, amorcito mío. Abre los preciosos ojitos azules, mi pequeña niñita.
Lleno una taza de agua para Malachy y para mí y mi madre gime:
—Agua para tu hermano y para ti. Muy bonito. Agua, ¿no? Y nada para vuestra hermana. Vuestra pobre hermanita. ¿Habéis preguntado si tenía boca? ¿Habéis preguntado si quiere tomar un trago de agua? No. Vamos, bebed vuestra agua, tu hermano y tú, como si no pasara nada. Es un día como otro cualquiera para los dos, ¿no? Y los gemelos durmiendo tan tranquilos mientras yo tengo aquí en mis brazos a su pobre hermanita enferma. Enferma en mis brazos. Ay, buen Jesús del cielo.
¿Por qué habla así? Hoy no habla como si fuera mi madre. Quiero ver a mi padre. ¿Dónde está mi padre?
Vuelvo a la cama y me pongo a llorar. Malachy dice: «¿Por qué lloras? ¿Por qué lloras?», hasta que mamá vuelve a reñirme.
—Tengo a tu hermana enferma en brazos, y tú gimiendo y lloriqueando. Como vaya a esa cama te voy a dar para que lloriquees con razón.
Papá vuelve con el médico. Papá huele a whiskey. El médico examina a la niña, le da pinchazos, le levanta los párpados, le toca el cuello, los brazos, las piernas. Se incorpora y sacude la cabeza.
—Ha muerto.
Mamá coge a la niña, la abraza, se vuelve hacia la pared. El médico hace preguntas:
—¿Ha habido algún accidente? ¿Ha dejado caer alguien a la niña? ¿Han jugado los niños con ella con demasiada violencia? ¿Ha pasado algo?
Mi padre niega con la cabeza. El médico dice que tendrá que llevársela para examinarla, y papá firma un papel. Mi madre suplica que le concedan algunos minutos más con su niña, pero el médico dice que no puede perder más tiempo. Cuando papá intenta coger a Margaret, mi madre se aparta contra la pared. Tiene un aspecto salvaje; su pelo negro y rizado está húmedo en su frente y tiene la cara totalmente sudada, los ojos muy abiertos y la cara brillante por las lágrimas; no deja de sacudir la cabeza y de gemir «Ay, no, ay, no», hasta que papá le quita suavemente a la niña de los brazos. El médico envuelve completamente a Margaret en una manta y mi madre grita:
—Ay, Jesús, la va a ahogar. Jesús, María y José, ayudadme.
El médico se marcha. Mi madre se vuelve a la pared y no se mueve ni emite un solo sonido. Los gemelos están despiertos y lloran de hambre, pero papá está de pie en el centro de la habitación, mirando fijamente al techo. Está pálido y se da golpes en los muslos con los puños. Se acerca a la cama, me pone la mano en la cabeza. Le tiembla la mano.
—Francis, voy a salir a comprar tabaco.
Mamá se queda en la cama todo el día; apenas se mueve. Malachy y yo llenamos los biberones de los gemelos de agua con azúcar. En la cocina encontramos media barra de pan duro y dos salchichas frías. No podemos tomar té porque la leche se ha cortado en la nevera, el hielo se ha fundido otra vez, y todo el mundo sabe que no se puede beber el té sin leche, a no ser que te lo dé tu padre en su propio tazón mientras te cuenta el cuento de Cuchulain.
Los gemelos tienen hambre otra vez, pero yo sé que no puedo darles agua con azúcar día y noche. Hiervo leche cortada en un cazo, machaco con la leche algo de pan duro e intento darles de comer en una taza, pan con dulce. Ellos hacen muecas y corren a la cama de mamá, llorando. Ella no aparta la cara de la pared y vuelven a correr a mi lado, llorando todavía. No quieren comer el pan con dulce hasta que yo disimulo con azúcar el sabor de la leche cortada. Ahora comen, sonríen y se frotan el dulce por la cara. Malachy quiere un poco, y si él puede comerlo, yo también puedo. Todos estamos sentados en el suelo comiendo el dulce y masticando la salchicha fría y bebiendo el agua que mi madre guarda en una botella de leche en la nevera.
Después de haber comido y bebido tenemos que ir al retrete que hay en el pasillo, pero no podemos entrar porque está dentro la señora Leibowitz, que tararea y canta.
—Esperad, niños —dice—; esperad, queridos. No tardaré ni un minuto.
Malachy da palmadas y baila, cantando:
—Esperad, niños; esperad, queridos.
La señora Leibowitz abre la puerta del retrete.
—Miradlo. Ya es todo un actorcito. Y bien, niños, ¿cómo está vuestra madre?
—Está en la cama, señora Leibowitz. El médico se ha llevado a Margaret y mi padre ha ido a comprar tabaco.
—Oh, Frankie, Frankie, ya te dije que era una niña enferma.
Malachy se la está agarrando.
—Tengo que mear. Tengo que mear.
—Pues mea ya. Mead, niños, y vamos a ver a vuestra madre.
Cuando hemos terminado de mear, la señora Leibowitz viene a ver a mamá.
—Oh, señora McCourt.
Oy vey,
querida. Mire esto. Mire estos dos gemelos. Desnudos. Señora McCourt, ¿qué le pasa? ¿Eh? ¿La niña está enferma? Hábleme. Pobre mujer. Y bien, dese la vuelta, señora. Hábleme.
Oy,
qué desorden hay aquí. Hábleme, señora McCourt.
Ayuda a mi madre a sentarse en la cama apoyada en la pared. Mamá parece más pequeña. La señora Leibowitz dice que traerá algo de sopa y me dice a mí que traiga agua para lavar la cara a mi madre. Yo mojo una toalla en agua fría y le humedezco la frente. Ella me aprieta la mano contra sus mejillas.
—Ay, Jesús, Frankie. Ay, Jesús.
No me suelta la mano y yo tengo miedo porque nunca la había visto así. Dice «Frankie» sólo porque es mi mano la que aprieta, pero está pensando en Margaret, no en mí.
—Tu hermanita preciosa está muerta, Frankie. Muerta. Y ¿dónde está tu padre?
Deja caer mi mano.
—¿Dónde está tu padre, he dicho? Bebiendo. Allí es donde está. No hay ni un centavo en casa. No encuentra trabajo, pero sí encuentra dinero para beber, dinero para beber, dinero para beber, dinero para beber.