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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (10 page)

—Lo que es yo no es que les tenga demasiado respeto ahora mismo —dijo Muley—. El único gobierno que tenemos y que nos afecta es el «margen de beneficios seguros». Hay algo que me dejó perplejo: Willy Feeley conducía el tractor y va a ser el hombre de paja que supervise la tierra que su propia familia trabajaba. Eso me preocupa. Lo comprendería si fuera alguien que viene de fuera y que no sabe nada de nosotros, pero Willy es de aquí. Me preocupó tanto que fui a verle y le pregunté. Inmediatamente se puso furioso. «Tengo dos niños pequeños», dijo. «Están mi mujer y mi suegra. Todos tienen que comer.» Se puso como loco, «Lo primero y lo único que tengo que pensar es en mi familia propia», explicó. «Lo que le pase a otra gente no es mi problema.» Me parece que estaba avergonzado y por eso se enfureció.

Jim Casy había permanecido con la mirada fija en el fuego agonizante, mientras sus ojos se agrandaban y los músculos del cuello sobresalían cada vez más. De pronto exclamó:

—¡Lo tengo! Si alguna vez un hombre ha tenido al espíritu en él, ese soy yo. Me ha llegado como un relámpago.

Se levantó de un salto y paseó de un lado a otro balanceando la cabeza.

—En una ocasión tuve una carpa. Atraía hasta a quinientas personas cada noche. Esto fue antes de que me conocierais ninguno de los dos —se interrumpió y se encaró con ellos—. ¿No notasteis que nunca hice colecta cuando predicaba a las gentes de aquí, ya fuera en graneros o al aire libre?

—Es verdad, nunca hizo colecta —respondió Muley—. La gente de por aquí se acostumbró a no dar dinero y cuando algún otro predicador venía y pasaba el sombrero les sentaba mal. Sí, señor.

—Aceptaba comida —continuó Casy—. Cogía unos pantalones cuando los míos se rompían y un par de zapatos viejos si ya iba pisando el suelo, pero no era igual que cuando tenía la carpa. Algunos días sacaba diez o veinte dólares. Pero no me gustaba, así que dejé de predicar y, durante un tiempo, estuve contento. Creo que el espíritu ha vuelto a mí. No sé si podré predicar. No intentaré volver a predicar, pero quizá haya algún lugar donde pueda hacerlo, donde deba haber un predicador. Gente solitaria viajando por la carretera, sin tierras, sin un hogar a donde dirigirse. Necesitan tener alguna clase de hogar. Tal vez… —se detuvo junto al fuego.

Los cien músculos visibles en su cuello sobresalían en relieve y la luz de la hoguera penetró hondo en sus ojos y encendió en ellos rojos rescoldos. Inmóvil contempló el fuego, el rostro tenso como si escuchara, y las manos que se habían movido para recoger ideas, para estudiarlas y exponerlas, se inmovilizaron y luego buscaron los bolsillos. Los murciélagos revolotearon entrando y saliendo del pálido círculo de luz y un halcón nocturno lanzó su suave grito desvaído sobre los campos.

Con calma, Tom sacó tabaco del bolsillo, lio un cigarrillo lentamente mirando las ascuas mientras sus manos trabajaban. Ignoró por completo el monólogo del predicador, como si fuera un pensamiento íntimo que no hay que inspeccionar.

—Cada noche, tendido en mi litera, imaginaba cómo sería cuando volviera a casa. Quizá el abuelo habría muerto, o la abuela, y tal vez habría algún niño más. A lo mejor Padre ya no sería tan duro y Madre se permitiría un descanso dejando que Rosasharn trabajara. Sabía que no sería igual que antes. Bueno, creo que debemos domir aquí y cuando amanezca podemos ir a casa del tío John. O yo voy, al menos. ¿Vendrá conmigo, Casy?

El predicador seguía de pie, contemplando las ascuas. Respondió sin prisa:

—Sí, voy contigo. Y cuando vayáis carretera adelante iré con vosotros. Estaré con las gentes que viajan.

—Es bienvenido —dijo Joad—. A Madre siempre le gustó. Decía que era usted un predicador de fiar. Rosasharn era aún una chiquilla —volvió la cabeza—. Muley, ¿vas a seguir camino con nosotros? —Muley miraba la carretera por la que había venido.

—¿Crees que vendrás, Muley? —repitió Joad.

—¿Eh? No. No voy a ningún lado ni me voy a ningún lugar. ¿Ves aquel resplandor de allí, saltando de arriba a abajo? Seguramente es el encargado de este campo de algodón. Alguien debe haber visto nuestro fuego.

Tom miró. Una luz brillante se acercaba por la colina.

—No hacemos nada malo —dijo—. Sólo estamos aquí sentados, no hemos hecho nada.

Muley soltó una risita aguda.

—¡Ya! Nada más que por estar aquí ya estamos haciendo algo. Hemos entrado en una propiedad y eso es ilegal. No nos podemos quedar. Llevan dos meses intentando cogerme. Mirad. Si lo que viene es un coche, nos echamos al suelo entre el algodón. No tenemos que ir lejos. Y entonces, ¡que traten de encontrarnos! Hay que buscar en cada surco por separado. Simplemente, mantened la cabeza baja.

—¿Qué te ha pasado, Muley? —exigió Joad—. Nunca estuviste hecho para correr y esconderte. Antes resistías.

Muley contempló las luces que se aproximaban.

—Sí —contestó—. Antes resistía como un lobo, ahora como una comadreja. Cuando vas de caza, tú eres el cazador y eres fuerte. Nadie puede vencer a un cazador. Pero cuando eres el cazado, entonces es diferente. Cambias. No eres fuerte: puedes ser fiero, pero no fuerte. Llevan mucho tiempo ya intentando cazarme. Ya no soy el cazador. Ahora sería capaz de pegarle a uno un tiro en la oscuridad, pero ya no puedo apalear a nadie con la estaca de una cerca. No sirve de nada engañarnos o engañarme. La cosa es así.

—Bueno, ve tú a esconderte —dijo Joad—. Casy y yo les vamos a decir cuatro cosas a estos cabrones.

El destello de luz estaba ya próximo, botaba hacia el cielo y desaparecía y luego volvía a botar. Los tres hombres lo miraban con fijeza.

—Hay algo más acerca de ser la presa —dijo Muley—. Te acostumbras a no perder de vista ninguno de los peligros. Cuando cazas, no te paras a pensar en ellos y no tienes miedo. Como tú mismo me has dicho, si te metes en cualquier lío, te mandan a McAlester de nuevo a cumplir el resto de tu condena.

—Tienes razón —concedió Joad—. Eso fue lo que me dijeron, pero sentarme aquí o dormir en el suelo… eso no es meterse en ningún lío. No es nada malo, no es como emborracharse o armar bronca.

—Espera y verás —rió Muley—. Quédate sentado a esperar que llegue el coche. Quizá sea Willy Feeley, que ahora es ayudante del sheriff. Te preguntará: «¿Qué haces aquí? Esto es propiedad privada». Tú siempre has sabido que Willy es un imbécil, así que le contestas «¿Y a ti que te importa?». Willy se enfada y dice: o te largas o te encierro. Pero tú no vas a dejar que Feeley te dé órdenes y te avasalle porque esté enfadado y asustado. Se ha tirado un farol, pero tiene que mantenerlo y aquí estás tú, poniéndote pesado y tendrás que llegar hasta el final. ¡Maldita sea!, es mucho más fácil tenderse entre el algodón y dejar que busquen. Además, es más divertido, porque se enfadan y no pueden hacer nada, mientras tú te ríes de ellos. Por el contrario, intenta hablar con Willy o cualquier otro mandamás, pégale una paliza: te encerrarán y te meterán en McAlester tres años más.

—Abre la marcha —dijo Joad—. Nosotros te seguimos. Nunca pensé que tendría que esconderme en las tierras de mi viejo.

Muley echó a andar a través de los campos con Joad y Casy en sus talones. Patearon las plantas de algodón conforme andaban.

—Te tendrás que esconder de muchas cosas —dijo Muley. Marcharon en fila india por los campos. Llegaron a un cauce seco y se deslizaron fácilmente hasta el fondo.

—Te apuesto algo a que sé dónde vamos —exclamó Joad—. ¿Una cueva en la orilla?

—Exacto. ¿Cómo lo sabes?

—Yo la cavé —respondió—, con mi hermano Noah. Decíamos que buscábamos oro y cavábamos como hacen todos los chicos —las paredes del cauce eran ahora más altas que ellos—. Tiene que estar muy cerca —calculó Joad—. Recuerdo que estaba bastante próxima.

Muley dijo:

—La he cubierto con maleza. Nadie podría encontrarla —el fondo del barranco se niveló y pasó a ser de arena.

Joad se acomodó en la arena limpia.

—No pienso dormir en una cueva —dijo—. Voy a dormir aquí mismo —enrolló la chaqueta y la colocó bajo la cabeza.

Muley tiró de los arbustos que ocultaban la cueva y se arrastró dentro.

—A mí me gusta estar en el interior —exclamó—. Siento como si aquí nadie pudiera alcanzarme.

Jim Casy se sentó en la arena al lado de Joad.

—Vamos a dormir —dijo Joad—. Saldremos hacia la casa del tío John al amanecer.

—Yo no voy a dormir —replicó Casy—. Tengo que meditar muchas cosas —recogió los pies y se abrazó las piernas. Miró las estrellas brillantes con la cabeza echada hacia detrás. Joad bostezó y puso una mano bajo su cabeza. Al callarse, la caprichosa vida de la tierra, de agujeros y madrigueras, de los arbustos, volvió a empezar gradualmente; las ardillas de tierra comenzaron a moverse, los conejos se acercaron furtivos a las hierbas verdes, los ratones corretearon sobre los terrones de polvo y los cazadores con alas volaron sin ruido por encima de todos ellos.

Capítulo VII

E
n los pueblos, a las afueras de las ciudades, en los campos, en solares vacíos, aparecían almacenes de coches de segunda mano, de restos y piezas de automóviles, garajes con anuncios ofreciendo coches de segunda mano, coches usados en buen estado; transporte barato tres camiones Ford de 1927 en perfecto estado; coches revisados, coches con garantía; radio gratis; coche con cien galones de gasolina incluidos. Pase y vea, coches de segunda mano, decían, sin gastos de administración.

Bastaban un solar y una casa en la que cupieran una mesa, una silla y un libro de cuentas; un fajo de contratos, con los bordes carcomidos, sujetos con clips, y un montón pulcro de contratos sin rellenar. Cuidado con las plumas, que estén siempre llenas y listas para escribir: más de una venta se ha perdido por no tener a punto una pluma.

Esos hijos de puta de ahí no vienen a comprar. Cada almacén tiene su panda de mirones. Se pasan todo el tiempo mirando, pero no vienen a comprar un coche, sino a hacernos perder el tiempo. A ellos nuestro tiempo les importa un comino. Allí, aquellos dos… no, los que van con los niños. Mételos en un coche. Empieza por doscientos y baja desde esa cifra. Creo que por ciento veinticinco se lo quedarán. Consigue que se interesen. Que salgan de aquí en uno de esos cacharros. Que se lo lleven, bastante tiempo les hemos dedicado.

Propietarios de camisas remangadas, vendedores pulcros, certeros, de ojillos resueltos, atentos a cualquier debilidad del comprador.

Fíjate en el rostro de la mujer. Si a ella le gusta, nos metemos al viejo en el bolsillo. Empieza ofreciéndoles el Cadillac y luego pasa a ese Buick de 1926. Si empiezas por el Buick, se quedarán con el Ford. Remángate y ponte a trabajar. Esto no va a ser eterno. Muéstrales ese Nash mientras yo hincho esa rueda del Dodge de 1925 que pierde. Te hago una seña cuando esté preparado.

Usted lo que quiere es un medio de transporte, ¿no es eso? A usted no le dan gato por liebre. Es verdad que la tapicería está gastada, pero los almohadones de los asientos no hacen que las ruedas giren.

Coches alineados, con los morros de frente, morros oxidados, y ruedas pinchadas, aparcados uno cerca del otro.

¿Quiere montarse en este para verlo? No faltaría más. Lo saco ahora mismo de la fila.

Haz que se sientan comprometidos, que se den cuenta del tiempo que les dedicas. Que no olviden que estás perdiendo tu tiempo. La mayoría son buena gente. No les gusta molestarte. Arréglatelas para que te molesten y entonces mételes el coche a presión.

Coches alineados, del modelo T, altos y presuntuosos, con un volante que chirría y los laterales gastados. Buicks, Nashs, De Sotos.

Sí, señor, un Dodge de 1922. El mejor coche que Dodge haya fabricado nunca. No se gasta jamás y es de compresión baja. Los coches de compresión alta tienen al principio mucha fuerza, pero no hay metal que lo aguante mucho tiempo. Plymouths, Rocknes, Stars.

¡Dios! ¿De dónde ha salido ese Apperson? Es más viejo que Matusalén. Y un Chalmers y un Chandler, llevan años sin fabricarlos. No vendemos coches, sino basura rodante. Maldita sea, hay que conseguir cacharros. No quiero nada por más de veinticinco o treinta dólares. Los vendemos por cincuenta o setenta y cinco; eso es un buen beneficio. ¿Qué tajada puedes sacar de un coche nuevo? Dame cafeteras, que se venden tan deprisa como se compran. Nada que valga más de doscientos cincuenta. Jim, acorrala a ese infeliz que está en la acera. No distingue el culo de las témporas. Intenta endosarle el Apperson. ¡Eh! ¿dónde está el Apperson? ¿Que está vendido? Si no traemos algunos cacharros, no vendemos nada.

Banderas, rojas y blancas, blancas y azules, alineadas en la acera.

Coches de segunda mano. Buenos coches de segunda mano.

La oferta del día, en la plataforma. No la vendáis nunca. Sirve para que la gente se acerque. Si vendiéramos esa ganga por ese precio, no sacaríamos ni un centavo de beneficios. Diles que lo acabamos de vender.

Quítale esa batería antes de entregarlo. Ponle esa otra vieja. ¿Pues qué querrán por sesenta dólares? Arremangaos y a trabajar. Esto no va a durar mucho. Con los cacharros suficientes me podría retirar en seis meses.

Mira, Jim, he oído el ruido que hace la parte trasera de ese Chevrolet: suena igual que vidrios rotos. Métele un par de kilos de serrín y pon otro poco en los engranajes también. Tenemos que quitarnos de enmedio esa birria por treinta y cinco dólares. Se lo compré a un cabrón que me timó. Le ofrecí diez, consiguió subir hasta quince y entonces el hijo de puta fue y sacó las herramientas de detrás. ¡Dios Todopoderoso! Ojalá tuviese quinientos cacharros. Esto no va a durar. ¿No le gustan los neumáticos? Dile que no llevan más de diez mil y rebájale un dólar y medio.

Pilas de restos herrumbrosos apoyados contra la valla, filas de desechos al fondo, parachoques, ruinas cubiertas de grasa negra, zapatas tiradas por el suelo y hierbajos creciendo dentro de los cilindros. Bielas de frenos, tubos de escape, apilados como serpientes. Grasa, gasolina.

Mira a ver si puedes encontrar una bujía que no esté agrietada. Si tuviera cincuenta remolques que pudiera vender a menos de cien dólares, seguro que me los compraban todos. ¿De qué demonios se queja? Nosotros los vendemos, pero no se lo vamos a empujar hasta casa. Esto sí que está bien. Nosotros no empujamos. Apuesto a que lo publicarían. ¿Crees que no comprará? Pues quítatelo de encima. Tenemos mucho trabajo para entretenernos con un tío que no se aclara. Quítale el neumático derecho de delante al Graham. Gíralo para que el parche quede abajo. Por lo demás tiene buena pinta. Tiene banda de rodadura y todo.

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