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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (7 page)

Advirtiendo de improviso que Christian mantenía las enormes manos bajo las axilas, abrazándose el fornido torso como si quisiera impedir que el cuerpo le traicionara la conciencia, Pascal calló bruscamente.

—¿Christian? —dijo con voz chillona.

Éste sacudió despacio la cabeza, contento de que Josette le manifestara su apoyo apretándole la rodilla bajo la mesa.

Perplejo por aquel imprevisible giro de los acontecimientos, Pascal posó alternativamente la mirada en Christian y el alcalde, como si fuera el espectador de una invisible partida de tenis.

—Bueno… votos a favor… ehmmm… parece que cinco. ¿Y eeeh… votos en contra?

Christian sacó las manos de su encierro y levantó el brazo.

—Shhhisssssssssssss.

El sonido brotó de la garganta del alcalde como la repentina emanación de los gases comprimidos previa a una erupción volcánica, y Christian notó las oleadas de odio que irradiaba desde el otro lado de la mesa. Al votar en contra de la propuesta en lugar de abstenerse, estaba dificultando aún más su aprobación.

—Yo también estoy en contra.

La voz de Josette, suave pero clara, quebró la creciente tensión y sacó a los miembros del Ayuntamiento del estado de estupor con que observaban la batalla que tenía lugar delante de ellos.

—Sí. A mí que no me cuenten tampoco. Eso suena a chanchullo —señaló Alain Rougé, el policía retirado.

Cinco a favor y tres en contra. Quedaban Monique Sentenac, Philippe Galy, el concejal más reciente, que había asumido el puesto vacante dejado por Gérard Loubet, y René Piquemal. Los tres tenían que votar contra la propuesta para que quedara anulada. La abstención no sería efectiva.

Christian volvió la mirada hacia Monique Sentenac, que jugueteaba con el bolígrafo, sumida sin duda en un conflicto de principios. Véronique había convencido a Christian de que, al haber sido la comidilla del pueblo veinte años atrás cuando su difunto marido la había encontrado en brazos de un miembro del clero, Monique votaría contra la medida debido a la crueldad de la misma. Cuando Monique dejó cuidadosamente el bolígrafo en la mesa para levantar despacio la mano, Christian tuvo que reconocer que Véronique tenía buen ojo para la gente.

Aquejado de una marcada palidez, Pascal añadió otro nombre a la lista y centró la atención en la siguiente persona, Philippe Galy.

Dado que Philippe aún no había votado nunca, Christian y sus cómplices no disponían de datos suficientes para realizar conjeturas con respecto a él. Había regresado a la zona un año atrás, tras heredar las tierras de su abuelo, y había sido elegido concejal gracias tan sólo al prestigio de su apellido cuando el antiguo dueño del hostal había decidido dejar el cargo. No lo conocían bien.

—¿Philippe? —inquirió Pascal con voz entrecortada que delataba su nerviosismo.

—En contra.

Claro. Contundente. Sin vacilación.

Christian sintió una automática relajación en la espalda y los hombros: lo habían conseguido. Josette le dio un golpecito en la pierna bajo la mesa.

—¿Y… y René?

El aludido carraspeó.

—No estoy seguro.

En ese instante, la tensión volvió a instalarse de la sala. René estaba indeciso. La votación pendía de un finísimo hilo.

—¿No estás seguro? —preguntó el alcalde, agarrándose con presteza a aquella inesperada oportunidad, con voz melosa y persuasiva, sin asomo del veneno que había dispensado a Christian hacía tan sólo un momento.

—¿Por qué motivo no estás seguro? La compra del hostal beneficiará al municipio. Al fin y al cabo —añadió, recurriendo a su aguda habilidad política—, no nos conviene que venga a instalarse más gente de fuera. Por si no fuera suficiente con los veraneantes, sólo nos falta que vengan a abrir negocios los extranjeros.

René asintió con la cabeza, sin darse cuenta al parecer de que el edil estaba manipulando su conocido sentimiento de antipatía hacia los propietarios de segundas residencias.

—Sí, estoy de acuerdo…

—¿Estás de acuerdo? —se precipitó a intervenir Pascal—. ¿Apoyas la propuesta?

Al igual que el pescador que tira con demasiada antelación de la caña, con su ansia por agenciarse el voto Pascal alertó a su presa de su presencia.

—No. No apoyo la propuesta —replicó pausadamente René.

A Pascal se le activó un tic nervioso en el ojo izquierdo y, no sin razón, el consumado pescador de hombres que era el alcalde dio señales de querer estrangularlo por su impulsividad.

—Estoy de acuerdo en que deberíamos proteger nuestros negocios para la gente de aquí, pero no creo que ésta sea la forma de hacerlo —concluyó René. Encogiéndose de hombros, abrió las manos con las palmas arriba para dirigirse a todos los presentes—: ¿No habrá otra manera?

Christian dejó escapar entre la mandíbula comprimida el aire que había estado conteniendo. Tenía que ser entonces o nunca.

—Bueno, puede que haya otra solución… —dijo, poniéndose en pie.

—Oh Dios mío, lo hemos conseguido. ¡Lo hemos conseguido! —se congratuló Josette no bien hubo cerrado la puerta del coche.

Christian se echó a reír mientras se dirigían a la empinada carretera de La Rivière.

—Sí, lo hemos conseguido. Aunque todavía nos queda un largo camino.

—¡Bah! —Josette restó importancia con un gesto a su tono de advertencia—. De todas maneras hemos ganado. ¡Y contra el alcalde! ¡Espera a que se lo diga a Jacques! —añadió, contagiándole su entusiasmo en el reducido espacio del Panda.

Christian la miró de reojo en la oscuridad, convencido de que su lapsus en relación a Jacques estaba provocado por la exaltación del momento. Lo cierto era que lucía una amplia sonrisa, sin asomo de lágrimas, cuando juntó con regocijo las manos.

—¡Ja! —exclamó—. No me gustaría estar en la piel de Pascal esta noche.

—¿Por el alcalde o por Fatima?

—¡Por los dos! —contestó.

Ambos estallaron en risas.

Al final de la reunión, la moción inicial había quedado desestimada gracias a que René había acabado votando en contra. Después había accedido a apoyar la propuesta presentada por Christian, que habían ideado a toda prisa esa tarde en el colmado.

Por un margen de seis votos contra cuatro, con una abstención, el consejo municipal había acordado ordenar una inspección completa del hostal y del restaurante que tendría lugar en un plazo máximo de dos semanas después del cierre de la venta. Era seguro que el hostal no cumpliría los requisitos, puesto que el viejo Loubet no respetaba las reglas de seguridad desde hacía años. Una vez efectuada dicha constatación, el alcalde tenía derecho a cerrar el negocio hasta que se ajustara a las normas. Y todo aquello ocurriría justo antes de Navidad.

Christian confiaba en que, combinada con el coste de las reparaciones necesarias, aquella pérdida de ingresos obligaría a los nuevos propietarios a vender, con suerte a alguien de la zona o por lo menos a algún francés que fuera capaz de gestionar bien el restaurante. Había sido capaz de convencer a un número suficiente de concejales para lograr que fuera aceptada su idea.

—¿Por qué crees que se ha abstenido el alcalde? —musitó Josette, un poco más calmada.

—No tengo ni idea. ¿Quién sabe qué estará tramando? ¡Lo único que sé es que ahora estoy marcado! —Christian se estremeció—. Además, pese a toda nuestra euforia, todavía no me parece muy honrado.

—¡Eso es mejor que el hecho de que el municipio ceda al alcalde y sus amiguetes el control gratuito del hostal! Y sin esta alternativa, eso es lo que se hubiera votado hoy. Así al menos los nuevos propietarios tienen una oportunidad.

—No es mucho.

—No, desde luego —concedió Josette—, pero al menos es una oportunidad.

Capítulo 4


P
or allí no, por allí por favor… ¡Con cuidado!

Lorna se pasó una sucia mano por el pelo en desorden, lamentando —y no por primera vez— no haber hecho caso a Paul cuando aconsejó venderlo todo y realizar sin lastre el viaje a Francia. Veía alarmada cómo los dos empleados de la mudanza, que a todas luces habían optado por aprovechar sólo la mitad del coeficiente intelectual que les había correspondido al nacer, colocaban, o más bien dejaban caer, el sofá en el rincón contrario al que ella les había indicado.

—¿Está bien así, señora? —preguntó el más avispado.

—Perfecto —murmuró.

—No sé si se podría tomar aquí una buena taza de té, en vista de que estamos en tierra francesa y tal…

Agradeciendo la oportunidad de abstraerse de aquel caos, aunque sólo fuera un momento, Lorna se fue a la cocina para ver si podía sacar la tetera de camping, preparándose mentalmente para encontrarse con que, pese a que estaba bien marcada con un rótulo que decía
COCINA
, la caja podía estar, por ejemplo, en los dormitorios.

Al abrir la puerta, esbozó una sonrisa. Después de instalarse allí, Paul y Lorna habían trabajado sin parar durante una semana y ahora la habitación que un mes atrás les había producido una insuperable repugnancia estaba totalmente irreconocible. Las encimeras de acero relucían, la freidora ya no tenía reptiles muertos y la nevera ya no parecía el laboratorio de Alexander Fleming.

Con el resto del hostal habían hecho también un esfuerzo similar, quitando las copiosas cantidades de mierda de ratón, limpiando suelos y paredes, y apilando las piezas de mobiliario rotas en el jardín para hacer una hoguera. La cabeza de ciervo tuerta había sido el primer elemento en ir a parar allí, seguido de la mayoría de los macabros cuadros colgados en las escaleras. Sólo con haberlos retirado, el vestíbulo se veía más luminoso.

En el desván, las latas de conserva que habían utilizado a modo de improvisados cubos habían dado paso a voluminosos recipientes de plástico, bajo los cuales habían extendido lona recauchutada como medida de precaución. Con las fuertes tormentas previstas en la zona, Paul no quería correr ningún riesgo, sobre todo teniendo en cuenta que no podrían realizar ninguna obra hasta pasada la Navidad. Incluso después de efectuar diversos malabarismos financieros, con la desfavorable tasa de cambio de moneda apenas habían logrado disponer de lo bastante para pagar las reparaciones urgentes del tejado, lo cual había supuesto renunciar a cambiar el sistema de calefacción central. Hasta que hubieran ganado lo bastante para costear una nueva caldera y un nuevo depósito de gasoil, Paul debería encargarse de los arreglos de emergencia.

Iba a ser un año duro, de eso no les cabía duda, pero ahora que por fin se encontraban allí, se sentían optimistas. La plaga de ratones, por una parte, parecía en vías de estar bajo control. Las trampas preparadas con un cebo de chocolate negro habían causado ya diez bajas,
Tomate
había matado a cuatro animalitos cuyos cuerpos descuartizados había abandonado en el escalón de la puerta de atrás y, obedeciendo a un reflejo instintivo, Paul había aplastado con una pala a uno que había pasado corriendo delante de él en el sótano. Dado que el ratón se había vuelto bidimensional, no era del todo exacto decir que Paul había quedado igual de traumatizado que él, pero poco faltaba.

Quince ratones en menos de una semana. Aquello tenía que ser un récord, se decía Lorna mientras tiraba de una de las tres cajas depositadas en el suelo. Tras rebuscar infructuosamente en la única en la que estaba escrito
COCINA
y descartar las otras dos, en las que ponía
DORMITORIO
, Lorna resolvió recurrir al cazo que había venido utilizando como tetera desde su llegada. Por un momento desplazó la mano hacia la caja de la marca PG Tips que había rescatado hacía poco pero, decidiendo que era demasiado valiosa para desperdiciarla con los empleados de la mudanza, se volvió con cierto sentimiento de culpa hacia la caja de Lipton adquirida en el supermercado de St. Girons.

«Es té, sí, pero no como el que conocemos», pensó mientras colocaba las bolsitas en cuatro tazas, preguntándose si su obsesión con el buen té sería la última de las barricadas culturales que debía superar.

Después de remover las tres cucharadas obligatorias de azúcar del té de los empleados, tomó las cuatro tazas y respiró hondo antes de regresar al comedor.

Allí, efectivamente, se encontró una cama apoyada en el rincón, un montón de cajas que obstruían la puerta del vestíbulo y a Paul de pie en el medio, con los pelos de punta.

—No, por allí… allí… Bueno, da igual…

Al ver a Lorna, que reía en el umbral de la puerta de la cocina, se encogió de hombros con un gesto muy francés mientras los de la mudanza ponían el televisor encima de la barra.

—¿Una taza de té? —les ofreció.

—Genial. ¿Y no tendría unas galletas? Es que da hambre este trabajo.

Maldita sea. Galletas. El único paquete de la cocina había sufrido una incursión de ratones la noche anterior y conservaba incontables señales de mordiscos. Después de plantearse por un momento retirar los bordes afectados, Lorna renunció a la idea y se fue en busca del abrigo y el bolso.

—Iré a comprar a la tienda.

—Iré yo, cariño. Tú descansa —propuso con entusiasmo Paul, tras percatarse de que los empleados se estaban instalando en una de las mesas y le hacían señales para que se sentara con ellos.

—¿Le hemos contado lo de la vez que le hicimos la mudanza a Rod Stewart y lo de todas las estatuas de fútbol que tenía en el jardín… —inició la charla uno de ellos.

—No, no te molestes, Paul, iré yo —se apresuró a declinar Lorna.

—¿Estás segura? —insistió él, suplicante.

—Y lo de los candelabros…

—¡Segurísima!

Lorna se dirigió a la puerta y le lanzó a Paul un desenfadado beso al que él correspondió con una mueca. Con el abrigo abrochado hasta arriba para protegerse del frío viento, comenzó a andar por la carretera.

Habían tardado tres días en localizar el colmado. Claude, el encargado de la inmobiliaria, les había asegurado que había uno en La Rivière, pero después de recorrer varias veces el pueblo no lo habían encontrado. La oficina de correos sí quedaba bien visible, situada enfrente de la iglesia románica que sobresalía en la curva de la carretera que se dirigía a Fogas, pero la tienda no.

Al final vieron un coche que se paró delante de las casas de la curva de la carretera principal, en el brusco giro que ésta realizaba hacia la izquierda siguiendo el curso del río en dirección al Col de Port. El hombre que entró en la casa de la derecha salió con una barra de pan. En el exterior no había ningún letrero. Parecía una vivienda cualquiera, con una puerta y una ventana normales, pero una vez dentro…

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