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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (8 page)

Cuando empujaron la puerta los recibió un grosero ruido como de pedo producido por el viejo timbre que había encima, y a medida que sus ojos se adaptaron a la penumbra se dieron cuenta de que habían entrado en otra era.

A la derecha había un cesto lleno de pan del día, una vitrina de madera llena de quesos partidos por la mitad, varios capazos de plástico con fruta y verdura de diversa calidad y estantes oprimidos por el peso de botellas de vino y cerveza, que no debían de venderse con mucha frecuencia a juzgar por el polvo. También había un curioso mapa de Francia en el que aparecían resaltadas las localidades donde se fabricaban varios tipos de cuchillos.

En el otro lado de la tienda había más estantes dispuestos hasta el techo que contenían toda clase de artículos que uno pudiera imaginar… y muchos más que Lorna y Paul nunca habían previsto llegar a necesitar. Cremalleras de diversas longitudes y colores, descoloridas en su mayoría; cajas de cerillas; cordones de zapatos; betún; papel higiénico; polvos de detergente; latas de
cassoulet
y
confit
de pato; leche homogeneizada; pastillas para encender el fuego; jamón; miel de la región; anzuelos de mosca; hilo de pescar y por supuesto, una vitrina para exponer cuchillos.

Habían descubierto que la mantequilla estaba guardada en la nevera contigua a la puerta, pese a que ésta no estaba enchufada, y que los huevos no se encontraban dentro de las hueveras apiladas encima del electrodoméstico. Quizá fuera mejor así, dado que las fechas de caducidad que constaban en ellas remontaban a más de un año atrás. Lo que había que hacer era coger una huevera y servirse los huevos, sin fecha de caducidad estampada en la cáscara, que había al lado en un montón. Después de años de compras de esterilizados productos de supermercado, Lorna experimentó cierta preocupación e inmediatamente se sintió como un bicho de ciudad. Para compensarlo, eligió seis huevos y un paquete de mantequilla, aunque no logró vencer sus escrúpulos y comprar queso no refrigerado. Tardaría en acostumbrarse a aquello.

Mientras contemplaban con asombro el contenido del colmado, vieron a una mujer que se encontraba detrás del mostrador, al fondo, medio oculta por las ristras de embutidos colgados del techo. Los observaba atentamente mientras escogían los artículos.

Menuda, con el pelo cano dispuesto en una pulcra media melena, parecía tener sesenta y tantos años. Cuando depositaron la compra en el mostrador, les dedicó una afable sonrisa con ojos chispeantes. No obstante, cuando Paul puso el pan encima de un aparador de cristal contiguo a la caja registradora, se apresuró a quitarlo de allí y, tras devolvérselo con gesto adusto, se puso a limpiarlo con premeditada aplicación mientras dirigía la mirada hacia la entrada, murmurando. Lorna se volvió para ver a quién miraba, pero no había nadie.

—P-perdón —farfulló Paul.

Entonces recuperó la sonrisa. Sin recurrir a la caja, anotó el precio de cada artículo en una libreta que el tiempo había vuelto amarilla y, tras realizar la suma a una velocidad próxima a la de una calculadora, hizo constar el total en el papel y lo volvió para mostrárselo.

Saltaba a la vista que sabía que eran extranjeros.

Cuando Lorna le tendió el dinero, la mujer se inclinó sobre el mostrador para hablarles.

—¿Son los nuevos propietarios? —susurró.

Utilizó un francés claro y fácil de entender, señalando hacia el hostal.

—¡Sí! Los nuevos propietarios —confirmó Paul con una voz que resonó con fuerza en el silencioso interior de la tienda.

—¡Chist! —musitó la mujer, desviando la mirada hacia la puerta contigua al mostrador que comunicaba con otra habitación.

Era demasiado tarde.

—¿Josette? ¿Quién es? —preguntó alguien desde allí.

La mujer puso los ojos en blanco mientras Paul y Lorna se miraban uno al otro, sin comprender qué ocurría. Después se oyó el ruido de una silla corrida que indicaba que alguien se había puesto trabajosamente de pie y Lorna estuvo segura de haber oído que la mujer decía
«merde»
para sí.

—Josette, ¿me has oído?

La voz sonó más fuerte y autoritaria y a continuación apareció en el umbral un hombre de fornido pecho, cortas y recias piernas y musculosos brazos de los que cabía deducir que había realizado un trabajo manual antes de jubilarse. La cabeza, tal vez demasiado voluminosa para su cuerpo, culminaba en una prominente frente y en unos ojos provistos de la mirada más calculadora que Lorna había visto nunca.

Instantes después de haberlos estado escrutando con ella, esbozó una lenta sonrisa y Lorna creyó que de él emanaba un olor de pólvora. Cuando se acercó, se dio cuenta de que se trataba tan sólo de su loción de afeitado.

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! —saludó con voz de trueno, tendiendo la mano a Paul—. Soy el alcalde. ¡El alcalde de Fogas!

Lorna sonrió entonces, recordando el acto de bienvenida oficial al municipio que les habían dispensado, que había incluido unos vasos de pastís servidos en el bar de al lado del colmado. ¡Qué bar! En realidad era una habitación con una mesa muy larga dispuesta en el medio, cubierta con un viejo mantel de hule plagado de marcas de cigarrillo y presidida por la enorme chimenea del fondo. La señora de la tienda había hecho las veces de camarera mientras el alcalde les ofrecía insistentemente bebida y los entretenía. Había llamado por teléfono para que viniera otro hombre cuyo francés resultaba más fácil de comprender que el suyo, aunque les pareció un tanto pretencioso y menos afable.

¿Cómo se llamaba?

Lorna se paró a pensar, apoyada en la barandilla del puente que franqueaba un riachuelo. A su izquierda quedaba el hostal, emplazado en precario equilibrio al borde de las tumultuosas aguas que corrían con estruendo a su lado vertiéndose en la presa.

¡Pascal! Eso era.

Lorna tuvo la marcada impresión de que Pascal los estuvo mirando por encima del hombro todo el rato. Paul, que fue menos negativo, tuvo que reconocer sin embargo que con aquella nariz que tenía difícilmente podía ser de otro modo.

Antes de que volvieran a salir con paso vacilante a la calle bañada por la luz, sintiendo como agujas los rayos del sol en los ojos, el alcalde se interesó por los planes que tenían para el hostal y les dio su bendición para la empresa. Incluso los acompañó afuera, rodeando con el brazo a Paul en afectuoso gesto mientras reiteraba las expresiones de bienvenida al «nuevo hijo» del municipio.

Recordando de repente que había dejado a Paul a la merced de las anécdotas de los empleados de la mudanza, Lorna reanudó camino hacia la tienda. Delante vio aparcado un pequeño vehículo plateado. Parecía el coche del alcalde. Aceleró el paso, previendo que se mostraría encantado de verla.

—Y éste también.

Serge Papon señaló con un rollizo dedo un embutido seco. Josette cortó la cuerda de la que colgaba, lo atrapó con gran destreza con la mano y lo añadió a la bolsa de artículos que había en el suelo.

—Es una pena que Jacques nunca me dijera dónde lo conseguís —prosiguió Serge, consultando aplicadamente la lista de la compra que le había preparado su mujer—. Me lo iba a decir, sabes, antes de…

Josette enarcó una ceja. A veces era difícil no admirar la audacia de aquel hombre. Como si Jacques le hubiera ido a contar, precisamente a él, el secreto de su salchichón. Había sido precisamente la fama de aquel embutido con especias lo que había dado a la familia de Jacques la idea de abrir el colmado, varias generaciones atrás, y ella, desde luego, no estaba dispuesta a transmitir aquella información a Serge Papon.

«Antes me verá muerta —pensó mientras hacía las cuentas—. O mejor, que se muera él.»

—¡Buenos días!

Josette levantó la vista del cuaderno donde apuntaba números. Vio que madame Webster acababa de entrar en la tienda y era engullida por una nube de loción de afeitado recibiendo el beso de Serge.

—Buenos días, madame Webster —saludó el hombre con entusiasmo, acentuando con su pronunciación el carácter extranjero de su apellido—. ¿Cómo está? ¿Bien? ¿Y monsieur Webster?

La pobre señora le correspondió con una calurosa sonrisa, tomando por sinceras aquellas muestras de cordialidad.

—Está… bien —respondió con pausado hablar, como si tuviera que pensar las palabras—. Todo está aquí. Camas. Mesas. Todas nuestras cosas.

—¡Ah! ¡Han llegado sus muebles! —continuó Serge como si no hubiera visto ya la enorme camioneta de mudanzas con matrícula británica aparcada delante del hostal.

—Sí. Muebles. ¡Estamos… muy… ocupados!

Madame Webster agitó las manos en el aire y después hizo una mueca para dar a entender lo estresante de la situación. Josette se echó a reír, pero Serge no. Estaba observando atentamente a madame Webster con expresión taimada. Ésta no lo advirtió, sin embargo, concentrada en coger el pan y varios paquetes de galletas que depositó en el mostrador, a buena distancia del aparador de cristal.

Josette asintió para sí. Aprendía rápido. No como otras de por allí.

—Para los de la mudanza —explicó—. ¡Con una taza de té!

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué inglés! —Serge incluso se apretó la barriga, fingiendo reír con ganas—.
A… coup… of tay!
—imitó en inglés—.
A… coup… of tay!

Madame Webster rio con él, divertida con sus rudos intentos de franquear la barrera cultural. Josette tuvo que reprimir un bufido burlón mientras le devolvía el cambio.

—Oh, gracias. Adiós.


Godbyee!
—canturreó Serge tras ella, aficionándose a su conversión lingüística.

La puerta se cerró y la sonrisa se esfumó de inmediato de su cara. En lugar de coger su bolsa y marcharse, se encaminó con paso firme al bar, guardando la lista de la compra en el bolsillo. Josette permaneció sola en el colmado, absorta en sus pensamientos mientras seguía con la mirada a madame Webster.

Aquello era una vergüenza. La chica parecía muy simpática.

Jacques dormitaba en el rincón cuando captó una presencia. Últimamente le costaba conciliar el sueño; éste era uno de los numerosos cambios que había experimentado en el curso de los seis meses anteriores. Por eso sintió cierta irritación al abrir los ojos, y su humor no mejoró cuando vio entrar a Serge Papon muy ufano en la sala.

El alcalde se plantó con un par de zancadas delante de la ventana y se quedó mirando afuera durante unos segundos con pérfido semblante. Después rebuscó en el bolsillo de atrás y sacó un teléfono móvil, haciendo caer de paso un papel. Se encorvó con un gruñido para recogerlo y lo volvió a guardar de cualquier manera en el pantalón.

Un teléfono móvil.

Uf. Jacques efectuó un gesto de desesperación. «Ahora resulta que hasta los perros viejos aprenden», pensó mientras Serge marcaba un número y después se pegaba el aparato al oído, todavía concentrado en la persona que se alejaba por la carretera.

—¿Pascal? —preguntó con una voz apagada nada usual en él—. Soy yo, el alcalde. ¿Está terminada esa carta para el hostal?

Jacques inclinó el torso y sólo alcanzó a oír una voz chillona al otro lado, que sonaba en efecto como la del pelagatos de Pascal.

—Estupendo. Bueno. Ahora escucha, quiero que hagas constar el nombre de Christian Dupuy…

¿Christian? ¿Qué pintaba Christian allí? ¿Qué estaba tramando ahora ese cabrón? Totalmente despierto de repente, Jacques se volvió para poder escuchar mejor. Era curioso que la sordera todavía lo afectara después de todo lo demás.

—No, no es normal. Ya lo sé. ESCUCHA…

Consciente de que había elevado la voz, Serge miró hacia la puerta de la tienda para asegurarse de que seguía solo. Tras haberlo comprobado, prosiguió moderando el tono.

—Escucha… Haz lo que te digo, ¿eh? Añade una frase en la que se mencione a Dupuy como el solicitante de la inspección… Sí, perfecto. Y otra cosa, Pascal: quiero que la entreguen hoy a media tarde. ¿Me oyes? No más tarde. Tiene que ser hoy.

A continuación cortó la comunicación y arrojó el teléfono encima de la mesa con una escalofriante sonrisa en los labios.

—¿Pensabas que sabías jugar a la política, Christian? —dijo riendo entre dientes mientras se instalaba en su silla preferida, de espaldas al fuego como siempre—. Ahora esos forasteros del hostal sabrán a quién echarle la culpa.

Echó hacia atrás la cabeza soltando una áspera carcajada desprovista de humor.

Atraída por el ruido, Josette asomó la cabeza en el umbral.

—¡Pastís! —pidió el alcalde aprovechando la ocasión, como siempre.

«Josette», pensó Jacques. Tenía que avisarla de lo de esa carta, que iba a traerle complicaciones a Christian. Pero ¿cómo? Intentó atraer su mirada mientras preparaba la bebida en la barra del otro lado de la sala, pero ella no reaccionó. Hacía lo posible por no verlo, como otras veces. La observó con impotencia mientras servía el vaso y la jarra de agua delante del alcalde y después se encorvaba justo al lado de Jacques para atizar el fuego.

En ningún momento lo miró, sin embargo. Depositó el atizador en la chimenea y salió de la habitación, dejándolo en compañía del hombre que más despreciaba en el mundo.

—Se cree que puede jugármela a mí… —murmuró Serge cerca del vaso—. Se va a arrepentir del día en que decidió ir en contra de Serge Papon… Se le han subido mucho los humos a ese vaquero.

Jacques sintió que comenzaba a hervirle la sangre. Tenía que hacer algo, lo que fuera. Miró el hurgón y luego el gordo pedazo de trasero que sobresalía a través del respaldo de la silla justo delante de él, pero supo que era inútil. No sería capaz de levantar el hurgón y menos aún de meterlo donde había que meterlo.

Se volvió a colocar frente al fuego y dejó escapar un suspiro de impotencia.

El fuego se agitó delante de él. ¿Sería una coincidencia? Volvió a espirar y la hoguera se avivó de nuevo.

Ay, Dios mío. ¡Tenía poderes! Podía hacer mover las llamas.

Muy bien, muy bien. ¿Y en qué podía aplicarlo?

Volvió a posar la mirada en la parte de trasero de Serge que sobresalía de la silla y en el papel que colgaba, tentador, de su bolsillo.

Eso serviría. ¡Oh, sí! Iría perfecto.

Conteniéndose apenas, Jacques se acercó al fuego sin acusar lo más mínimo la proximidad de las llamas. Tras situarse frente a su blanco, se llenó los pulmones como no lo había hecho nunca en su vida. Ni en su muerte tampoco.

Después sopló.

Ffffffffffffffffffffuuuuuu.

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