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Authors: Christopher Paolini

Saphira, agotada, tardó en reaccionar, pero por fin giró el cuello y volvió a mirar el enorme esqueleto.

Debió de ser un gran cazador para crecer tanto.

Era el mejor de todos
—confirmó Glaedr.

Entonces… me alegro de ser de su misma sangre.

La cantidad de huesos esparcidos por el suelo asombró a Eragon.

Hasta entonces, no había entendido el alcance de la batalla ni cuántos dragones habían llegado a vivir en el pasado. Aquella visión le reafirmó en su odio hacia Galbatorix, y una vez más Eragon juró que vería muerto al rey.

Saphira se sumergió a través de una capa de niebla blanca que se rizaba al contacto con la punta de sus alas, como minúsculos remolinos en el cielo. Entonces se encontró con un prado de hierba y aterrizó bruscamente. La pata derecha le cedió, y cayó de costado, sobre el pecho y el hombro, hundiéndose en el suelo con tal fuerza que, de no haber sido por sus defensas, Eragon habría quedado empalado contra la cresta del cuello.

Cuando por fin dejó de caer, Saphira se quedó inmóvil, aturdida por el impacto. Luego, poco a poco, se puso en pie de nuevo, plegó las alas y se sentó. Las correas de la silla de montar crujieron con sus movimientos, con un ruido que resonaba de un modo extraño en el silencio que reinaba en el interior de la isla.

Eragon se soltó las correas de las piernas y saltó al suelo. Estaba húmedo y blando, y las botas se le hundieron en el terreno hasta las rodillas.

—Lo hemos conseguido —dijo, sorprendido. Caminó hasta la cabeza de Saphira y, cuando esta bajó el cuello para poder mirarle a los ojos, él colocó las manos a los lados de la larga cabeza de la dragona y apoyó la frente contra su morro.

Gracias
—le dijo.

Oyó el clic de los párpados de Saphira al cerrarse, y luego la cabeza le empezó a vibrar con un murmullo procedente de lo más profundo de su pecho.

Al cabo de un momento, Eragon la soltó y miró a su alrededor. El campo en el que había aterrizado la dragona estaba al norte de la ciudad. Había restos de construcciones —algunos del tamaño de Saphira— desperdigados por la hierba; Eragon se sintió aliviado de no haber ido a impactar contra ninguno de ellos.

El campo hacía pendiente y ascendía desde la ciudad hasta llegar a los pies de la colina más próxima, cubierta de bosques. En el punto donde el campo daba paso a la montaña había una gran superficie cuadrada pavimentada, y en el extremo más alejado del cuadrado se levantaba una enorme pared de piedra que se extendía casi un kilómetro al norte. El edificio debía de haber sido uno de los mayores de la isla, y sin duda sería uno de los más elaborados, puesto que entre los bloques cuadrados de piedra que formaban las paredes Eragon descubrió decenas de columnas aflautadas, así como paneles con tallas que representaban viñas y flores, y toda una colección de estatuas, a muchas de las cuales les faltaba algún miembro, como si aquellos personajes también hubieran participado en la batalla.

Aquí está la Gran Biblioteca
—anunció Glaedr—.
O lo que queda de ella, después de que Galbatorix la saqueara.

Eragon se volvió lentamente e inspeccionó el lugar. Al sur de la biblioteca distinguió el recorrido de algunos caminos abandonados bajo la enmarañada alfombra de hierba. Los caminos llevaban desde la biblioteca a un campo de manzanos que ocultaban el suelo, pero tras los cuales se levantaba una risco de piedra de más de sesenta metros de altura, sobre la que crecían unos enebros de ramas retorcidas.

En el pecho de Eragon se encendió una chispa de excitación.

Estaba seguro, pero aun así lo preguntó:

¿Es eso? ¿Es la roca de Kuthian?

Sentía que Glaedr usaba sus ojos para observar la formación rocosa, y luego el dragón dijo:

Me resulta vagamente familiar, pero no recuerdo cuándo pude haberla visto antes…

—¡Venga! —exclamó Eragon, que no necesitaba mayor confirmación. Corrió por la hierba, que le llegaba a la cintura, hasta llegar al sendero más próximo.

Allí la hierba no era tan espesa, y sentía el contacto de los adoquines bajo sus pies, en lugar de la tierra empapada. Con Saphira siguiéndole de cerca, recorrió el camino a toda prisa, y juntos pasaron bajo la sombra de los manzanos. Ambos avanzaban con cuidado, puesto que los árboles parecían vigilarlos, y había algo en la forma de sus ramas que no presagiaba nada bueno, como si los árboles estuvieran esperando el momento de atraparlos con sus garras astilladas.

Eragon no se dio cuenta, pero soltó un suspiro de alivio cuando salieron del manzanal.

La roca de Kuthian se levantaba sobre el extremo de un gran claro donde crecían, enmarañados, rosales, cardos, frambuesas y cicutas.

Tras la prominencia de piedra se levantaban hilera tras hilera de abetos de ramas caídas que poblaban todo el terreno hasta la montaña que se alzaba detrás. El furioso cuchicheo de las ardillas resonaba por entre los troncos del bosque, pero no se les veía ni un pelo.

Tres bancos de piedra —medio escondidos entre capas de raíces, parras y otras trepadoras— se encontraban, equidistantes, en los márgenes del claro. A un lado había un sauce llorón, cuyo tronco de elaborado relieve habría servido en otro tiempo de respaldo para los Jinetes, que seguramente acudirían allí para sentarse y disfrutar de las vistas; aunque en el último siglo el tronco había crecido demasiado como para que nadie —humano, elfo o enano— pudiera sentarse en el espacio que dejaba.

Eragon se detuvo al borde del claro y se quedó mirando la roca de Kuthian. A su lado, Saphira resopló y se dejó caer sobre el vientre, sacudiendo el suelo hasta el punto de que el chico tuvo que flexionar las rodillas para mantener el equilibrio. Le frotó el hombro a su dragona y luego volvió a posar la mirada en la torre de roca, nervioso ante lo que pudiera encontrar.

El chico abrió la mente y escrutó el claro y los árboles situados más allá por si hubiera alguien esperándolos con alguna emboscada.

Los únicos seres vivos que percibió eran plantas, insectos y los topos, ratones y culebras que vivían entre los arbustos.

Entonces empezó a formular los hechizos que esperaba que le ayudarían a detectar cualquier trampa mágica que les hubieran podido tender. Pero antes de que llegara a unir unas cuantas palabras, Glaedr le interrumpió.

Para. Ahora mismo Saphira y tú estáis demasiado cansados para esto. Primero descansad; mañana podemos volver y ver qué descubrimos.

Pero…

Ninguno de los dos estáis en condiciones de defenderos si tenemos que luchar. Sea lo que sea lo que debamos encontrar, seguirá aquí por la mañana.

Eragon dudó, pero luego, no muy convencido, abandonó el hechizo.

Sabía que Glaedr tenía razón, pero odiaba tener que esperar más cuando tenían su objetivo tan a mano.

De acuerdo
—dijo, y subió de nuevo a lomos de Saphira.

Con un resoplido resignado, la dragona se puso en pie, dio media vuelta y atravesó de nuevo la plantación de manzanos. El duro impacto de sus patas contra el suelo provocó la caída de las hojas marchitas de los árboles, una de las cuales cayó en el regazo de Eragon. La recogió, y estaba a punto de tirarla al suelo cuando observó que tenía una forma diferente a la habitual: los dientes del borde eran más largos y anchos que los de cualquier hoja de manzano que hubiera visto antes, y los nervios formaban unos patrones aparentemente aleatorios, en lugar de tener la distribución regular de líneas.

Cogió otra hoja, esta aún verde. Al igual que la seca, presentaba unos dientes más marcados y unos nervios que seguían un confuso trazado.

Desde la batalla, aquí las cosas no han sido como antes
—dijo Glaedr.

Eragon frunció el ceño y soltó las hojas. Una vez más oyó el parloteo de las ardillas, y tampoco esta vez consiguió verlas entre los árboles, ni podía detectarlas con la mente, lo cual le preocupó.

Si tuviera escamas, este lugar me daría picores
—le dijo a Saphira.

La dragona soltó un bufido divertido que produjo una bocanada de humo.

Desde el manzanal, caminó hacia el sur hasta llegar a uno de los muchos arroyos que fluían desde las montañas: un fino reguero de agua que borboteaba suavemente al abrirse paso por un lecho de piedras. Allí giró y siguió el arroyo a contracorriente hasta un prado resguardado junto a un bosque de coníferas.

Aquí
—decidió, y se posó en el suelo.

Parecía un buen lugar para acampar, y Saphira no estaba en condiciones de seguir buscando, así que Eragon estuvo de acuerdo y desmontó. Hizo una pausa un momento para contemplar las vistas del valle; luego retiraron la silla y las alforjas de Saphira; la dragona sacudió la cabeza, agitó los hombros y giró el cuello para mordisquearse un punto del costado que tenía entumecido del contacto con las correas.

Y sin decir nada más, se hizo un ovillo en la hierba, metió la cabeza bajo el ala y enroscó la cola.

No me despiertes a menos que haya algo que intente comernos
—dijo.

Eragon sonrió y le dio una palmadita en la cola; luego se volvió y se detuvo a observar el valle. Se quedó allí de pie un buen rato, con la mente casi en blanco, sin hacer ningún esfuerzo por dar sentido al mundo a su alrededor.

Por fin cogió su saco de dormir, que tendió junto a Saphira.

¿Harás guardia por nosotros?
—le preguntó a Glaedr.

Haré guardia. Descansa, no te preocupes.

Eragon asintió, aunque Glaedr no podía verle, se metió entre las sábanas y se sumergió en su sueño de vigilia.

Snalglí para dos

Era ya media tarde cuando Eragon abrió los ojos. La manta de nubes se había abierto por varios lugares, y unos rayos de luz dorada surcaban el valle, iluminando la parte superior de los edificios en ruinas. Aunque el lugar tenía un aspecto frío, húmedo y poco acogedor, la luz le daba una renovada majestuosidad. Por primera vez, Eragon comprendió por qué habían decidido asentarse en la isla los Jinetes.

Bostezó, echó un vistazo a Saphira y la tocó levemente con el pensamiento. Ella seguía dormida, sumida en un sueño sin sueños.

Su conciencia era como una llama reducida a la mínima expresión, a poco más que una brasa encendida, una brasa que tan pronto podía revivir como apagarse en cualquier momento.

Aquella sensación le dejó intranquilo —se le parecía demasiado a la muerte—, así que regresó a su propia mente y limitó el contacto entre ellos hasta reducirlo a un hilillo de pensamiento, lo mínimo necesario para estar seguro de que Saphira seguía bien.

En el bosque, tras ellos, un par de ardillas empezaron a discutir con una serie de chillidos agudos. Eragon escuchó y frunció el ceño: sus voces sonaban demasiado agudas, rápidas y aceleradas. Era como si alguna otra criatura estuviera imitando la voz de las ardillas.

Aquella idea le puso el vello de punta.

Se quedó allí tendido más de una hora, escuchando los chillidos y el parloteo procedente de los bosques y observando las juguetonas formas que creaba la luz sobre las colinas, los campos y las montañas de aquel valle redondo. Luego los resquicios entre las nubes se cerraron, el cielo se oscureció y empezó a caer nieve sobre la parte alta de las laderas de las montañas, pintando las cumbres de blanco.

Voy a buscar un poco de leña
—le dijo Eragon a Glaedr, poniéndose en pie—.
Volveré dentro de unos minutos
.

El dragón se dio por enterado. Eragon avanzó con cautela por el prado hacia el bosque, haciendo lo posible por no hacer ruido y no despertar a Saphira. Cuando llegó a la altura de los árboles, aceleró el paso. Aunque había muchas ramas muertas por el extremo del bosque, quería estirar las piernas y ver si descubría de dónde procedía aquel parloteo.

De los árboles caían unas densas sombras. El aire era fresco e inmóvil, como el de una gruta subterránea, y olía a hongos, a madera podrida y a savia de los árboles. El musgo y los líquenes que colgaban de las ramas eran como tiras de encajes deshilachados, sucios y empapados, pero aun así poseían cierta belleza y delicadeza. Dividían el interior del bosque en celdas de diferente tamaño, lo que hacía difícil ver a más de quince metros en cualquier dirección.

Eragon usó el borboteo del arroyo como referencia para situarse mientras avanzaba, penetrando cada vez más en el bosque. Ahora que las tenía más cerca, vio que las coníferas no se parecían en nada a las de las Vertebradas ni a las de Du Weldenvarden; tenían las agujas distribuidas en grupos de siete en lugar de grupos de tres, y aunque quizá fuera un efecto de la luz crepuscular, le dio la impresión de que los Sombras colgaban de los árboles, como una túnica que envolviera los troncos y las ramas. Por otra parte, todo lo relacionado con los árboles, desde las grietas de la corteza a las prominentes raíces o las piñas de marcadas escamas, todo, tenía unas líneas angulosas y agresivas que daban la impresión de que fueran a liberarse de la tierra y salir caminando hacia la ciudad.

Eragon se estremeció y tanteó
Brisingr
en su vaina. Nunca había estado en un bosque que le resultara tan amenazante. Era como si los árboles estuviera «furiosos» y —al igual que los manzanos de antes— como si quisieran alargar las ramas y arrancarle la carne de los huesos.

Con el dorso de la mano, apartó un colgajo de líquenes amarillos, avanzando cautelosamente.

Hasta el momento no había visto ni rastro de animales de caza, ni tampoco de lobos ni osos, lo cual le sorprendió. Estando tan cerca del arroyo, debería de haber huellas que llevaran al agua.

«A lo mejor los animales evitan esta parte del bosque —pensó—. Pero ¿por qué?»

Se encontró con un tronco caído cruzado en el camino. Pasó por encima, y su bota se hundió hasta el tobillo en una alfombra de musgo. Un instante después, la gedwëy ignasia de la palma de la mano empezó a picarle, al tiempo que oía un minúsculo coro de
¡scriii, scriii!
y
¡scrii-sraae!
media docena de gusanos blancos con aspecto de orugas, cada uno del tamaño de su dedo pulgar, salían de entre el musgo y se alejaban a saltitos.

El instinto le hizo quedarse inmóvil, igual que habría hecho si hubiera dado con una serpiente. No parpadeó. Ni siquiera respiró mientras observaba la huida de aquellos gusanos gordos y de aspecto obsceno. Al mismo tiempo, rebuscó entre sus recuerdos cualquier mención que se hubiera hecho a aquellas criaturas, pero no recordaba nada parecido.

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