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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (3 page)

Davidson profirió un grito que casi igualó al del monstruo, y se puso a correr en sentido inverso por el camino que lo había llevado hasta allí.

El coche estaba a dos o tres kilómetros de distancia, y sabía que no le iba a servir de refugio aunque llegara a él antes de que lo atrapara el monstruo. En ese momento se dio cuenta de lo cerca que estaba la muerte, de lo cerca que había estado siempre, y deseó comprender, aunque sólo fuera un instante, la razón de aquel estúpido horror.

El monstruo ya estaba muy cerca de él, y sus malditas piernecillas se le doblaban; se cayó, se arrastró y empezó a reptar hacia el coche. Cuando oyó el resonar de los pies de la cosa a su espalda, se acurrucó instintivamente, haciéndose un ovillo de carne quejumbrosa, y esperó el golpe mortífero.

Aguardó por espacio de dos latidos.

Tres, Cuatro. Y seguía sin llegar.

La voz silbante había alcanzado un volumen intolerable y ahora estaba disminuyendo un poco. Las manos rechinantes no tocaron su cuerpo. Cuidadosamente, esperando que le separaran la cabeza del cuello en cualquier momento, miró por entre los dedos.

La criatura lo había adelantado.

A lo mejor, desdeñoso de su fragilidad, lo había superado y seguía corriendo hacia la autopista.

Davidson percibió el olor de su excremento y de su miedo. Se sintió curiosamente ignorado. Detrás, el desfile había reanudado la marcha. Sólo uno o dos monstruos inquisitivos seguían mirando por encima del hombro hacia él, mientras se adentraban en el polvo.

El silbido cambió de volumen. Davidson levantó cuidadosamente la cabeza del suelo. El ruido estaba casi fuera del alcance de sus oídos; sólo era un quejido agudo resonándole en la cabeza dolorida.

Se levantó.

La criatura había saltado sobre el coche. Tenía la cabeza echada atrás en una especie de éxtasis, su erección era más evidente que nunca y el ojo de su cabeza lanzaba destellos. Con una última caída de la voz, que hizo inaudible el silbido para un hombre, se inclinó sobre el coche, destrozando el parabrisas y enrollando sus manos gigantes en el techo. Procedió entonces a rajar el metal como si fuera papel, con el cuerpo contraído por el júbilo y sacudiendo la cabeza. En cuanto desgajó el techo saltó sobre la autopista y tiró el metal al aire. Éste revoloteó por el cielo y cayó sordamente al suelo del desierto. Davidson pensó fugazmente qué podría contar en el parte del seguro. Ahora la criatura estaba destrozando el vehículo. Arrancó las portezuelas, machacó el motor, reventó los neumáticos y sacó las ruedas de sus ejes.

Hasta las narices de Davidson llegó el inconfundible hedor a gasolina. Tan pronto como percibió aquel olor, una lámina de metal se reflejó en otra, y la criatura y el coche quedaron envueltos en una encrespada columna de fuego, que se volvió negra a causa del humo cuando los dos se hicieron un ovillo sobre la autopista.

La cosa no pidió ayuda, o si lo hizo no se oyeron sus gritos. Salió tambaleándose de aquel infierno con la carne ardiendo y cada centímetro de su cuerpo en llamas; agitó salvajemente los brazos en un vano intento de apagar el fuego, y empezó a alejarse corriendo por la autopista hacia las montañas, huyendo de la causa de su agonía. De su espalda emergían llamas, y el aire se espesaba con el olor a carne achicharrada.

Pero, aunque el fuego debía estar devorándolo, no se cayó. La carrera siguió interminablemente hasta que el calor disolvió a lo lejos la autopista y desapareció.

Davidson cayó de rodillas. La mierda de sus piernas ya se había secado con el calor. El coche seguía ardiendo. La música había desaparecido por completo, así como la procesión.

Fue el sol el que lo arrancó de la arena y lo condujo de nuevo hacia su coche destrozado.

Su cara estaba desprovista de expresión cuando un vehículo paró en la autopista para recogerlo.

El shériff Josh Packard miró con reticencia las huellas de garras que había en el suelo, ante él. Estaban dibujadas sobre una grasa que se solidificaba lentamente: la carne líquida del monstruo que había atravesado corriendo la calle principal (y única) de Welcome unos minutos antes. Se desplomó exhalando el último aliento, y murió hecho una bola reseca a escasa distancia del banco. Las ocupaciones habituales de Welcome, el comercio, los debates, los hola-qué-tal, se interrumpieron. Uno o dos individuos nauseabundos habían sido recibidos en el vestíbulo del hotel mientras el olor a carne chamuscada espesaba el limpio aire desértico del pueblo.

El hedor recordaba una mezcla de pescado demasiado cocido y cadáver en descomposición. Packard estaba indignado. Aquélla era su ciudad; él la controlaba y la protegía. No podía ver con buenos ojos la intromisión de semejante bola de fuego.

Desenfundó la pistola y empezó a caminar hacia aquellos restos. Las llamas casi se habían apagado, después de comerse lo mejor de su plato. A pesar de estar tan consumida por el fuego, la cosa conservaba una masa considerable. Lo que una vez pudieron ser sus miembros estaban repartidos alrededor de lo que pudo ser su cabeza. El resto era irreconocible. A fin de cuentas, Packard estaba contento de recibir aquel regalo. Pero entre el amasijo de carne derretida y huesos ennegrecidos percibía las suficientes formas inhumanas como para sentirse nervioso.

Era un monstruo; de ello no cabía duda.

Una criatura procedente de la tierra; salida de ella, desde luego. Salida del mundo subterráneo y en camino hacia la gran cuenca para participar en una noche de fiesta. Más o menos una vez cada generación, le había dicho su padre, el desierto vomita sus demonios y los libera temporalmente. Siendo un niño con criterio propio, Packard jamás se había creído las patrañas de su padre, pero ¿no era aquél un demonio?

Fuera cual fuera la desgracia que había llevado a la ciudad a morir a aquella monstruosidad ardiente, a Packard le gustó tener esa prueba de su vulnerabilidad. Su padre nunca había hecho referencia a ella.

Sonriendo a medias ante la idea de dominar aquella aberración, Packard dio un paso hacia los restos humeantes y les pegó un puntapié. Los espectadores, aún a cubierto en los porches, corearon con admiración su valentía. La media sonrisa le atravesó la cara. Ese puntapié le valdría una noche de bebida, a lo mejor incluso una mujer.

La cosa estaba boca arriba. Con la mirada desapasionada de un pateador profesional de demonios, Packard examinó el revoltijo de miembros que era la cabeza. Estaba bien muerto, eso era obvio. Enfundó la pistola y se inclinó sobre el cuerpo.

—Saca una cámara, Jedediah —ordenó, impresionándose incluso a sí mismo.

Su ayudante salió disparado hacia la oficina.

—Lo que necesitamos es una foto de esta belleza.

Packard se apoyó sobre sus caderas y tocó los miembros ennegrecidos de la cosa. Se le iban a destrozar los guantes, pero la molestia quedaría recompensada por lo que el gesto iba a beneficiar a su imagen pública. Sintió que lo miraban con admiración cuando tocó la carne, y empezó a separar un miembro de la cabeza del monstruo.

El fuego había soldado sus componentes, y tuvo que arrancar el miembro de un tirón. Pero salió con un ruido amortiguado, dejando al descubierto, en la cara que había debajo, un ojo reseco por el fuego. Dejó caer el miembro donde estaba, con un gesto de repugnancia. No fue más que un latido.

De repente, el brazo del demonio se irguió sinuoso, demasiado súbitamente para que Packard pudiera apartarse, y en un momento sublime de terror el shériff vio cómo la boca que tenía a sus pies se abría y se volvía a cerrar en torno a su propia mano.

Gimiendo, perdió el equilibrio y se sentó en la grasa, tirando de aquella boca, mientras le masticaban los guantes y los dientes entraban en contacto con su mano, arrancándole los dedos. La mandíbula áspera se llevó sus dedos, su sangre y sus muñones a las entrañas.

Las nalgas de Packard resbalaron en el revoltijo sobre el que estaba sentado y, chillando, se retorció para liberarse. Aún había vida en aquella cosa del mundo subterráneo. Packard imploró perdón al ponerse de pie tambaleando, arrastrando consigo la masa de aquella cosa.

Al lado de sus oídos retumbó un disparo. Cuando aquel miembro que parecía formar parte del hombro se redujo a añicos y la boca soltó su presa sobre el shériff, éste quedó salpicado de líquidos, sangre y pus. La masa deshecha de músculo devorado cayó al suelo, y la mano de Packard, o lo que quedaba de ella, quedó libre. Había perdido los dedos de la mano derecha, salvo medio pulgar; los huesos destrozados de sus falanges sobresalían irregularmente de su palma parcialmente mascada.

Eleanor Kooker quitó el dedo del gatillo que acababa de apretar y gruñó satisfecha.

—Has perdido la mano —dijo con una simplicidad brutal.

Packard recordó que su padre le había dicho que los monstruos nunca mueren. Se acordó demasiado tarde, y ahora ya había sacrificado su mano, la mano de beber y de hacer el amor. Una ola de nostalgia por los años pasados con esos dedos se apoderó de él, mientras los ojos se le llenaban de chiribitas. Lo último que vio antes de caer al suelo fue a su servicial adjunto con una cámara levantada para grabar toda la escena.

La choza que había detrás de aquella casa era el refugio de Lucy y siempre lo había sido. Cuando Eugene volvía borracho de Welcome, o se encolerizaba porque el guiso estuviera frío, Lucy se iba a la choza, donde podía llorar tranquilamente. No había compasión en su vida. Desde luego, no por parte de Eugene, y ella tenía poquísimo tiempo para autocompadecerse.

Aquel día, el viejo motivo de irritación había degenerado en ira: el niño.

El fruto engendrado y cuidadosamente criado de su amor; llamado como el hermano de Moisés, Aaron, que significa «el exaltado». Un niño dulce. El niño más hermoso de toda la zona; con cinco años ya era tan encantador y educado como cualquier madre de la costa Este habría deseado.

Aaron.

El orgullo y la alegría de Lucy, un niño hecho para alegrar cualquier álbum de fotos, hecho para bailar y para encantar al propio Demonio.

Ésa era la objeción de Eugene.

—Este jodido chaval tiene de chico lo mismo que tú —le decía a Lucy—. Ni siquiera es medio chico. Sólo sirve para calzar zapatos bonitos y vender perfume. O para cura; tiene madera de cura.

Señaló al niño con una uña mordida y un pulgar artrítico.

—Avergüenzas a tu padre.

La mirada de Aaron se encontró con la de su padre.

—¿Me oyes, chico?

Eugene apartó la mirada. Los ojazos del niño le producían dolor de estómago; se parecían más a los de un perro que a los de un ser humano.

—Quiero que se vaya de esta casa.

—¿Qué ha hecho?

—No hace falta que haga nada. Basta con que sea como es. Se ríen de mí, ¿sabes? Se ríen de mí por culpa suya.

—Nadie se ríe de ti, Eugene.

—Oh, sí…

—No por culpa del niño.

—¿Eh?

—Si se ríen, no es del chico. Es de ti.

—Cierra el pico.

—Saben lo que eres, Eugene. Te ven claramente, tan claramente como yo.

—Te digo, mujer…

—Enfermo como un perro en la calle, hablando de lo que has visto y de lo que temes…

La golpeó como tantas otras veces. El golpe la hizo sangrar, igual que tantos golpes semejantes durante cinco años, pero, aunque le dolió, sus primeros pensamientos fueron para el niño.

—Aaron —llamó, entre las lágrimas que le había arrancado el dolor—. Ven conmigo.

—¡Deja en paz al bastardo!

Eugene estaba temblando.

—Aaron.

El chico se quedó entre el padre y la madre, sin saber a quién obedecer. La mirada de confusión que le asomó a la cara hizo que las lágrimas de Lucy fueran más copiosas.

—Mamá —dijo el niño con mucha suavidad.

Había una expresión grave en sus ojos que era más que confusión. Antes de que Lucy pudiera encontrar una forma de apaciguar los ánimos, Eugene agarró al chico por el pelo y lo arrastró hacia sí.

—Haz caso a tu padre, niño.

—Sí.

—A un padre se le dice «sí, señor», ¿no es así? Se le dice «sí, señor».

Apretó la cara de Aaron contra la entrepierna hedionda de sus vaqueros.

—Sí, señor.

—Se queda conmigo, mujer. No te lo vas a llevar a esa jodida choza otra vez. Se queda con su padre.

Lucy había perdido la escaramuza y lo sabía. Seguir insistiendo sólo serviría para exponer al niño a mayores peligros.

—Si le haces daño…

—Soy su padre, mujer. —Eugene sonrió despectivamente—. ¿Es que me crees capaz de hacer daño a mi propia carne y mi propia sangre?

El niño quedó apresado entre las caderas de su padre, en una postura casi obscena. Pero Lucy conocía a su marido y sabía que estaba a punto de estallar y perder el control. Ya no se preocupaba por sí misma —había tenido sus alegrías—, pero el niño era muy vulnerable.

—Fuera de mi vista, mujer. ¿Por qué no te vas? El chico y yo queremos estar solos, ¿no?

Eugene arrancó la pálida cara de Aaron de su entrepierna y le sonrió burlonamente.

—¿No?

—Sí, papá.

—Sí, papá. Claro que sí, papá.

Lucy salió de la casa y se retiró a la tibia oscuridad de la choza, donde rezó por Aaron, llamado igual que el hermano de Moisés. Aaron, cuyo nombre significa «el exaltado». Pensó en cuánto podría sobrevivir su hijo a las brutalidades que le depararía el futuro.

El chico estaba desnudo. De pie, pálido, frente a su padre. No tenía miedo. La paliza que le iba a dar le dolería, pero no le asustaba de verdad.

—Eres enfermizo, chico —dijo Eugene, recorriendo con su mano grande el abdomen de su hijo—. Débil y enfermizo como un cerdo enano. Si fuera granjero y tú fueras un cerdo, chico, ¿sabes lo que haría?

Volvió a coger al niño del pelo. Le puso la otra mano entre las piernas.

—¿Sabes lo que haría, chico?

—No, papá. ¿Qué harías?

La mano deforme recorrió el cuerpo de Aaron mientras su padre imitaba el ruido de una sierra.

—Pues te cortaría en cachitos y te daría como comida al resto de la pocilga. A un cerdo lo que más le gusta comer es carne de cerdo. ¿Qué te parecería?

—No, papá.

—¿No te gustaría?

—No, gracias, papá.

La cara de Eugene se endureció.

—Bueno, me gustaría verlo, Aaron. Me gustaría ver qué harías si fuera a abrirte y a echar una ojeada a tu interior.

Había una violencia nueva en los juegos de su padre que Aaron no lograba comprender: nuevas amenazas, una intimidad nueva. Por incómodo que estuviera, el chico sabía que era su padre y no él quien tenía miedo de verdad; el miedo era patrimonio de Eugene, igual que el de Aaron era observar, esperar y sufrir hasta que llegara el momento. Sabía (sin comprender cómo o por qué) que sería un instrumento en la destrucción de su padre. Tal vez más que un instrumento.

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