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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin (3 page)

CAPÍTULO III

Hacia la isla de Kirrin

El día siguiente amaneció esplendido, cálido y despejado.

—¿Que os parece si vamos a la isla esta mañana? —propuso tía Fanny—. Tendremos que llevar la comida. Estoy segura de que vuestro tío ha olvidado nuestro propósito de ir a visitarle.

—¿Tiene allí algún bote? —preguntó Jorge. Luego, añadió llena de sospecha—: Mama, no se le habrá ocurrido llevarse el mío, ¿verdad que no?

—No, querida —contestó su madre—. Tiene una barquita. Yo temía que no fuese capaz de salvar los peligrosos escollos que rodean la isla. Me tranquilice al ver que hacía la travesía con un pescador. Este me ha dicho luego que le ha prestado su propia barca, con todo el material necesario.

—¿Y quién construyó la torre? —preguntó Julián.

—Pues él mismo la planeó y algunos hombres, enviados por el Instituto de Investigaciones, la construyeron según sus planos —explicó tía Fanny—. Todo se llevó a cabo con gran rapidez. La gente del lugar está muerta de curiosidad, pero no creo que hayan conseguido enterarse de nada. Saben tan poco como yo misma. Nadie de la vecindad ayudo a la construcción. Solo los pescadores fueron movilizados con objeto de acarrear el material necesario hasta la isla y de transportar a los obreros especializados.

—Todo esto es muy misterioso —sentenció Julián—. La vida que lleva el tío Quintín es terriblemente emocionante. Me gustaría llegar a ser un célebre científico como él. Quisiera ser algo que merezca la pena cuando sea mayor. No pienso pasarme la vida en alguna oficina. Deseo ser mi propio jefe.

—Pues yo pienso estudiar medicina —interrumpió Dick.

—Voy a sacar mi bote —dijo Jorge algo molesta por la charla de los chicos. Ella sabía muy bien lo que haría cuando fuera mayor. Viviría con
Tim
en la isla de Kirrin.

Tía Fanny había preparado montones de comida para llevarse a la isla. Se sentía muy ilusionada por el viaje. Hacía días que no veía a su marido y deseaba comprobar si todo seguía en orden.

Bajaron a la playa. Julián llevaba la bolsa de la comida. Jorge les esperaba allí, con el bote preparado. Jaime, el hijo de un pescador, que era amigo de Jorge, se había acercado a fin de ayudarles a empujar el bote mar adentro. Saludo sonriente al resto de los niños. Los conocía a todos de sobra. Se había encargado del cuidado de
Tim
cuando el padre de Jorge amenazó con echarlo de casa. La chiquilla no había olvidado el cariño con que Jaime había tratado a
Tim,
de manera que iba a verlo en cuanto llegaba a casa durante las vacaciones.

—¿Qué? ¿Van ustedes a la isla? —preguntó Jaime—. ¡Que cosa más rara han levantado en el centro! ¿Verdad? Parece algo así como un faro. Cójase a mi mano, señorita. La ayudare a subir a la barca.

Ana asió la mano que se le tendía y saltó al bote. Jorge la siguió con
Tim
y pronto todos los demás estuvieron embarcados. Julián y Jorge tomaron los remos, en tanto que Jaime empujaba la barca hasta que estuvo en condiciones de ponerse en movimiento sobre el agua transparente. Se podía ver con toda claridad el fondo del mar.

Julián y Jorge remaban con energía, impulsando el bote hacia delante. De pronto, Jorge comenzó a cantar una canción de remeros. Los demás le hicieron coro. Era extraordinario encontrarse de nuevo en un bote sobre la superficie del mar. ¡Oh, vacaciones, transcurrid despacio! ¡No os escapéis tan de prisa!

—Jorge —dijo su madre, nerviosa, cuando se aproximaban ya a la isla de Kirrin—, debes de tener cuidado con estas rocas tan peligrosas, ¿me oyes? El agua esta tan clara, que puedes ver que algunas llegan a rozar la superficie.

—¡Pero mamá! Tu sabes que he venido centenares de veces en bote a la isla —se pavoneó Jorge—. Es imposible que choque con ninguna roca. Las conozco todas. Podría hacer la travesía con los ojos cerrados.

Había solo un lugar seguro para atracar, una pequeña caleta, algo así como un puerto natural que penetraba en la arena. Aparecía rodeado de altas rocas por todos lados.

Jorge y Julián dirigieron la ligera embarcación hacia el lado oriental de la isla. Rodearon un promontorio de agudas rocas y se encontraron frente a la ensenada. Un estrecho canal de agua penetraba en la playa.

Ana se había dedicado a contemplar la isla, mientras los otros remaban. Ahí estaba, con la ruina del viejo castillo que se alzaba en su centro, en el mismo sitio de siempre. Sus derrumbadas torres se mostraban, como de costumbre, invadidas por los grajos, y la hiedra recubría las vetustas parcelas.

—¡Es un sitio encantador! —opino Ana con un suspiro. Entonces divisó la curiosa torre que ahora emergía del patio central del castillo. No había sido construida con ladrillos, sino con un material ligero y traslúcido montado en secciones, como las construcciones mecánicas de juguete.

Con toda evidencia la torre parecía haber sido preparada de antemano para montarla en un santiamén y desmontarla con la misma rapidez.

—¿No es chocante? Mirad el remate de vidrio. Parece un mirador. ¿Para que servirá? —comentó Dick. Luego, dirigiéndose a tía Fanny, preguntó—: ¿Puede subirse por el interior de la torre?

—¡Oh, ya lo creo! —contestó su tía—. Por dentro han levantado una escalera muy empinada. Es lo único que hay dentro de la torre, si se exceptúa la habitación de la cúspide. En esta hay unos extraños alambres, necesarios, al parecer, para los experimentos de vuestro tío. Creo que no tienen ninguna relación con la torre en si. Importa, sin embargo, que estén allí, pero su misión se realiza de modo automático e influye sobre las manipulaciones que el tío lleva a cabo.

Ana no podía entender nada de aquello. Le sonaba demasiado complicado.

—Me gustaría subir a la torre —dijo.

—Bien, espero que tu tío no tenga ningún inconveniente —le contestó su tía.

—¡Si no da la casualidad de que este de mal humor! —objetó Jorge.

—Jorge, no debes hablar así de tu padre —censuró tía Fanny.

El bote, entre tanto, había ya penetrado en el pequeño puerto y fue varado en la arena. Sobre la playa se divisaba otro bote. Era el de tío Quintín.

Jorge y Julián saltaron por la borda y arrastraron la barca tierra adentro, con objeto de que los demás pudieran desembarcar sin mojarse los pies. Tan pronto como bajaron a tierra,
Tim
empezó a brincar lleno de alegría, encaminándose hacia el interior de la isla.

—¡Alto,
Tim
! —ordenó Jorge. El perro regresó, con el asombro y la desesperación reflejados en sus ojos. ¿Es que su ama pensaba prohibirle que echara una mirada sobre los conejos? Solo una mirada. ¿Qué mal había en ello?

¡Allí se veía un conejo! ¡Y luego otro! Y otro más. Se mantenían erguidos sobre las patas traseras, contemplando curiosos el grupo que acababa de llegar procedente del mar. Levantaban las orejas y movían los hociquillos, mientras sus cuerpos permanecían quietos y tiesos.

—¡Oh, son tan monos como yo los recordaba! —comentó Ana, encantada—. Tía Fanny, ¿no es maravilloso? Mira aquel conejito, ahí detrás. Es todavía un bebé y ya se está lavando la cara.

En verdad que resultaba divertido el espectáculo. Se detuvieron un instante a disfrutarlo. ¡Vaya! Eran en extremo mansos y atrevidos. Se debía, sin duda, a que en la isla vivían a sus anchas, sin gente que los molestara, reproduciéndose sin tregua y campando por sus respetos.

—¡Mirad aquel! —empezó Dick. En aquel momento, la paz se vio turbada por
Tim,
que, incapaz de contentarse con mirar, había perdido el control y había saltado encima de los pacíficos conejos. En un santiamén, desaparecieron todos. Solo quedo la visión de los blancos rabitos, moviéndose arriba y abajo en la carrera conejil hacia sus madrigueras.

—¡
Tim
! —riñó Jorge, enfadada.

El pobre
Tim
bajó su rabo, volviéndose en actitud humilde hacia su ama. «¿Qué pasa? —parecía decir—. ¿Ni siquiera me está permitida una carrerita en broma detrás de los conejos? ¡Que ama más severa tengo!»

—¿Dónde está tío Quintín? —preguntó Ana, en tanto caminaban hacia el arruinado arco a que había quedado reducida la entrada del viejo castillo. A partir del arco empezaban los escalones de piedra que conducían al patio del castillo. Ahora se hallaban casi derruidos. Tía Fanny subió con gran cuidado para no tropezar. Los niños, en cambio con sus suelas de goma, saltaban de dos en dos, sin preocuparse de las irregularidades de los peldaños.

Atravesaron el zaguán en ruinas y penetraron en lo que parecía haber sido el gran patio central. En épocas remotas debió de estar todo el cubierto con grandes losas. Ahora, la mayoría aparecían cubiertas de hierbajos y arena. El castillo había tenido dos torres. La una había desaparecido por completo. La otra aún se mantenía erguida. Los cuervos y los grajos daban vueltas a su alrededor, revoloteando por encima de las cabezas de los niños y emitiendo continuos graznidos.

—Supongo que tu padre vivirá en aquella pequeña cámara que tiene dos estrechos ventanucos, de los que servían para disparar desde adentro —dijo a Jorge—. Es el único sitio del castillo que puede servirle de cobijo. Todo lo demás esta destartalado, sin techo y en ruinas, excepto esa habitación. ¿Te acuerdas de que pasamos la noche en ella?

—Si —contestó Jorge—. Fue estupendo. ¡Cuánto nos divertimos! Me imagino que es allí donde se ha metido papa. No hay sitio más resguardado a no ser en los sótanos.

—¡Bah! A nadie se le ocurriría vivir en los sótanos, si no le obligaban a ello. ¡Son tan oscuros y fríos! —exclamó Julián—. ¿Dónde estará tu padre, Jorge? No sale ni se le ve por ninguna parte.

—Mamá, ¿dónde crees tú que puede estar papá? —preguntó a su vez Jorge—. ¿Dónde tiene el laboratorio? ¿Estará en ese viejo rincón? —añadió señalando la oscura habitación de muros y techo de piedra, la única que quedaba en pie del antiguo edificio, antaño orgulloso castillo y que estaba adosada a lo que antes había sido el muro exterior.

—Pues… Confieso que no lo sé exactamente —respondió la madre—. Puede que sea ahí donde trabaje. Siempre que he venido, nos hemos encontrado abajo, en la ensenada. Nos sentábamos en la arena para comer y charlar. Me parece que no le gusta que fisgonee por su lugar de trabajo.

—¿Por qué no lo llamamos? —propuso Dick. Y todos comenzaron a gritar.

—¡Tío Quintín! ¡Tío Quintín!

Asustados, los grajos levantaron el vuelo. Un grupo de gaviotas que reposaba en uno de los muros se alboroto asimismo y revolotearon entre gritos:

—¡Eo! ¡Eo!

Y los conejos, que habían vuelto a hacer su aparición, se refugiaron de nuevo en sus madrigueras.

Pero tío Quintín no dio señales de vida. Volvieron a gritar:

—¡Tío Quintín! ¡Tío Quintín! ¿Dónde estás?

—¡Vaya alboroto que armáis! —comentó tía Fanny, tapándose los oídos—. Me figuro que hasta Juana lo habrá oído desde casa. ¡Santo Dios! Pero, ¿dónde se habrá metido vuestro tío? Yo le advertí que hoy vendríamos todos a visitarle. ¿Por qué no viene?

—No te preocupes, en alguna parte tiene que estar —le tranquilizó Julián, cariñoso—. «Si Mahoma no va a la montaña, la montaña tendrá que ir a Mahoma.» Vamos, pues, en busca de él. Lo encontraremos enfrascado en algún libro.

—Mejor será buscar primero en esta habitación oscura —propuso Ana.

Pasaron la puerta de piedra y se hallaron en una pequeña cámara oscura, con la sola iluminación de las dos aspilleras. En una de las paredes se divisaba un hueco en el espeso muro, donde había estado situada antaño una chimenea.

—Pues aquí no está —murmuró Julián, sorprendido—. Y lo que es más raro, no hay nada de nada. Ni comida, ni ropas, ni libros, ni mobiliario de ninguna especie. Esto no puede ser un taller, ni tampoco un almacén.

—Bueno, entonces tiene que estar abajo, en los sótanos —apuntó Dick—. Puede que necesite hacer su trabajo en un subterráneo y rodeado de agua a la vez. Vayamos hacia la entrada. Ya sabemos donde está, no lejos del viejo pozo que se abre en el centro del patio.

—Si, tiene que estar a la fuerza en los sótanos, ¿verdad, tía Fanny? —preguntó Ana—. ¿Bajarás con nosotros?

—No, queridos, no puedo sufrir esos subterráneos —contestó su tía—. Me sentare aquí fuera al sol, en este rincón resguardado del aire, e iré preparando los bocadillos. Ya va siendo hora de comer.

—¡De acuerdo!

Los chiquillos se encaminaron hacia la entrada de la mazmorra. Esperaban que la gran losa que la cerraba estuviese separada, con lo que se limitarían a bajar con toda tranquilidad la escalera.

Pero la piedra estaba colocada justo encima de la abertura. Julián se disponía a coger la anilla de hierro para levantarla cuando advirtió algo extraño.

—Mirad —dijo—, la hierba crece entre las junturas de la piedra. Esto quiere decir que nadie la ha levantado hace tiempo. Por lo tanto, tío Quintín no puede estar abajo.

—Entonces, ¿dónde está? —preguntó Dick.

CAPÍTULO IV

¿Dónde está el Tío Quintín?

Los cuatro, con
Tim
rondando alrededor de sus piernas quedaron estupefactos examinando la losa que cerraba el subterráneo. Julián tenía razón. La piedra no había sido levantada en el transcurso de muchos meses, porque la hierba había crecido en todo su contorno y había obturado las ranuras.

—Nadie ha bajado por aquí —afirmo Julián—. Es inútil que nos esforcemos en levantar la piedra ni que bajemos a inspeccionar. Si hubiera sido movida hace poco, toda esta hierba que hay alrededor estaría aplastada, arrancada, deshecha.

—De todos modos, sabemos que nadie puede salir de la mazmorra estando encajada la losa —observó Dick—. Es demasiado pesada. Tío Quintín no sería tan tonto como para encerrarse a sí mismo. Se habría preocupado de dejar la trampa abierta.

—Tienes razón —dijo Ana—. Por lo tanto, y puesto que no está aquí, ha de estar en cualquier otra parte.

—Pero, ¿dónde? —exclamó Jorge—. Esto no es más que un islote y conocemos uno por uno todos sus rincones. ¿No se habrá metido en la cueva que nos sirvió de escondrijo aquella vez? Es el único refugio en toda la isla.

—Claro. Tiene que estar allí —aceptó Julián—. Aunque no acabo de convencerme. No me puedo imaginar a tío Quintín metiéndose por el agujero que hay en el techo de la cueva. Y es el único camino posible para penetrar en ella, a no ser que uno se descuelgue por las rocas resbaladizas de la orilla. Tampoco le creo capaz de semejante hazaña.

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