Lugares donde se calma el dolor (53 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

El amor es quizá su tema más recurrente. Lo personificó en Fuensanta, la novia juvenil; así como en otras muchachas de rostros anónimos. «Amar a Fuensanta —escribe Octavio Paz— como mujer es traicionar la devoción que le profesa; venerarla como espíritu es olvidar que también, y sobre todo, es un cuerpo. Para que ese amor dure necesita preservar su confusión y, simultáneamente, ponerlo a salvo de su contradicción. Su amor es constante vaivén de los dos términos que lo forman. Así, no puede exponerlo a la prueba de la realidad sin exponerlo al mismo tiempo a la extinción […]. Fuensanta se vuelve un cuerpo inaccesible y su amor algo que jamás encarna en un aquí y un ahora. No se enfrenta a un amor imposible; su amor es imposible porque su esencia es ser permanente y nunca consumada posibilidad.» Fuensanta queda así, como todas esas muchachas con las que se cruza, en una suerte de limbo perpetuo, virginal, intocable, imaginario. Es una especie de madre y hermana, de santa. El poeta ensalza la castidad y en comparación con el simbolismo litúrgico, toma el amor como un vía crucis del erotismo, como su sublimación mística. López Velarde sentía aversión por el matrimonio, la paternidad y la familia, «un taller de sufrimiento, una fuente de desgracia, un vivero de infortunio». La soledad era la única manera de mantener el espíritu creador, alerta. No había que complacerse con ninguna satisfacción, había que vivir en la pura insatisfacción. Purgar el cuerpo hasta que de él surgiera el alma tras la muerte y así poder emprender la resurrección, en donde volvería a encontrarse con su amor, él mismo también purificado de las impurezas terrenales. La muerte, para López Velarde, no es un castigo o un dolor, sino el cumplimiento final para hacer posible el reencuentro amoroso, ya libre de las ataduras de la carne impura. El poeta confiesa en «Treinta y tres», uno de sus últimos poemas reunidos
en El son del corazón
, que: «La piedra pómez fuera mi amuleto». E incluso esa piedra ha de ser arrastrada «en la fatal corriente del olvido».

López Velarde además de en Jerez vivió en Zacatecas, Aguascalientes, San Luis de Potosí y Ciudad de México. En Zacatecas ingresó en el Seminario Conciliar y fue un alumno sobresaliente. A esta ciudad le dedicó estos versos. El poema se titula «La bizarra capital de mi estado»: «He de encomiar en verso sincerista / la capital bizarra / de mi estado, que es un / cielo cruel y una tierra colorada. // Una frialdad unánime / en el ambiente, y unas recatadas / señoritas con rostro de manzana, / ilustraciones prófugas / de las cajas de pasas. // Católicos de Pedro el Ermitaño / y jacobinos de época terciaria. / (Y se odian los unos a los otros / con buena fe.) // Una típica montaña /que, fingiendo un corcel que se encabrita, / al dorso lleva una capilla, alzada / al patrocinio de la Virgen. // Altas / y bajas del terreno, que son siempre / una broma pesada. // Y una catedral, y una campana / mayor que cuando suena, simultánea / con el primer clarín del primer gallo, / en las avemarías, me da lástima / que no la escuche el papa. / Porque la cristiandad entonces clama / cual si fuese su queja más urgida / la vibración metálica, / y al concurrir ese clamor concéntrico / del bronce, en el ánima del ánima, / se siente que las aguas / del bautismo nos corren por los huesos / y otra vez nos penetran y nos lavan». Fue escrito en el año 1915 e incluido en
La sangre devota
.

En Aguascalientes prosiguió sus estudios en el Seminario Conciliar de Santa María de Guadalupe, siempre con buenas calificaciones y premios. En San Luis de Potosí inició la carrera de Derecho y comenzó su actividad política. En esta localidad obtuvo el título de abogado. En el año 1912 lo presentaron como diputado suplente por Jerez, teniendo como resultado la derrota electoral. De Jerez vuelve a irse a San Luis de Potosí, enterado del asesinato de Madero. López Velarde no fue ni villista ni zapatista. A este último le dedicó un artículo demoledor en
La Nación
de México, el veintidós de julio del año 1912. A Zapata lo calificaba de «fiera» y «tipo selvático», «sus hazañas delictuosas se destacan, como un borrón sangriento, sobre la caricatura permanente de nuestros miserables sainetes políticos […]. Las proclamas de barbarie comunista…». Cuando los villistas tomaron Zacatecas y liquidaron al ejército huertista, en junio de 1914, sacrificaron al sacerdote Inocencio López Velarde, tío del poeta y quien lo había bautizado, lo que causó su indignación. Pero en ese mismo año José Juan Tablada publicaba un artículo ensalzatorio sobre la poesía del jerezano, al tiempo que era nombrado profesor interino de literatura en la Escuela Nacional Preparatoria. En todos estos años y en todas estas ciudades tuvo amores que no llegaron a buen puerto. En 1919 abrió un bufete y fue nombrado secretario particular o auxiliar del secretario de Gobernación en el gabinete del presidente Venustiano Carranza. Los avatares de la complicada y tormentosa política mexicana le complicaron la vida. De nuevo asesinado otro presidente, esta vez Carranza, López Velarde perdió su trabajo en Gobernación. Desde entonces se negó a colaborar en ningún puesto público con el gobierno de la República, pasando muchas estrecheces económicas. Siguió impartiendo sus clases y en junio del año 1921, cuatro días después de cumplir treinta y tres años, moría asfixiado por la neumonía y la pleuresía, en el departamento que ocupaba con su familia en la Avenida Jalisco, número 71, hoy Álvaro Obregón, de Ciudad de México. La edición de sus
Obras completas
fue preparada por José Luis Martínez para el Fondo de Cultura Económica.

Avenida Antártida Argentina (Buenos Aires)

Asomado en la ventana de mi habitación del Hotel Sheraton de Buenos Aires, diviso la Torre de los Ingleses en medio de una gran explanada. Más allá las estaciones de los ferrocarriles y, girando la vista hacia el sur, veo ya el Río de la Plata y las antiguas dársenas. Domingo. A primera hora de la mañana salgo a la calle, sin rumbo. El barrio se llama Retiro. Gran parte del mismo fue ganado a las aguas. Me encamino hacia ellas. Entonces me encuentro con la Avenida Antártida Argentina, que se mezcla con las antiguas vías del tren, ahora inservibles. Lo primero con lo que me topo es con un edificio amarillo. Sobre el dintel de la puerta principal, pintada de blanco, hay unas grandes letras metálicas: DNM. Bajo ellas su significado: Dirección Nacional de Migraciones. Esta puerta se encuentra cerrada, pero en un vado lateral hay otra más grande para el paso de carruajes. Un guarda la vigila. Me acerco a él. Le pregunto si el edificio sigue en uso. Me mira sorprendido y me responde: «Por supuesto». Como me ve despistado me inquiere si busco el Museo Nacional de la Inmigración. Sin pensarlo le digo que sí, y si está abierto al público, y en qué horario. Falta apenas media hora para poder visitarlo. Para que pueda invertirla en algo útil me señala el recinto por el cual entraron los viajeros e inmigrantes durante gran parte del siglo XX. Si avanzo más allá, me encontraré la dársena norte, donde tantos buques anclaron. Aún está en uso. A continuación se extiende un largo recorrido de kilómetros de lo que fue uno de los más grandes y transitados puertos de personas y mercancías. Avanzo. Contemplo la dársena. Sobre el malecón que daba paso a la aduana están dos fragatas de la armada argentina y, justo enfrente, el buque
Almirante Irizara
, que trabaja en la Antártida. Las aguas están en el más absoluto reposo y los barcos flotan inmóviles. Nadie surca sus bordas ni hay alma humana por los malecones. La dársena es perfectamente mensurable por los ojos. El silencio, la paz de la mañana no me hacen imaginar lo que pudo ser este rincón del mundo, ahora detenido en el tiempo, repleto de miles y miles de personas llegadas a diario de los más remotos confines. Sentado en un noray, testigo de tantos desgarramientos familiares, contemplo también el paisaje del nuevo desarrollo urbanístico que ha ido adquiriendo toda esta franja portuaria cuyo epicentro es Puerto Madero. Los edificios aduaneros, los grandes almacenes industriales han sido reconvertidos en comercios y restaurantes de lujo, así como muchos grandes espacios diáfanos o ferroviarios han visto crecer nuevos y modernos edificios de viviendas y oficinas. Rascacielos verticales o curvos están creando un nuevo panorama, vislumbrado mejor desde el ancho río. Los barcos de guerra me impiden contemplar la larga arcada de delgadas y esbeltas columnas de hierro. Servían como porche de recepción. Estoy en el ombligo mismo del exilio, pues qué es, la emigración si no un exilio civil. La condena de unos ciudadanos sobre otros. El exilio político causa el mismo dolor que la emigración, pero no conlleva el mismo prestigio. Las ideas ofrecen a los deportados una casa allí donde están, mientras que el hambre sólo provoca humillación. Estoy en el lugar de la ausencia de lugar. Estoy en el no lugar, en ninguna parte, en donde la memoria pierde la memoria. Miro estas aguas marrones, tan oscuras que ni siquiera llegan a reflejar mi rostro. Aguas del Leteo americano. Millones de personas renunciaron a su pasado y a su historia, lo abandonaron todo para vivir aquí una vida que no les habían dado el derecho a vivir en su país de origen. El agua de esta dársena, que a mí se me hace pequeña e insignificante, debió de ser gigantesca para quienes únicamente la tenían como horizonte. Los metros cúbicos que contiene equivaldrán a tantas lágrimas de desesperación aquí mismo vertidas. Aguas bautismales para una nueva identidad. La dársena es como un pequeño lago, como uno de aquellos lagos de los que habló Thoreau en
Walden
: «Un lago es el rasgo más bello y más expresivo del paisaje. Es el ojo de la tierra, donde el espectador, sumergiendo el suyo, sondea la profundidad de su propia naturaleza». Errancia, nomadismo, dispersión, diáspora. Y ahora sentado, pienso que aquí mismo, en el mismo acuoso ombligo del exilio, lejos de los dioses lares, en el lugar de la ausencia de lugar, en el no-lugar de ninguna parte, me encuentro con mis huellas perdidas. ¿Cómo leerlas? ¿Cómo reconocer ese lugar? Y no eres tú quien lo hace, es el mismo lugar quien te reconoce a ti como guardián de su memoria. Nieto o biznieto, vuelvo por ellos. Lo que fue para ellos un lugar de condena o incertidumbres es para mí un lugar para el recuerdo, uno de esos pocos lugares alrededor de los cuales se articulan las relaciones umbilicales entre el más allá y el presente.

Unos gritos me sacan del ensimismamiento. Veo que el guarda alza sus manos. Me indica que el tiempo ha pasado y ya puedo llevar a cabo la visita. Me levanto y desando el camino, pisando los mismos adoquines que aparecen en las fotos sepias de los forzados. Las vías muertas del tren hacen de pequeño muro. En algún momento acogen altares levantados por los propios emigrantes a sus santos o vírgenes más devotas. El guarda me presenta a la persona encargada del museo. Se disculpa por llegar un poco tarde y me invita a seguirlo por un largo pasillo. Va a dar a un gran jardín cuadrado, rodeado de edificios por todas partes menos por una, que es por donde penetramos.

El edificio de enfrente es el último hotel de inmigrantes, utilizado desde hace unos años como Museo Nacional de la Inmigración. El largo edificio colindante es la parte de atrás del desembarcadero. Los pasajeros de primera clase salían directamente a la calle tras recoger sus equipajes. Los de segunda y tercera clase comenzaban allí un vía crucis. Este inmueble, junto con otros que dan a la calle por donde entré, aún acoge un buen montón de oficinas relacionadas con el tráfico marítimo (correos, banco, policía) y la Dirección Nacional de Migraciones. Argentina, desde mediados del siglo XIX hasta casi un siglo después, promovió la inmigración para poblar un extenso país despoblado. Tras la guerra de la Independencia se promulgó una ley en donde se decía que «siendo la población el principio de la industria y el fundamento de la felicidad de los Estados, y conviniendo promoverla en estos días por todos los medios posibles, ha acordado el Gobierno expedir y publicar el siguiente decreto…».

Y para acoger esta llamada masiva de seres humanos, prepararon recintos o asilos especialmente dedicados a quienes no contaban con medios económicos suficientes para solventar los gastos de los primeros días de estadía tanto en Buenos Aires como en las ciudades del interior del país. En la calle Corrientes estuvo la primera casa que acogió a los británicos llegados desde Glasgow, en febrero de 1825, en una parte del Convento de los Recoletos. También en los terrenos de la antigua capilla de la Chacarita de los Colegiales, se alojaron alemanes y canarios. En el barrio de Palermo hubo igualmente asilos provisionales, así como en la calle Cerrito o en el barrio de San Telmo. Aunque hay dudas sobre su verdadero emplazamiento, parece ser que donde hoy está el Hotel Sheraton, en lo que se conocía como Puerto San Martín, donde estaba emplazada una antigua batería, hubo un hotel de inmigrantes. El inmueble redondo se alzó junto al antiguo cauce del río. La singularidad de su círculo se presentaba desde el río como la primera visión que los extranjeros tenían de la ciudad. De tres pisos de altura era, en realidad, un polígono de dieciséis lados. Adosado a él y de manera menos visible, se prolongaba otro edificio de traza rectangular. Con el que ahora me encuentro es el único sobreviviente. Inaugurado en el año 1911, estuvo en servicio hasta los años cincuenta. Su larga fachada es imponente. Su diseñador, el arquitecto Kronffus, era también un inmigrante. Sobre la planta baja se alzan tres pisos.

El encargado abre la puerta y me deja libre la entrada. Es un espacio inmenso, diáfano. Era el antiguo comedor y por eso aún están dispuestas varias hileras de mesas de mármol y bancos de madera. Me acerco hacia ese lugar y me siento en una esquina. El encargado me sonríe y me advierte que no son los originales, sino reproducciones. El edificio, tras perder la función para la que se levantó, fue ocupado por los militares y utilizado para otros muchos fines. El museo está totalmente desangelado. Hay muy pocos objetos. Los paneles indicativos son muy escasos en información y todo queda como flotando en tan inmensa nave. En una esquina se muestran unos maniquís con trajes regionales sicilianos. Al lado se cuelgan carteles de transatlánticos, copia de los originales. Maletas y otros bultos yacen convertidos en una improvisada instalación. Colgados de otras paredes hay grandes carteles con listas de apellidos y sus historias. Vidas y vidas de inmigrantes que, llegados al país, desarrollaron su existencia y la de sus familias, con mayor o menor éxito. Hay piezas que conforman una improvisada consulta oftalmológica al estilo de un viejo hospital de principios del siglo XX. En una pequeña sala, cuyos bancos me aseguran son de aquellos tiempos, un documental explica los pormenores de aquel acontecimiento histórico. Tras esa primera impresión, como a mí siempre me han gustado los lugares desolados, empiezo a encontrarme bien aquí.

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