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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (10 page)

—A cambio de esto, vives en el mejor de los mundos. Yo, en cambio, salgo de las cuadras para comer una bazofia y dormir en un jergón. Eso el día que no me toca vela y he de compartir mi descanso en el altillo de la cuadra acompañado por uno de los gañanes que contrata mi padre y que por lo general apestan, roncan como furias de los infiernos y sueltan unas ventosidades que hacen que el olor de las pocilgas parezca gloria bendita.

—Sí, pero por las mañanas eres libre y todo lo que ganas es para ti.

—Vaya una cosa por la otra.

Ambos amigos quedaron un instante en silencio.

—¿Sigues practicando con la honda? —preguntó Manel.

—Ahora soy capaz de abatir un vencejo o una golondrina en pleno vuelo. Practico siempre que tengo ocasión y lo hago con hondas de diferente alcance. Mi maestro me dice que parezco un auténtico hondero balear —dijo Ahmed, orgulloso.

—Algún día me mostrarás tus habilidades. Pero dime, ¿qué es lo que te ha hecho buscarme hoy?

—El agrado de hablar contigo y recordar viejos tiempos.

El otro lo observó socarrón.

—¿Me quieres hacer creer que tan sólo el placer de la conversación basta para llegarte hasta aquí?

—Bueno… hablando se tratan asuntos y uno muy importante para mí es el que me ha hecho buscarte hoy, pero sabes que siempre fuimos buenos amigos y que juntos hemos pasado grandes ratos y alguna que otra peripecia.

—Eso ya lo entiendo mejor, y sabes que siempre puedes contar conmigo, además te debo una, pues aún recuerdo el día que, bien a mi pesar, circunstancias adversas me obligaron a delatarte y sabe Dios que no lo puedo borrar de la memoria. Pero ten por cierto que soy tu amigo.

—Jamás lo he dudado… Y en cuanto a aquel triste suceso está olvidado, Manel —le aseguró Ahmed.

—Entonces deja que acabe esto y enseguida estaré contigo.

El otro se afanó unos instantes y cuando tuvo las artesas colmadas, se dirigió a Ahmed.

—Vayamos al cobertizo, donde al menos la hediondez será más soportable. ¡Aquí no huele precisamente a rosas!

Ambos amigos atravesaron el enlodado patio y se dirigieron a un sombrajo producido por cuatro palos que soportaban un trenzado de cañas y en el que, como todo mobiliario, había una mesa de rústica madera, un escabel y una silla que en tiempos había tenido cuatro patas y que en la actualidad tenía sólo tres: la cuarta había sido sustituida por un pedrusco. Los amigos se colocaron frente a frente y fue Manel el que, movido por su curiosidad, inició el diálogo.

—Bueno, Ahmed, ya me dirás en qué puedo servirte.

—¿Sigues con tu puesto en la plaza del Blat?

—Es ahí donde me gano las habichuelas. Si quieres un consejo, no trabajes jamás para tu padre. Ah, y gracias por haber dado la categoría de puesto al tablero que tengo alquilado a una payesa que viene de Les Fonts, a la que ayudo a cambio de colocar su mercancía. Bueno, pero dejemos esto y dime cuál es el mal que te atosiga para que pueda aliviarte.

—No es un mal solamente, es un sinvivir.

—No me asustes, ni andes con revueltas. Ve al grano.

Ahmed se retrajo un instante, hecho que aumentó la curiosidad de su amigo.

—¡Por tu madre, habla ya! Para eso has venido…

—El caso es que no sé cómo empezar.

—¿No querías contarme algo? Conmigo no has de andar con rodeos o sea que desembucha.

—Manel, ¿has estado alguna vez enamorado?

El otro lo miró con desconfianza.

—Ni lo he estado ni me conviene: las hembras sólo traen complicaciones. Tengo un primo al que por culpa del fornicio con la mujer de su amo le han dado de palos y se ha quedado sin trabajo. Ya sabes lo que dicen de no mezclar las habichuelas con el yacer. Para mí no hay duda: no quiero un dogal tan joven… Tiempo habrá para complicarse la vida. —Detuvo su parloteo ante la mirada perdida de su amigo—. ¿Acaso te has enamorado tú?

—No sé cómo llamar al sentimiento que me embarga, únicamente puedo decirte que me acuesto pensando en ella y me despierto de la misma manera. Si esto no es estar enamorado que baje Dios y lo vea.

—¡Uy…! Mal te veo, amigo, si no sales de eso, estás perdido.

—Es que no quiero hacer lo que dices; muy al contrario quiero buscar la forma de conocerla.

—¿Me insinúas que todavía no la conoces y estás tan atrapado en el engaño? —preguntó Manel, que no podía disimular su asombro.

—No lo puedes entender. El día que te ocurra a ti, entonces entenderás de lo que te hablo.

Manel emitió un suspiro contenido, compadeciéndose profundamente de su amigo.

—Lo siento por ti, Ahmed, pero ¿qué tengo yo que ver con este negocio?

—Tú eres la única llave que me puede abrir la puerta del paraíso.

—Explícate: antes de ser el causante de semejante sinrazón, necesito conocer detalles.

Ahmed miró a su amigo con los ojos cargados de ilusión.

—Verás Manel, la he visto dos veces en el Mercadal y en ambas ocasiones iba acompañada; la primera por una especie de dueña oronda vestida a la usanza mora que se bamboleaba como una nao y que tras pasearse por todos los puestos posibles de especieros, tejedores, carniceros, curtidores, abaceros, perfumistas y discutir, antes de comprar, con todos ellos, la hizo cargar con dos cestas inmensas. Quedé tan turbado por su belleza que ni tiempo tuve de reaccionar… Y la segunda fue el martes pasado: caminaba al costado de una silla portada por seis esclavos también de aspecto moruno. Comencé a seguirla, pero el guardián se dio cuenta y me conminó a desaparecer amenazándome con llamar al almotacén del mercado. Eso sin contar con el garrote en el que se apoyaba. Y yo, por no comprometerla, desistí.

—¿Y qué quieres que haga yo?

—Se me ocurre que como tú vas todos los días al Mercadal, tal vez me pudieras dar razón de quién es, dónde vive y en qué condición.

—Sabes que mi punto de venta está en la plaza del Blat, yo no voy al Mercadal.

—Pero sin embargo te cruzas con mucha gente —insistió Ahmed— y tal vez pudiera darse la casualidad de que alguna vez la hubieras visto.

—Pero infeliz, ¿sabes la cantidad de gente que se mueve en los aledaños del mercado? —inquirió Manel, no sin cierta sorna.

—Eres mi única esperanza, Manel. Si tú no me das razón, no sé dónde acudir. La ciudad ha crecido fuera de las murallas, mucha gente vive en las villas nuevas y yo no puedo pasarme los días yendo al mercado e indagando de un puesto al otro.

—Dime… ¿cómo vestía ella? Tal vez también a la moda arábiga, al igual que sus acompañantes…

Una lucecilla de esperanza amaneció en los ojos de Ahmed.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Veamos, ¿quieres que te ayude o no?

—Claro, Manel, ella también vestía ropas al modo mahometano.

—Tal vez me hayas dado la punta del hilo —murmuró Manel, pensativo.

—¡Habla, Manel! ¡Por tu madre!

Su amigo se regodeó un instante sintiéndose amo de la situación, echó hacia atrás su asiento y metiendo los pulgares en el cinto que sujetaba sus calzones, continuó:

—Son figuraciones mías… meras conjeturas.

—¡Explícate, por el Todopoderoso! —le rogó Ahmed.

—Al darme pormenores de las dos únicas ocasiones en que has tenido la oportunidad de verla y al describirme a sus acompañantes siempre vestidos al modo árabe, se me ocurre que tienen que ser servidores de la casa de don Marçal de Sant Jaume, cuya afición de vestir de tal guisa y vivir al modo de los infieles, desde que fue rehén del rey moro de Sevilla, es de sobra conocida y, afilando la memoria, creo haber reparado en alguna ocasión en una criadita, que es esclava, pues lleva al cuello la chapa infamante, y que ciertamente es bella.

—Manel, si me dices su nombre seré tu deudor toda mi vida.

—Creo recordar que se llama Zahira, pero ya te digo que tiene dueño.

Ahmed alzó los ojos y por unos instantes pareció sumirse en un estado de ensoñación.

Manel, dándole una palmada en la rodilla, le conminó a bajar a la tierra.

—Ahmed, regresa al mundo de los vivos y comprende que no tienes posibilidad alguna.

—¡No importa! —le rebatió el joven enamorado—. Trabajaré como un perro en lo que sea con tal de reunir lo preciso para comprarla.

—Estás completamente loco. —Manel miró a su amigo con franca conmiseración, y, meneando la cabeza, añadió—: Si esto es el amor, a mí no me interesa.

Pero a Ahmed sí le interesaba. Y mucho. Así que no perdió el tiempo. Durante varios días, a pesar del frío invernal, Ahmed había aguardado a que pasara su amada oculto tras un árbol a la vera de la vía Francisca. Las indicaciones de Manel le habían traído la luz. Si el caballero Marçal de Sant Jaume moraba en Sant Cugat del Rec, bien pudiera darse el caso de que su servidumbre se desplazara al Mercadal o a la ciudad atravesando la puerta del Castellvell. Si tenía la fortuna de toparse con Zahira y de que fuera sola, se atrevería a abordarla para poder hablar con ella durante el tiempo que durara el camino. Estaba dispuesto a dedicar todos los días que hicieran falta hasta conseguir su propósito, a pesar de las riñas de su padre y del contramaestre de la playa, si no atendía bien su trabajo. De cualquier manera todo le parecía soportable si conseguía ver a la dueña de sus pensamientos. Otros planes fraguaba su mente, caso de que fuera acompañada por aquella galera de refajos y tafetanes que ya una vez entorpeció sus propósitos. Como sabía que la mujer era proclive a detenerse en todos los puestos del Mercadal, aprovecharía cualquier descuido para deslizar en las manos de Zahira un billete esperando que surtiera efecto. A partir de ese día estaría de plantón durante una luna en el mismo sitio y a la misma hora aguardando el milagro. En esos vericuetos andaba cuando a la vuelta del camino se produjo el milagro y apareció la luz de sus sueños. La vio como a una hurí del paraíso, con su paso elástico y cimbreante como de gacela que hacía que el bulto que llevaba sobre el rodete que coronaba su cabeza se balanceara armoniosamente. Tras asegurarse de que venía sola, Ahmed saltó al camino y se instaló a su altura ajustando su paso al de la muchacha. Ella instintivamente se hizo a un lado dando un respingo.

Ahmed, intentando dominar el temblor que sacudía todo su cuerpo, aclaró:

—No te alarmes, Zahira, por favor.

La muchacha pareció salir de su sobresalto y posando sus hermosos ojos de gacela sobre el muchacho parpadeó un instante. Ahmed sintió que en su alma nacía y moría un relámpago.

—No te conozco, ¿quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?

—Tu nombre adorna mis sueños y soy tu más humilde y devoto admirador.

La muchacha miró hacia atrás con recelo.

—Si es así, te ruego que te apartes de mi camino. Si mi ama me ve hablando contigo me castigará… Además, ni siquiera te conozco.

—Me llamo Ahmed, y no pienso cejar en mi empeño. Paso en vela muchas noches desde el día que te vi en el Mercadal. Soy un servidor de la casa del muy ilustre señor Martí Barbany, ciudadano de Barcelona y uno de sus más reputados vecinos.

—¿Te refieres al naviero? —preguntó la joven, con un deje de admiración en la voz.

—Al mismo —repuso Ahmed, orgulloso.

La muchacha pareció confiarse un poco y, aunque reanudó el camino, le ordenó:

—Si quieres que hablemos ponte detrás de mí, de manera que parezca que no nos conocemos. Así podremos seguir charlando hasta que lleguemos al mercado.

A Ahmed le flaqueaban las rodillas.

—Voy donde digáis, mi señora, con tal de poder hacer el camino junto a vos —dijo, con una leve reverencia, como haría un caballero ante su dama. La joven no pudo ocultar una sonrisa antes de seguir caminando.

—Yo sirvo en la casa del caballero Marçal de Sant Jaume y cuando me envían a alguna encomienda no se me permite hablar con extraños —le dijo Zahira, sin volverse hacia él.

Ahmed, que caminaba tras de ella subyugado por el contoneo de sus caderas, se distrajo y tropezó con una rama que obstaculizaba el camino, dando con sus huesos en el polvo.

La muchacha se volvió al punto y al verlo en tan triste situación no pudo impedir una carcajada.

Ahmed se levantó de un salto, sacudió sus calzones y ganó en dos pasos la distancia perdida.

—Doy por bien empleado el leñazo —comentó el muchacho—, pues te he visto reír y ha sido como si saliera el sol.

—Eres muy zalamero y gracioso, pero tu compañía me puede crear perjuicios y causar complicaciones… Te ruego que me dejes sola.

—No pienso tal, y por mi vida te aseguro que si no me hablas, te aguardaré todos los días en el mismo lugar hasta que aceptes escucharme.

La muchacha se puso seria, y llevando su mano al cuello indicando la cadena infamante, argumentó con voz súbitamente amarga:

—¡Insensato! ¿No ves mi condición de esclava?

Ahmed, que ya se había dado cuenta del hecho, respondió:

—Eso no significa nada para mí. Si aceptas mi compañía, te juro que un día te liberaré de tu cadena.

Zahira lo miró fijamente y en el fondo de sus oscuros ojos apareció una llamita.

—¿Qué estás diciendo?

—Lo que has oído. Trabajaré sin descanso hasta que ahorre lo suficiente para poder comprarte.

La muchacha reanudó su marcha.

—Eres un insensato, aunque debo reconocer que sabes cómo hablarle a una muchacha.

—Tómame por un charlatán si lo prefieres —insistió Ahmed—, pero te juro que a partir de hoy mismo todos los dineros que pueda reunir los guardaré para conseguir tu liberación. Una única cosa te pido mientras tanto.

La joven se había vuelto a detener y esta vez lo miraba a los ojos con curiosidad.

—Dime…

—Que me digas qué días vas al mercado y que acordemos la forma de encontrarnos. Así, a medida que vayamos charlando, podrás conocerme mejor.

Zahira meditó unos instantes.

—Está bien —cedió—, acércate los lunes al puesto de flores que hay junto a la primera columna de los soportales y pregunta por Margarida. Cuando tenga que decirte algo, ella será la intermediaria.

Y dicho esto la joven, presa de una súbita oleada de rubor, aceleró el paso, dejando atrás a un Ahmed que creía estar flotando en las nubes.

Y flotando seguía ahora, varios meses después, ya que el embeleso del inicio se había ido convirtiendo, a medida que pasaban las semanas, en un amor puro y sin condiciones. Un amor inocente y tierno del que fueron asombradas testigos dos jovencitas que, escondidas tras un recodo del camino, vieron cómo Ahmed y Zahira se sentaban y, mirándose a los ojos, cuchicheaban secretos de enamorados.

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