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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (3 page)

Pero el mismo Dios que tan generoso había sido con él en asuntos de dinero se había mostrado inclemente con su vida amorosa. Primero fue Laia, su primer amor, la muchacha que enloqueció de dolor por la perfidia de su malvado padrastro, el consejero condal Bernat Montcusí, y terminó arrojándose desde una torre al vacío dejando, con su muerte, a Martí sumido en el desconsuelo. Y ahora Ruth, la benjamina de su buen amigo Baruj Benvenist, la joven judía que había renunciado a su religión y le había dado una hija, se debatía entre la vida y la muerte en el cuarto contiguo… El ruido de la puerta interrumpió sus meditaciones, y tanto el sacerdote como Martí se volvieron hacia ella. El físico Harush, con las mangas de su hopalanda todavía ensangrentadas y el rostro cariacontecido, musitó:

—Señor, ha sido inútil, nada he podido hacer.

Martí miró al físico con ojos vacuos.

—¿Qué queréis decir?

El silencio fue lo suficientemente expresivo, luego la frase cayó como una lápida.

—He llegado tarde. Apenas extraída la criatura vuestra esposa ha fallecido.

La expresión de Martí obligó al físico a proseguir.

—Era un niño, pero únicamente ha sobrevivido unos instantes.

Martí se abrazó a Eudald; parecía a punto de romper en sollozos, pero se soltó enseguida y se encaminó, con pasos precipitados, a la estancia donde yacía Ruth. Sus manos se crisparon sobre los pies de la gran cama y observó el cuerpo de su esposa cubierto únicamente por un lienzo a modo de sudario. El sacerdote y el físico le siguieron, aunque permanecieron a unos pasos de distancia del lecho. Martí miró fijamente aquel cuerpo que tanto había amado, ahora sin vida, y habló con una voz que el clérigo desconocía y que parecía venir de muy lejos.

—Eudald, el de arriba me ha vuelto a robar. Esta vez, a Ruth y a mi heredero.

—Martí, hijo mío, los designios del Señor son inescrutables.

Martí negó con la cabeza.

—Ya basta. Juro solemnemente por la sagrada Biblia que jamás volveré a tomar de nuevo esposa, ni volveré a yacer con mujer alguna. No daré otra oportunidad a Dios para que me la vuelva a robar.

—Estáis fuera de vos; en estas circunstancias ningún juramento tiene validez.

—El último que le hice a mi mujer de enterrarla como judía y el que ahora he pronunciado valdrán para siempre.

Luego, una respiración convulsa comenzó a agitar su pecho y cayendo de rodillas su voz se trocó en un lamento sordo, como de bestia herida, que rasgó la noche.

Nadie se percató en ese momento de la presencia de una niñita que, con expresión asustada, contemplaba la escena desde la puerta. Unos instantes después el padre Llobet vio a la pequeña Marta y, cogiéndola de la mano, la sacó de aquel cuarto convertido en mortuorio. Los ojos de la niña, llenos de preguntas, expresaban una inquietud infinita.

2

El palacio condal

Desde la muerte de su eterna rival, Ermesenda de Carcasona, abuela de su esposo, que tan enérgica batalla le había presentado, la condesa Almodis enseñoreaba los condados de Barcelona, Osona y Gerona sin oposición alguna, y en justicia había que reconocer que mediante sus obras de caridad, sus generosas aportaciones a los conventos y su indiscutible talento de gobernante, se había ganado el afecto de los súbditos. Sin embargo, la condesa no olvidaba los azarosos tiempos pasados. Aunque no era una de esas mujeres que viven de recuerdos, a veces, cuando estaba a solas en sus aposentos, gustaba de evocar aquella tormentosa época. Sonreía al pensar en su valor al abandonar a su entonces esposo, Ponce de Tolosa, llevada por la irrefrenable pasión que le había inspirado Ramón Berenguer, el conde de Barcelona. Nunca, ni en los peores momentos, se había arrepentido de ello, aunque sin duda había pagado caro aquel atrevimiento… ¡Maldita Ermesenda! La abuela del conde había solicitado incluso la excomunión de la «concubina de su nieto», como ella la llamaba, y había visitado hasta al mismísimo Papa para conseguirla. Pero el tiempo había ido poniendo las cosas en su sitio: si su llegada a la corte había sido precedida por el escándalo, ahora, once años después, gozaba del respeto de su pueblo. Dios la había bendecido con dos hijos y dos hijas, con el amor de su esposo y el cariño de la gente… Y se había llevado a Ermesenda a la tumba. Que el Señor la tuviera en su gloria.

Aquella mañana, en la intimidad de su recoleto saloncito, Almodis departía con su primera dama, la fiel Lionor de la Boesie, venida con ella desde la lejana Tolosa en aquel su dramático viaje; con doña Bárbara de Ortigosa y doña Brígida de Amalfi, las dos damas de noble familia que su esposo había seleccionado para formar su círculo íntimo, y con Delfín, el enano jorobado compañero asimismo de sus primeros pasos en la Marca y dotado de aquella rara facultad de nigromante. Delfín había sido su fiel amigo y consejero desde que era una muchacha, y aunque solía irritarla con su descaro, su fidelidad era incuestionable.

La sala, que en tiempos había sido un oratorio, era el centro de su vida. El boato del gran salón no cuadraba con sus gustos, y pieza a pieza había ido reuniendo cuantos objetos y curiosidades pudieran complacer su cultivado espíritu en aquel selecto reducto. Desde su sillón balancín a su vieja rueca, pasando por su colección de instrumentos musicales entre los que destacaba una flauta con incrustaciones de nácar, un salterio de palo de rosa regalo del abad de Ripoll y sobre todo una cítara que tañía con esmero su primera dama, doña Lionor. Todo coadyuvaba a hacer más grata su estancia en el palacio condal.

—Señora, creo que os sobrepasáis al tomar tantas responsabilidades. Más os convendría emplear vuestro tiempo en tareas más gratas y dejar por ejemplo que sean los clérigos de la Pia Almoina los que se dediquen a repartir la sopa de los pobres.

La que así había hablado era doña Lionor, que, quizá junto con Delfín, fuera la única persona que se atrevía a opinar sobre las actividades de su condesa.

—Lionor, os puedo asegurar que mi mayor castigo es la inactividad. Pensad que cuando se acaba una tarea importante siento duelo hasta que no hallo otra empresa que me estimule. Las obras de la catedral o la traída de aguas a Barcelona, más que trabajos han sido para mí motivos de vida.

Doña Brígida intervino mientras con la punta de su pie derecho impulsaba la rueca donde se devanaba un ovillo de lana.

—Entre poco y mucho, señora, está la virtud. Son muchas las personas que no son capaces de seguir vuestra agitación y sufren por complaceros.

—¿Acaso os contáis entre ellas, doña Brígida? —inquirió Almodis, con voz afilada.

—Yo no, señora, pero es famoso vuestro ánimo y es difícil seguir vuestro caminar —se justificó la dama.

Un silencio se hizo ante la respuesta de la dama que había entendido el leve reproche que subyacía al tono de su señora.

Doña Lionor acudió en su ayuda.

—Doña Brígida se ha referido sin duda a vuestro indomable espíritu. Vuestra historia avala los hechos. Decidme qué dama, condesa, u otra mujer de igual rango que hayáis conocido, es capaz de emular vuestras iniciativas.

El halago ablandó a la condesa, poco acostumbrada a soportar censuras de nadie, aunque fueran encubiertas.

El diálogo quedó en un punto muerto y ante un leve alzamiento de las cejas de doña Lionor intervino doña Bárbara para cambiar de tema.

—Y dime, Delfín, ¿qué se comenta por los mentideros del mercado?

El enano, que vestía ropón de colores vivos, disfrutaba sobremanera siendo el centro de atención de la pequeña corte, así que procuraba estar al corriente de los últimos sucesos para atraer el interés de su ama.

—Bueno, los comentarios esta vez se refieren a la muerte de sobreparto de la esposa de Martí Barbany, que asimismo perdió al hijo que llevaba dentro, por cierto varón y por tanto heredero de sus riquezas. La llegada de la muerte siempre merece comentario, pero cuando la difunta es personaje de calidad y pierde la vida a una edad temprana, el pueblo siempre se recrea en ello. A las comadres les fascinan los fallecimientos trágicos.

La condesa detuvo su labor.

—¿Me estás diciendo que la esposa de Barbany ha muerto?

—Eso he dicho, señora.

—Y ¿cómo nadie me ha advertido?

—Creí que el padre Llobet os lo habría dicho —repuso Delfín.

—Hace tres días que no le veo.

—Tal vez ése sea el motivo —intervino Lionor.

—O tal vez no lo haya creído de suficiente interés para interrumpir vuestras infinitas labores —repuso doña Brígida, vengándose así de manera indirecta de la anterior repulsa.

—Jamás olvido a aquellas personas que en alguna ocasión me mostraron su afecto. Siempre he sentido una especial predilección por tan buen ciudadano, al que tanto le debe el condado. Un hombre que ya padeció una gran pérdida… Y ahora esto. —La condesa evocó entonces la siniestra imagen de Bernat Montcusí, aquel que había sido consejero de su esposo y cuya lascivia y crueldad se habían cobrado la vida de la inocente Laia, el amor de juventud de Martí Barbany.

—Es muy duro quedarse viudo a esta edad —comentó doña Brígida.

—Peor es no haber conocido varón —apostilló el enano.

—¡Eres un impertinente despreciable!

Doña Bárbara de Ortigosa terció para aliviar la tensión.

—De todas formas creo recordar que tiene una niñita de cuatro o cinco años que será sin duda su paño de lágrimas.

El ruido de los bolillos de las damas llenó el silencio. Luego la voz de la condesa se hizo presente.

—Quiero mostrarle mis condolencias. Lionor, que alguien me traiga mi recado de escribir y llamad a un amanuense.

3

Martí

A pesar de los meses transcurridos, Martí Barbany no salía de su duelo. La servidumbre estaba harto preocupada y no sabía qué hacer ni a quién recurrir ante la postración y el silencio de su amo. Durante el día permanecía bajo los soportales de la galería del último piso y por las noches el resonar de sus pasos en su
scriptorium
era el único eco que se percibía en los habitáculos dedicados al servicio de la casa. De cuando en cuando se asomaba al cuarto donde dormía su hija Marta, la observaba en silencio y luego se retiraba a sus habitaciones. Era tal su abandono que una barba que comenzaba a ser poblada y salpicada de algunas canas se iba adueñando día a día de su rostro. Sus ojos, cuando Andreu Codina u Omar, el fiel liberto, se dirigían a él, miraban sin ver y respondía a sus preguntas con monosílabos. Durante sus inútiles caminatas, la mente de Martí elucubraba errante de una situación a otra atropelladamente, rumiando los dolientes sucesos que habían ido jalonando su triste vida sentimental. Se le aparecía la imagen desvaída de Laia, su primer amor, muerta en terribles circunstancias y las luchas que tuvo que librar para que la enterraran en sagrado, pues los suicidas tenían prohibida la inhumación en cementerio de cristianos; recordaba la ayuda que representó para él el testimonio de su buen amigo y consejero, el padre Llobet. Se le aparecía asimismo el atormentado rostro de su madre como queriendo decirle algo.

Y ahora las pérdidas irreparables de Ruth, su bella esposa judía, y de su hijito, el tan ansiado y futuro heredero.

Sólo una única actividad se había permitido: entre sus empleados buscó los más capaces; los encontró entre sus hombres del mar y entre aquellos otros que le ayudaron a levantar sus molinos: picapedreros, carpinteros, yeseros, tallistas. Al fondo del huerto hizo levantar una capilla al gusto de la época; sobre su entrada y bajo un rosetón policromado puso una cruz de piedra; en su interior, en el centro, instaló un sarcófago del mejor mármol de sus canteras y en él despositó el ataúd que contenía el cuerpo embalsamado de Ruth. Posteriormente, de entre sus hombres de forja, escogió a un judío de toda confianza que trabajaba el hierro cual si fuera cera y le encargó una estrella de David, un candelabro de siete brazos y una cerradura de tres muelles con una única llave. Los dos primeros los hizo colocar respectivamente sobre la losa que cubría el sepulcro y en su frontal, y la cerradura en la gruesa puerta de roble para ocultar a todos su interior. Una vez realizada la obra, siguió con sus paseos solitarios bajo los soportales de la terraza y con sus silencios infinitos.

Esa tarde de invierno, unos golpes secos y autoritarios dados en la puerta de su gabinete reclamaron su atención. Una voz inconfundible exigió más que demandó audiencia.

—¡Abrid esa maldita puerta y dejad que os vea!

Con paso lento y vacilante, Martí se dirigió a la puerta y la abrió. Ambos hombres se quedaron frente a frente. El clérigo acusaba el paso del tiempo, pero todavía conservaba la energía que le había hecho ser en su juventud un esforzado guerrero. Su inmensa estatura comenzaba a mostrar signos de abatimiento y su espalda, a la vez que se encorvaba, padecía frecuentes dolores, consecuencia de las viejas heridas sufridas en combate, pero su vivo genio seguía siendo el mismo y el único apoyo que se permitía era el de su nudoso bastón.

Quería como a un hijo a Martí y en los últimos tiempos su triste estampa le producía una congoja indescriptible. Sin embargo, ese día, al ver su pálido semblante, se apiadó de él y dulcificó el tono apremiante con que había iniciado su visita.

—¿Qué es lo que ocurre, Martí?

—Bien hallado, Eudald, siempre me reconforta veros, pero creedme que en estos momentos lo que quiero es estar solo.

—¡Dejaos de pamplinas! —repuso el hombre de Dios, perdiendo los estribos de nuevo—. ¿Puedo pasar o debo reñiros desde el umbral?

Martí le invitó a entrar con un gesto.

—Venid, sentémonos junto al ventanal.

Ambos se acomodaron. Tras un corto silencio, el clérigo comenzó el diálogo.

—Martí, aún sois joven. Conozco mejor que nadie el rigor de vuestras desdichas, pero debéis reaccionar… Hace ya meses que se nos fue Ruth y no hacéis nada por reponeros: no es sano regodearse en el dolor. Ruth se avergonzaría de vos —insistió el sacerdote, bajando la voz—. No podéis enterraros en vida: vuestra hija Marta os necesita, y el sacrificio de su madre habrá sido en vano si no retomáis el timón de esta casa. Son demasiadas las personas que dependen de vos.

—Por favor, Eudald, dejad que la soledad me envuelva —musitó Martí con voz ronca—. Tengo gentes que cuidan de mi hija y de mis negocios; el dinero viene a mí casi sin buscarlo, y, por cierto, he descubierto que de nada sirve en casos extremos. He de confesaros, sin que por ello me acuséis de desesperanza, que esta vida me parece un muladar.

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