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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (54 page)

Delfín se revolvió furioso.

—¡Callaos y dedicaos a lo vuestro, que es hacer encaje de bolillos! He sido la cabeza pensante de nuestra ama desde los tiempos lejanos de Tolosa, y ahora pretendéis invadir mi territorio con consejos imprudentes.

—Haya paz —intervino la condesa—, lo que pretendo es que mi gente permanezca unida. Dime, Delfín, ¿dónde ves el peligro, rodeada como estaré de mis hombres de confianza y de mi guardia personal?

—Las desgracias se desencadenan en un instante, señora, ¿quién os asegura que él no pueda llegar a vos?

—Ya he previsto esta contingencia —rebatió Almodis—. A partir del primer día del próximo mes, nadie podrá entrar en mis aposentos llevando armas. Lo haré de esta guisa para no hacer distingos; no quiero que piense que únicamente es él quien ha de entrar desarmado.

—Hace mucho que no tenía un pálpito tan claro. Hace tres noches que no puedo conciliar el sueño, algo me dice que vienen tiempos terribles.

Doña Lionor intervino:

—Puede que a mí me corresponda únicamente hacer encaje de bolillos pero lo que a ti te ocurre es que te estás volviendo un viejo quisquilloso.

Ambas damas esperaban que Delfin reaccionara con uno de sus ofensivos comentarios, pero éste se quedó en silencio, con la mirada perdida. Finalmente saltó del escabel y, antes de abandonar la estancia, dijo a su ama, que le observaba desazonada:

—Ya os he advertido, señora.

Como todas las mañanas de lunes, jueves y viernes, el primer senescal Gualbert Amat, rodeado de escuderos, convocaba a los jóvenes de las casas nobles que habían obtenido la distinción de formarse en palacio para practicar y adiestrarse en el difícil y sin embargo honroso oficio de las armas. Las clases comenzaban extramuros; en la gran explanada del Borne montaban a caballo y ensayaban las distintas habilidades que deberían adornar a un caballero: prácticas con el estafermo, justas con lanza y adarga… en fin, todas aquellas habilidades para enfrentarse al enemigo en un campo de batalla. Luego, a media mañana, se acudía a la sala de armas de palacio. Era ésta una estancia alargada, ornadas sus paredes con panoplias de diversas armas antiguas y cercados ambos laterales por sendas hileras de tres gradas donde se sentaban los familiares que iban a ver justar a sus retoños. En los extremos del salón sendas piezas servían para que mozos y escuderos atendieran a los requerimientos de los bisoños guerreros.

Aquella actividad era la que más placía a Bertran. El manejo de las armas, el duro aprendizaje, el hecho de medirse a los demás muchachos, le encendía la sangre y le hacía soñar con futuras hazañas frente a la turba morisca que amenazaba la frontera sur del condado de Barcelona.

El senescal había comentado en diversas ocasiones que aquel muchacho sería, con el paso del tiempo, un gran guerrero. Era, sin duda, el más distinguido de su grupo y en muchas ocasiones Gualbert era el único que podía actuar como auténtico oponente del joven. En los extremos de la larga alfombra extendida se hallaban las marcas tras de las cuales se debía detener la liza. Aquella mañana el mismísimo conde había acudido rodeado de nobles cuyos hijos se educaban allí, para ver las acciones de los jóvenes; cinco parejas de muchachos se habían enfrentado con diversa fortuna. Las campanas de las iglesias tocaban el Ángelus y las luchas se detuvieron cuando el conde Ramón Berenguer se puso en pie y, destocándose y persignándose, rezó la oración del mediodía.

El conde llamó al senescal. Gualbert Amat se presentó al instante a los pies de la primera grada.

—¿Qué deseáis, señor?

—He venido a ver justar a ese muchacho de quien tantas veces me habéis hablado… Todos en palacio comentan su destreza y no me gustaría irme sin presenciar una muestra de su talento.

—Desde luego que no, señor —dijo respetuosamente el senescal—, si ése es vuestro interés. Y para que presenciéis un asalto igualado, voy a vestirme para darle la réplica.

—¿Tal es su destreza que no halláis otro alumno que se enfrente a él en igualdad de condiciones? —se extrañó el conde.

—Señor, lo que pretendo es que podáis disfrutar de una auténtica liza y a sus escasos dieciséis años me cuesta encontrar un contrincante de su nivel. Es realmente muy bueno.

La voz de Cap d'Estopes se oyó desde atrás.

—Ya os lo dije, padre. Cuando llegue el momento me gustaría hacerle mi alférez.

Ya se retiraba el senescal para equiparse debidamente cuando desde la última grada sonó, celosa e irritada, la voz de Berenguer, quien hacía tiempo que tenía entre ceja y ceja al «mozalbete» de Cardona, como él lo llamaba.

—Estáis ya muy mayor, senescal. Si a mi padre le place, no tengo inconveniente en vestirme yo para dar la réplica a ese portento de la naturaleza.

El viejo conde volvió la cabeza hacia su otro hijo y respondió irónico:

—No solamente lo autorizo, sino que me va a placer en grado sumo. Hace tiempo que no te veo justar, Berenguer, y según se me ha dicho, la sala de armas no es precisamente lugar que frecuentes a menudo.

En tanto descendía de la grada, Berenguer replicó:

—Decidme, padre, cuál de mis manos queréis que use para el envite. Para enfrentarme a un mozuelo ambicioso no creo necesario esforzarme en demasía.

—No os lo toméis a broma, señor —advirtió el senescal—. Si así lo hacéis, podréis tener dificultades.

—Me voy a preparar en el rojo —dijo Berenguer, refiriéndose a uno de los dos compartimientos y sin molestarse en responder a la advertencia del senescal—. Que él lo haga en el azul.

—Lo que digáis, y si os parece bien os enfrentaréis con adarga pequeña y espada de combate con filo mellado y punta roma.

Berenguer, en tanto se iba despojando de la casaca y de espaldas, respondió:

—Si queréis puedo hacerlo con una tapa de cazuela y un cucharón.

Algún que otro noble sonrió divertido ante el jocoso e hiriente comentario.

—Si me excusáis, señor, voy a decir al muchacho que se prepare.

Estaba Bertran en el punto de retirarse cuando el senescal entró a darle la noticia de que el conde deseaba verle justar y que su contrincante iba a ser el hijo del conde, Berenguer.

Al primer instante una expresión de sorpresa asomó a los ojos del muchacho. Luego, lentamente, a medida que su mente iba asimilando la noticia, su mirada se oscureció. La voz del senescal llegaba lejana a sus oídos en tanto a su cabeza acudían negros pensamientos: nada podía causarle mayor placer que ajustarle las cuentas al hijo del conde delante de su propio padre. No sólo por dejar en buen lugar su casa y su estirpe, sino porque había observado el atrevimiento que aquel maldito Berenguer demostraba al tratar a quien ya consideraba algo más que una buena amiga.

—Ocuparás el extremo azul —le instruyó el senescal—. Las armas serán adarga pequeña y espada de filo mellado y punta roma. Vístete con gambax, loriga de cuero y discos metálicos; ambos usaréis capacete, guanteletes y brafoneras.

—¿Acaso voy a la guerra, señor?

—No vas a la guerra, pero temo que el hijo del conde quiera lucirse delante de su padre.

Entonces el senescal, dirigiéndose a un muchacho que estaba acabando de vestirse, le ordenó:

—Sigeric, ayuda a Bertran en este envite, sírvele de escudero.

—Al instante, señor senescal, será un gran honor.

El joven, en tanto Gualbert Amat regresaba a la sala y se situaba en la tarima del juez, frente a la grada, se dispuso a ayudar a Bertran en el complicado ritual de colocarse todos los aditamentos necesarios para la ocasión. Le ayudó a pasarse el acolchado gambax por la cabeza, le colocó encima la loriga de malla y sobre las piernas le puso las brafoneras y se las ajustó por detrás con las correas de cuero y las correspondientes hebillas. Luego le ayudó a ponerse los guanteletes y le entregó el capacete de cuero reforzado con placas metálicas. Finalmente, descolgó del armario una adarga pequeña y la espada roma requerida por el senescal y se la entregó.

—¡Buena suerte, Bertran!

El de Cardona tenía la cabeza en otro lugar; respondió con un distraído gesto y se dirigió, apartando la cortina, al extremo azul de la alfombra. Berenguer ya estaba aguardando en el rojo.

A la orden del senescal, avanzaron ambos contendientes hasta el centro; allí Gualbert Amat expuso las normas del combate, en cuanto a las formas de atacar y defenderse prohibió los golpes con la espada plana y recordó a ambos que cuando sonara el pequeño gong que tenía sobre la mesa, debían detener el asalto. Ambos contendientes se observaron antes de retirarse hasta ocupar su lugar en el extremo de la alfombra. Bertran pudo ver que su contrincante llevaba anudado al cuello, cerrando el gambax, un pañuelo de seda azul cobalto. En la mirada de Berenguer había envidia y celos; en la de Bertran, la firme decisión de salvar aquel trance con honorabilidad. El barullo y los comentarios fueron cesando poco a poco. El juez dio comienzo al combate.

Berenguer poseía una gran fortaleza física. Por hábito acostumbraba a tantear a su rival; lo hacía sin prisa y súbitamente desencadenaba un violento ataque; Bertran lo había visto justar infinidad de veces. Cuando el otro lanzó su acometida, el muchacho lo esperaba. Paró sin dificultad con su adarga el violento golpe de la espada de Berenguer y comenzó a retroceder dando a entender que entregaba la iniciativa a su oponente. Comenzaron a cambiar estocadas y golpes; Bertran detenía diestramente cuantos mandobles le enviaba Berenguer, que comenzó a ponerse nervioso. Súbitamente, Bertran amagó a la izquierda del escudo de su contrario; éste lo elevó al encuentro de la espada del muchacho y al hacerlo dejó al descubierto su costado; Bertran, pasando su espada por debajo de la adarga, tocó claramente con la punta roma de su arma la parte superior de la loriga despertando con su acción un murmullo de admiración en las gradas, que encorajinó a Berenguer, el cual lanzó como réplica un desordenado ataque que Bertran desbarató sin perder la compostura. Berenguer estaba más al descubierto que nunca. Al intentar colocarse en modo ventajoso, su pie izquierdo salió de la alfombra y recibió una amonestación del senescal. El hecho acabó con su concentración. Entonces, alocadamente y sin tener en cuenta las reglas de los caballeros, intentó arrollar al de Cardona haciéndole retroceder hasta la raya que marcaba la zona neutra marcada de azul. Como era obligado, la voz del juez detuvo el combate. Pero Bertran, cuando ya iba a ponerse en línea bajando la adarga y la espada, intuyó más que vio que Berenguer, sin respetar la pausa marcada, le atacaba violentamente. El juez gritó dos veces.

—¿Qué pasa, muchachito? —murmuró Berenguer en tono irónico—. Eres tan cobarde como todos los de Cardona, más hábiles con las rosas que con las armas…

Sólo Bertran pudo oírlo, y retrocedió arrebolado, furioso. Su corazón amenazaba con estallarle en el pecho y le temblaban las piernas a su pesar. Cuando el senescal dio la señal de reiniciar el combate, Bertran inició un ataque en el que iba implícita su furia, su rabia y la sensación de que con él, lavaba la afrenta contra su casa. Berenguer apenas podía cubrirse y no tuvo más remedio que retroceder anonadado por aquel aluvión de golpes, y llegando al fin de la alfombra casi trastabillando, cayó de espaldas en la zona roja. Allí Bertran detuvo el ataque oyendo en la lejanía la voz del juez y alguna que otra risa contenida.

Bertran se retiraba al centro dando la espalda a su rival cuando la mirada del senescal y su gesto yendo hacia él, le avisaron de que algo estaba a punto de ocurrir. Berenguer se había puesto en pie con dificultad e intentaba atacarlo por la espalda. El senescal se puso entre ambos para impedirlo, la gente de la grada se levantó como un solo hombre y un abucheo sordo se fue levantando en el ambiente en tanto los pies golpeaban insistentemente los escalones de madera. La mirada del conde era un poema y sin decir palabra se retiró de la sala precipitadamente, rojo de indignación y acompañado de sus caballeros. Cap d'Estopes, que salía en último lugar, se acercó a Bertran afectuosamente y colocándole la mano sobre el hombro le interrogó.

—¿Te ha lastimado este insensato?

—No ha sido nada, señor. Supongo que en una batalla cabe la posibilidad de que te acometan por la espalda.

—Tal vez en una batalla, pero no en la sala de armas de palacio y en una justa que se sobrentiende es entre caballeros.

Esto último lo dijo en alta voz y mirando a su hermano.

Éste, en tanto se retiraba el capacete, dándose por aludido, respondió:

—Por lo visto eres el ama de cría de este mequetrefe.

—Éste al que llamas mequetrefe tiene más honor en su meñique que tú en todo el cuerpo. ¡Eres una basura! En verdad, lamento que seas mi hermano.

67

La arribada

El
Sant Tomeu
era uno de los navíos más rápidos de la flota de Martí Barbany. Con una eslora de treinta metros y veintidós bancos de tres remeros en dos filas ayudados por una gran vela latina en el palo mayor y un foque en el trinquete y con poca carga en la bodega, alcanzaba una velocidad muy satisfactoria. La mar les fue favorable y en dos semanas alcanzaron las costas de Sicilia sin otro percance que la rotura del brazo del timón, que fue reparado sobre la marcha. El capitán Munt tuvo buen cuidado de que el grupo de galeotes estuviera bien alimentado para aquella señalada ocasión y además organizó los turnos de manera que descansara uno de cada dos durante toda la travesía. El viaje fue para Ahmed una experiencia inolvidable, que le recordó unos tiempos en que su vida estaba llena de esperanzas y no de aquella tristeza que le embargaba el alma. Y una alegría indescriptible les invadió a ambos cuando el vigía oteó en el horizonte y anclado en la rada de Mesina entre otras naves vieron la silueta inconfundible del más hermoso barco del Mare Nostrum: el
Santa Marta
.

Al mediodía el
Sant Tomeu
abarloaba junto al buque insignia de la flota de Martí Barbany en tanto que desde las respectivas barandas los hombres se saludaban alborozados y cambiaban impresiones.

Luego, nada más pasar al otro barco, Felet se encerró con Martí y con Manipoulos en el camarote de popa y en tanto Ahmed se ocupaba de controlar el traslado de la delicada mercancía de un barco a otro, los tres hombres tuvieron un largo conciliábulo y en una minuciosa explicación Felet les puso al corriente, con pelos y señales, del milagro obtenido con el fuego griego, e informó a Martí del triste fallecimiento de Omar, el padre de Ahmed.

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