Muchas vidas, muchos maestros (9 page)

La respuesta vino en la voz profunda del Maestro poeta. Me incliné hacia delante.

—Estás haciendo lo correcto. Pero es para ti, no para ella.

Una vez más, el mensaje sugería que todo eso era más en mi beneficio que en el de Catherine.

—¿Para mí?

—Sí. Lo que decimos es para ti.

No sólo se refería a Catherine en tercera persona, sino que decía «nosotros». Había, en verdad, varios Espíritus Maestros presentes.

—¿Puedo preguntar vuestros nombres? —inquirí. Inmediatamente hice una mueca de disgusto ante lo mundano de mi pregunta —. Necesito guía. Tengo mucho que aprender.

La respuesta fue un poema de amor, un poema sobre mi vida y mi muerte. La voz era suave y tierna. Sentí la amorosa objetividad de un espíritu universal. Lo escuché, sobrecogido.

—Serás guiado... a su debido tiempo. Serás guiado a su debido tiempo. Cuando hayas cumplido lo que se te envió a cumplir, entonces tu vida tendrá fin. Pero no antes de entonces. Tienes mucho tiempo por delante... mucho tiempo.

Me sentía a un tiempo ansioso y aliviado. Me alegraba de que él no fuera más específico. Catherine se estaba inquietando. Habló en un débil susurro.

—Caigo..., caigo..., trato de hallar mi vida..., caigo.

Suspiró. Yo hice lo mismo. Los Maestros se habían ido.

Medité sobre los milagrosos mensajes, mensajes muy personales de fuentes muy espirituales. Las implicaciones eran abrumadoras. La luz después de la muerte y la vida después de la muerte; nuestra elección del momento de nacer y del momento de morir; la guía segura e infalible de los Maestros; vidas medidas por lecciones aprendidas y tareas completadas, no por años; caridad, esperanza, fe y amor; hacer sin expectativas de recompensa: ese conocimiento era para mí. Pero ¿con qué finalidad? ¿Qué se me había enviado a cumplir?

Los impresionantes mensajes y los acontecimientos que se precipitaban sobre mí en el consultorio correspondían a profundos cambios en mi vida personal y familiar. La transformación fue deslizándose gradualmente en mi conciencia.

Por ejemplo: un día en que llevaba a mi hijo a un partido de béisbol del colegio nos vimos atrapados en un enorme atasco de circulación. Siempre me han fastidiado esos atascos; y en esa ocasión íbamos a perdernos, además, uno o dos innings. Sin embargo, caí en la cuenta de que no estaba fastidiado. No proyectaba la culpa en algún conductor incompetente. Mantenía relajados el cuello y los hombros. No descargaba la irritación contra mi hijo. Pasamos el rato conversando. Comprendí que sólo quería pasar una alegre tarde con Jordán, presenciando un juego del que ambos disfrutábamos. La meta de la tarde era pasar un rato juntos. Si yo me hubiera molestado y enfurecido, la salida se habría estropeado.

Cuando miraba a mis hijos y a mi esposa, me preguntaba si habíamos estado juntos anteriormente. ¿Acaso habíamos elegido compartir las pruebas, las tragedias y las alegrías de esta vida? ¿Carecíamos de edad? Sentía hacia ellos un gran amor, una gran ternura. Comprendí que sus defectos eran cosas sin importancia. En realidad, no tienen tanta importancia.

El amor sí.

Hasta me descubrí pasando por alto mis propios defectos por los mismos motivos. No tenía por qué tratar de ser perfecto ni de controlarlo siempre todo. No tenía necesidad de impresionar a nadie.

Me alegraba mucho poder compartir esta experiencia con Carole. Con frecuencia conversábamos después de cenar, ordenando mis sentimientos y reacciones ante las sesiones con Catherine. Carole tiene una mente analítica y tiene una buena base de conocimientos. Conocía mi fuerte necesidad de realizar esa experiencia con Catherine de manera cuidadosa y científica; entonces desempeñaba el papel de abogado del diablo, para ayudarme a analizar la información con objetividad.

A medida que aumentaban las evidencias críticas de que Catherine estaba, en efecto, revelando grandes verdades, Carole sentía y compartía mis aprensiones y mis alegrías.

7

Una semana después, cuando Catherine llegó para su próxima sesión, yo estaba listo para poner la grabación del increíble diálogo mantenido en la anterior. Después de todo, ella me estaba proporcionando poesía celestial, además de recuerdos de vidas pasadas. Le dije que me había relatado informaciones de experiencias vividas después de la muerte, aunque no tuviera ningún recuerdo del estado intermedio o espiritual. Se mostró reacia a escuchar. Asombrosamente mejorada y más feliz, no necesitaba escuchar ese material. Además, todo eso era algo «fantasmagórico». La convencí de que escuchara: era maravilloso, bello, inspirador, y venía a través de ella. Quería compartirlo con Catherine. Escuchó su leve susurro grabado sólo algunos minutos; luego me pidió que lo apagara. Dijo que era demasiado extraño y que la hacía sentirse incómoda. Yo, callado, recordé: «Esto es para ti, no para ella.»

Me pregunté cuánto tiempo durarían estas sesiones, puesto que Catherine mejoraba semana a semana. Sólo quedaba alguna pequeña onda en su estanque antes turbulento. Aún tenía miedo de los lugares cerrados; su relación con Stuart seguía siendo inestable. Por lo demás, su progreso era notable.

Llevábamos meses sin mantener una sesión de psicoterapia tradicional. No era necesario. Solíamos charlar algunos minutos para ponernos al tanto de lo acontecido en la semana; después pasábamos directamente a la regresión hipnótica. Ya fuera por los recuerdos mismos de traumas importantes o de pequeños traumas cotidianos, ya por el proceso de revivir las experiencias, Catherine estaba casi curada. Sus fobias y sus ataques de pánico habían desaparecido casi por completo. No tenía miedo a la muerte ni a morir. No le asustaba la posibilidad de perder el control. En la actualidad, los psiquiatras utilizan grandes dosis de sedantes y antidepresivos para tratar a los pacientes afectados por síntomas como los de Catherine. Además de esos medicamentos, suelen someterlos a psicoterapia intensiva o a sesiones de terapia grupal sobre fobias. Muchos psiquiatras creen que ese tipo de síntomas tienen una base biológica, que hay deficiencias en uno o varios elementos químicos cerebrales.

Mientras hipnotizaba a Catherine para llevarla a un trance profundo, pensé en lo notable y maravilloso de que, en un período de varias semanas, sin emplear medicamentos, terapia tradicional ni terapia de grupo, estuviera casi curada. No se trataba sólo de suprimir los síntomas ni de apretar los dientes y aprender a vivir con los miedos. Eso era curación, ausencia de síntomas. Y ella estaba radiante, serena y feliz más allá de mis más descabelladas esperanzas.

Su voz volvió a ser un susurro delicado.

—Estoy en un edificio, algo con techo abovedado. La bóveda es azul y dorada. Hay otras personas conmigo. Visten... un viejo... una especie de hábito, muy viejo y sucio. No sé cómo hemos llegado ahí. Hay muchas figuras en la habitación. También hay estatuas, estatuas de pie en una estructura de piedra. En un extremo de la habitación hay una gran figura de oro. Parece... Es muy grande, con alas. Es muy mala. Hace calor en la habitación, mucho calor. Hace calor porque allí no hay aberturas. Tenemos que mantenernos lejos de la aldea. Tenemos algo muy malo.

—¿Estáis enfermos?

—Sí, todos estamos enfermos. No sé qué padecemos, pero se nos muere la piel. Se pone muy negra. Siento mucho frío. El aire es muy seco, muy viciado. No podemos volver a la aldea. Tenemos que permanecer lejos. Algunos tienen la cara deformada.

Esa enfermedad parecía terrible, como la lepra. Si Catherine había tenido alguna existencia llena de placeres, aún no habíamos dado con ella.

—¿Cuánto tiempo tenéis que pasar ahí?

—La eternidad —respondió, sombría—, hasta que muramos. Esto no tiene cura.

—¿Sabes el nombre de la enfermedad? ¿Cómo se llama?

—No. La piel se pone muy seca y se encoge. Hace años que estoy aquí. Otros acaban de llegar. No hay modo de volver. Hemos sido expulsados... para morir. —Sufría una tristísima existencia; vivía en una cueva.

»Para alimentarnos tenemos que cazar. Veo una especie de animal salvaje que estamos cazando... con cuernos. Es pardo, con cuernos, grandes cuernos.

—¿Os visita alguien?

—No, no pueden acercarse o ellos mismos contraerán el mal. Hemos sido maldecidos... por algún daño que hemos hecho. Y éste es nuestro castigo. —Las arenas de su teología cambiaban sin cesar en el reloj de sus existencias. Solamente después de la muerte, en el estado espiritual, se presentaba una bienvenida y reconfortante constancia.

—¿Sabes qué año es ése?

—Hemos perdido la noción del tiempo. Estamos enfermos; nos limitamos a aguardar la muerte.

—¿No hay esperanza? —pregunté, contagiado por la desesperación.

—No hay esperanza. Todos moriremos. Y siento mucho dolor en las manos. Todo mi cuerpo está debilitado. Tengo muchos años. Me cuesta moverme.

—¿Qué ocurre cuando uno no puede moverse más?

—Lo llevan a otra cueva y lo dejan allí para que muera.

—¿Qué hacen con los muertos?

—Sellan la entrada de la cueva.

—¿Alguna vez se sella una cueva antes de que la persona haya muerto? —Yo buscaba una clave de su miedo a los sitios cerrados.

—No lo sé. Nunca he estado allí. Estoy en la habitación con otros. Hace mucho calor. Estoy contra la pared, tendida.

—¿Para qué sirve esa habitación?

—Para adorar... a muchos dioses. Es muy calurosa. —La hice avanzar en el tiempo.

»Veo algo blanco. Veo algo blanco, una especie de dosel. Están trasladando a alguien.

—¿Eres tú?

—No sé. Recibiré de buen grado la muerte. Me duele tanto el cuerpo...

Los labios de Catherine se tensaban por el dolor; el calor de la cueva la hacía jadear. La llevé hasta el día de su muerte. Aún jadeaba.

—¿Cuesta respirar? —pregunté.

—Sí, aquí dentro hace mucho calor... tanto calor, mucha oscuridad. No veo... y no puedo moverme.

Moría, paralizada y sola, en la cueva oscura y calurosa. La boca de la cueva ya estaba sellada. Se sentía asustada y desdichada. Su respiración se hizo más rápida e irregular. Misericordiosamente, murió, poniendo fin a esa angustiosa vida.

—Me siento muy liviana... como si estuviera flotando. Aquí hay mucha luz. Es maravilloso.

—¿Sientes olores?

—¡No!

Hizo una pausa. Quedé a la espera de los Maestros, pero ella fue rápidamente arrebatada.

—Caigo muy deprisa. ¡Vuelvo a un cuerpo!

Parecía tan sorprendida como yo.

—Veo edificios, edificios con columnas redondeadas. Hay muchos edificios. Estamos fuera. Hay árboles, olivos, en torno nuestro. Es muy bello. Estamos presenciando algo... La gente lleva máscaras muy curiosas, que le cubren la cara. Es alguna festividad. Visten largas túnicas y se cubren la cara con máscaras. Fingen ser lo que no son. Están en una plataforma... por encima de nuestros asientos.

—¿Estás presenciando una obra de teatro?

—Sí.

—¿Cómo eres? Mírate.

—Tengo el pelo castaño. Lo llevo trenzado.

Hizo una pausa. Su descripción de sí misma y la presencia de los olivos me recordaron esa vida de tipo griego, mil quinientos años antes de Cristo, en que yo había sido Diógenes, su maestro. Decidí investigar.

—¿Conoces la fecha?

—No.

—¿Te acompaña alguien que tú conozcas?

—Sí. Mi esposo está sentado junto a mí. No lo conozco (en su vida actual).

—¿Tienes hijos?

—Estoy encinta. —La elección del vocabulario era interesante, algo anticuado y en nada parecido al estilo consciente de Catherine.

—¿Está tu padre ahí?

—No lo veo. Tú estás presente... pero no conmigo. —Conque yo tenía razón: habíamos retrocedido treinta y cinco siglos.

—¿Qué hago ahí?

—Estás mirando, tan sólo... pero enseñas. Enseñas... Hemos aprendido de ti... cuadrados y círculos, cosas extrañas. Diógenes, eres tú ahí.

—¿Qué más sabes de mí?

—Eres anciano. Tenemos algún parentesco... Eres el hermano de mi madre.

—¿Conoces a otros de mi familia?

—Conozco a tu esposa... y a tus hijos. Tienes hijos varones. Dos de ellos son mayores que yo. Mi madre ha muerto. Murió muy joven.

—¿Y a ti te ha criado tu padre?

—Sí, pero ahora estoy casada.

—¿Y esperas un bebé?

—Sí. Tengo miedo. No quiero morir cuando nazca el niño.

—¿Eso es lo que le ocurrió a tu madre?

—Sí.

—¿Y tú temes que te pase lo mismo?

—Ocurre muchas veces.

—¿Es éste tu primer hijo?

—Sí. Estoy asustada. Será pronto. Estoy muy pesada. Me cuesta moverme... Hace frío.

Se había adelantado sola en el tiempo. El bebé estaba a punto de nacer. Catherine no había tenido hijos y yo no había asistido a ningún parto en los catorce años transcurridos desde mis prácticas de obstetricia en la escuela de medicina.

—¿Dónde estás? —pregunté.

—Tendida en algo de piedra. Hace mucho frío. Siento dolores... Alguien tiene que ayudarme. Alguien tiene que ayudarme. —Le indiqué que respirara profundamente; el bebé nacería sin dolor. Ella jadeaba y gruñía al mismo tiempo. El trabajo de parto duró varios minutos de tormento; por fin nació el niño. Tuvo una hija.

—¿Te sientes mejor ahora?

—Muy débil... ¡Mucha sangre!

—¿Sabes cómo se va a llamar la niña?

—No, estoy demasiado cansada... Quiero a mi bebé.

—Tu bebé está aquí —improvisé yo—; una niñita.

—Sí, mi esposo está complacido.

Se sentía exhausta. Le indiqué que durmiera un momento y que despertara repuesta. Al cabo de uno o dos minutos la desperté de la siesta.

—¿Te sientes mejor ahora?

—Sí... veo animales. Llevan algo en el lomo. Son cestos. En los cestos hay muchas cosas... comida... algunas frutas rojas...

—¿La región es bonita?

—Sí, con mucha comida.

—¿Sabes cómo se llama la región? ¿Cómo la llamáis cuando un forastero os pregunta el nombre de la aldea?

—Cathenia... Cathenia...

—Se diría que es una ciudad griega —sugerí.

—No sé. ¿Lo sabes tú? Tú has viajado lejos de la aldea y has regresado. Yo no.

Ésa era una novedad. Puesto que en esa vida yo era su tío, mayor y más sabio, ella me preguntaba si yo conocía la respuesta a mi propia pregunta. Por desgracia, yo no tenía acceso a esa información.

—¿Has pasado toda tu vida en la aldea?

—Sí —susurró—, pero tú viajas, para poder saber lo que enseñas. Viajas para aprender, para conocer la tierra... las diferentes rutas comerciales, para poder anotarlas y hacer mapas... Tú eres anciano. Vas con dos más jóvenes porque comprendes las cartas. Eres muy sabio.

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