Muerte en un país extraño (21 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La
signora
Ruffolo sirvió dos tazas de café, depositó una frente a Brunetti y le acercó el azucarero de plata. Con unas pinzas de plata le puso en el plato seis pastas del tamaño de un albaricoque y cuatro caramelos.

Brunetti se echó el azúcar al café y tomó un sorbo.

—El mejor café de Venecia,
signora
. ¿No querrá decirme su secreto?

Ella sonrió, y Brunetti vio que le faltaba otro diente, el incisivo derecho. Él mordió una pasta y sintió que la boca se le llenaba de azúcar. Almendra molida, azúcar, una masa finísima y más azúcar. La siguiente tenía pistacho. La tercera, chocolate y la cuarta, una explosión de crema. Empezó la quinta y dejó la mitad en el plato.

—Coma,
dottore
, que está muy delgado. El azúcar da energía y es bueno para la sangre. —Sólo los sustantivos le hacían llegar el mensaje.

—Son deliciosas,
signora
Concetta. Pero acabo de almorzar y, si como mucho, no tendré apetito para cenar y mi esposa se enfadará.

Ella asintió. Comprendía el enfado de la esposa.

Él terminó el café y dejó la taza en el platillo. No habían transcurrido ni diez segundos cuando ella volvió a levantarse, cruzó la habitación y volvió con una botella de cristal tallado y dos copitas del tamaño de una aceituna.

—Marsala. De casa —explicó, mientras le servía un dedal.

Él tomó la copa que la mujer le tendía, esperó mientras ella se echaba unas gotas, brindaron y bebió. Sabía a sol, a mar y a canciones de amor y de muerte. El comisario dejó la copa, miró a la mujer y dijo:


Signora
Concetta, supongo que no hace falta que le diga por qué estoy aquí.

Ella asintió.

—¿Peppino?

—Sí,
signora
.

Ella levantó la mano con la palma hacia él, como para rechazar sus palabras o, quizá, protegerse del
malocchio
.


Signora
, creo que Peppino se ha metido en un asunto muy feo.

—Pero esta vez… —empezó ella, y entonces, recordando quién era Brunetti, dijo tan sólo—: No es mal chico.

Brunetti esperó hasta estar seguro de que ella no decía más y prosiguió:

—Hoy un amigo me ha dicho que un hombre con el que creo que Peppino está relacionado es muy peligroso. ¿Sabe algo de esto? ¿Sabe qué hace Peppino, con quién tiene tratos desde… —buscó los términos más suaves— …desde que ha vuelto a casa?

Ella meditó largamente antes de contestar.

—Peppino conoció a muy mala gente cuando estuvo en ese sitio. —Ni aun ahora, al cabo de los años, era capaz de nombrar el sitio—. Me ha hablado de esa gente.

—¿Qué le ha dicho?

—Que son importantes, que su suerte va a cambiar.

Sí; éste era uno de los tópicos de Peppino: siempre estaba a punto de cambiar su suerte.

—¿Le dijo algo más?

Ella sacudió la cabeza. Era una negativa, pero Brunetti no estaba seguro de a qué decía ella que no. Nunca había podido averiguar qué sabía la
signora
Concetta de las actividades de su hijo. Seguramente, más de lo que admitía saber, pero era probable que se negara a reconocerlo incluso ante sí misma.

—¿Ha visto usted a alguno de esos hombres?

Ella movió la cabeza negativamente con énfasis.

—Él nunca los traería aquí. A mi casa, nunca.

Esto, indudablemente, era verdad.


Signora
Ruffolo, estamos buscando a Peppino.

Ella cerró los ojos e inclinó la cabeza. Sólo hacía dos semanas que su hijo había salido de aquel sitio, y ya lo buscaba la policía.

—¿Qué ha hecho,
dottore
?

—No estamos seguros. Queremos hablar con él. Hay quien dice haberlo visto en un lugar en el que se había cometido un delito. Pero sólo han podido reconocerlo por una fotografía.

—Entonces, ¿quizá no ha sido él?

—No lo sabemos. Por ello queremos hablar con él. ¿Sabe dónde está?

Ella movió la cabeza negativamente, pero, una vez más, Brunetti no estaba seguro de si lo que decía era que no lo sabía o que no quería revelárselo.

—Si habla usted con él, ¿querrá decirle dos cosas de mi parte?

—Sí,
dottore
.

—Dígale que necesitamos hablar con él, y dígale que ésa es mala gente, gente peligrosa.


Dottore
, es usted mi huésped y no debería hacerle esta pregunta.

—¿Qué pregunta?

—¿Eso es verdad o es una treta?


Signora
, dígame por qué quiere que se lo jure.

Sin vacilar, ella dijo:

—¿Me lo juraría sobre el corazón de su madre?

—Sobre el corazón de mi madre le juro que es verdad. Peppino debe hablar con nosotros. Y debe tener mucho cuidado con esa gente.

Ella dejó la copa en la mesa, sin probar el licor.

—Trataré de hablar con él. Pero, ¿no cree que esta vez podría ser diferente?

No podía borrar de su voz una nota de esperanza. Brunetti dedujo que Peppino debía de haber dicho a su madre muchas cosas acerca de sus importantes amigos y de esta nueva oportunidad, en la que todo sería diferente y por fin iban a ser ricos.

—Lo siento,
signora
—se excusó con sinceridad y se levantó—. Muchas gracias por el café y las pastas. En Venecia nadie las hace tan buenas como usted.

Ella se levantó a su vez, tomó un puñado de caramelos y los metió en el bolsillo de la chaqueta del comisario.

—Para sus hijos. Les conviene el azúcar. Están creciendo.

—Muy amable —aceptó él, con la triste convicción de que la mujer tenía razón.

Ella lo acompañó a la puerta. También ahora lo llevaba del brazo como si fuera un ciego o pudiera perderse. En la puerta de la calle, se estrecharon la mano ceremoniosamente y ella lo siguió con la mirada mientras él se alejaba.

CAPÍTULO XV

El domingo era un día que Paola temía, porque esa mañana se despertaba con un extraño en su cama. Durante sus años de matrimonio, se había acostumbrado a despertarse al lado de su marido, un ser arisco y malhumorado, incapaz de tener un detalle amable hasta una hora después de despertar, una presencia huraña de la que sólo cabía esperar gruñidos y miradas ceñudas. No era una compañía amena pero, por lo menos, se desentendía de ella y la dejaba dormir en paz. El domingo, por el contrario, amanecía al lado de un individuo que —la sola palabra la irritaba— literalmente retozaba. Libre de trabajo y responsabilidad, Guido era otro: risueño, juguetón y, con frecuencia, tierno. Aborrecible.

Este domingo, a las siete ya estaba despierto y pensando en lo que haría con sus ganancias del casino. Podía adelantarse a su suegro y regalar a Chiara el ordenador que pedía. Podía comprarse un abrigo. Podía llevar a toda la familia a la montaña una semana en enero. Estuvo media hora gastando y volviendo a gastar el dinero hasta que le sacó de la cama el deseo de tomar café.

Tarareando, se fue a la cocina, sacó la cafetera grande, la llenó y la puso en uno de los quemadores; puso el perol de la leche en el fogón de al lado y se fue al cuarto de baño. Cuando salió, con los dientes limpios y la cara enrojecida por el agua fría, el café ya burbujeaba y esparcía su aroma por la casa. Lo echó en dos tazas grandes, agregó azúcar y leche y volvió al dormitorio. Dejó las tazas en la mesita de noche, se metió en la cama y golpeó la almohada para darle una forma que le permitiera tomar su café con comodidad. Tomó un ruidoso sorbo, se contoneó buscando una postura más cómoda y dijo en voz baja:

—Paola.

Del largo bulto de su consorte no emergió respuesta alguna.

—Paola —repitió, alzando un poco el tono. Silencio—. Hummm, qué bueno está este café. Tomaré otro sorbito —y así lo hizo, audiblemente. Del bulto surgió una mano que se cerró en un puño y le dio un golpe en el hombro—. Un café delicioso. Un poco más. —Entonces se oyó un ruido, un ruido claramente amenazador. Él siguió bebiendo, impasible. Luego, sabiendo lo que ahora venía, dejó la taza en la mesita, para que no se derramara.

—Hummm —suspiró cuando el bulto hizo erupción y Paola, girando sobre sí misma como un gran pez, se puso boca arriba y extendió la mano izquierda por encima del pecho de su marido. Él tomó entonces la segunda taza y la puso en la mano de su mujer, sosteniéndola mientras ella se incorporaba.

La primera vez que tuvo lugar una de estas escenas fue el segundo domingo después de la boda. Él se inclinó sobre su esposa que aún dormía y empezó a pellizcarle la oreja con los labios. La voz glacial que entonces dijo: «Si no paras ahora mismo, te arranco el hígado y me lo como», le dio a entender que la luna de miel había terminado.

Aunque lo intentaba, sin poner gran empeño en el intento, desde luego, no lograba comprender aquella aversión de su mujer hacia la que él consideraba su verdadera personalidad. El domingo era el único día de la semana que le pertenecía, el único día en que no tenía que enfrentarse directamente con muertes ni desgracias, por lo tanto, la persona que despertaba el domingo era su verdadero yo, el Brunetti auténtico, porque ese día podía descartar al otro, su «Mr. Hyde», que en modo alguno reflejaba su manera de ser. Pero no había forma de convencer a Paola.

Mientras ella tomaba el café y trataba de abrir los ojos, él puso la radio para escuchar las noticias de la mañana, aun a sabiendas de que, probablemente, le pondrían de un humor parecido al de su mujer. Otros tres muertos en Calabria, todos de la Mafia; uno de ellos, un asesino al que buscaba la policía (uno menos); volvía a hablarse de la inminente caída del Gobierno (¿y cuándo no era inminente?); un barco cargado de residuos tóxicos había atracado en Génova, después de que en África no lo admitieran (¿y por qué iban a admitirlo?); y un cura había sido asesinado en su jardín de ocho tiros en la cabeza (¿había puesto una penitencia demasiado severa?). Apagó la radio mientras aún era tiempo de salvar el día y se volvió de cara a Paola.

—¿Estás despierta?

Ella asintió, aún incapaz de hablar.

—¿Qué podríamos hacer con el dinero?

Ella movió la cabeza negativamente, con la nariz inmersa en los efluvios del café.

—¿Hay algo que te gustaría comprar?

Ella terminó el café, le devolvió la taza sin decir palabra y se dejó caer en la almohada. Al verla, él no supo si darle más café o hacerle la respiración artificial.

—¿Los niños necesitan algo?

Sin abrir los ojos, ella movió la cabeza negativamente.

—¿Seguro que no deseas nada?

A su mujer le costó un esfuerzo sobrehumano, pero al fin articuló las palabras:

—Vete y vuelve dentro de una hora con un brioche y más café.

Dicho esto, volvió a ponerse boca abajo y, antes de que él saliera de la habitación, ya dormía.

Él tomó una ducha larga, afeitándose bajo la cascada de agua caliente, contento de poder zafarse de los reproches ecológicos de los restantes miembros de la familia, que no dejaban pasar la ocasión de denunciar lo que consideraban un derroche de energía o un abuso contra el medio ambiente. Brunetti tenía la sospecha de que su familia siempre elegía las causas y aficiones que más podían fastidiarle. Estaba seguro de que había hombres que tenían hijos que se preocupaban por cosas que quedaban lejos de casa, como las selvas tropicales, las pruebas nucleares o la lamentable situación de los kurdos, mientras que a él, un funcionario público, un hombre que una vez hasta fue elogiado por los periódicos, su propia familia le prohibía comprar agua mineral en botellas de plástico y tenía que subir y bajar noventa y cuatro escalones cargado con botellas de cristal. Si estaba debajo de la ducha más tiempo del que el ser humano medio tarda en lavarse las manos, ellos empezaban a despotricar acerca de la inconsciencia de Occidente que estaba devorando los recursos de la Tierra. Cuando era niño, no se podía derrochar porque eran pobres y ahora, porque eran ricos. Al llegar a este punto, dejó el catálogo de sus desdichas y cerró el grifo.

Cuando, veinte minutos después, Brunetti salió de casa, sintió que le invadía una euforia tan grande como injustificada. La mañana estaba fresca, pero después haría calor; hoy sería uno de aquellos maravillosos días de sol que el otoño regala a Venecia. El aire estaba tan seco que parecía imposible que la ciudad estuviera construida en el agua, aunque no tenía más que volver la cabeza hacia las calles que quedaban a su derecha mientras iba hacia Rialto para convencerse de ello.

Al llegar a la principal calle transversal, torció hacia la derecha, camino del mercado de pescado, que, pese a estar cerrado, exhalaba el tufillo de la mercancía que allí se vendía desde hacía cientos de años. Cruzó un puente, dobló a la izquierda y entró en una
pasticceria
. Pidió una docena de pastas. Aunque no se las comieran todas en el desayuno, Chiara las liquidaría durante el resto del día. Lo más probable es que antes de la tarde.

Sosteniendo el paquete rectangular en la palma de la mano, volvió hacia Rialto, dobló a la derecha y subió hacia San Polo. En San Aponal, se paró en el quiosco y compró dos periódicos,
Corriere e II Manifesto
, que creía que serían los que Paola querría leer aquel día. Al volver a casa, subió la escalera casi sin darse cuenta.

Encontró a Paola en la cocina. El café empezaba a subir. Al extremo del pasillo Raffaele gritaba a Chiara a través de la puerta del cuarto de baño:

—Vamos, date prisa. Llevas ahí dentro toda la mañana. —Ah, la policía del agua volvía a la carga.

Dejó el paquete en la mesa y rompió el papel. Las pastas relucían, acarameladas. Se levantó una nubecita de azúcar glas que se posó en la oscura mesa. Brunetti tomó un pastel de manzana y le dio un mordisco.

—¿De dónde son? —preguntó Paola, sirviendo el café.

—De la tienda de Carampane.

—¿Hasta allí has ido?

—Hace un día espléndido, Paola. Podríamos salir a pasear después del desayuno. Llegarnos a Burano y almorzar allí. ¿Qué dices? Es un día perfecto para una excursión. —Se animaba a ojos vista pensando en la larga travesía en barco hasta la isla y en el panorama de las casas de colores que resplandecían al sol como una labor de retales.

—Buena idea —dijo ella—. ¿Y los niños?

—Pregúntales. Chiara querrá venir.

—Sí. Y quizá Raffi también.

Quizá.

Paola le acercó el
Manifesto
y se reservó el
Corriere
. En aquella casa no se haría nada, no se daría ni un paso para disfrutar de este día fabuloso, hasta que ella hubiera tomado por lo menos otras dos tazas de café y leído los periódicos. Con el periódico en una mano y la taza en la otra, él salió a la sala. Dejó su carga junto al balcón y sacó a la terraza una silla, que situó a la distancia justa de la barandilla. Se sentó, echó la silla hacia atrás y apoyó los pies en la barandilla. Abrió el periódico y empezó a leer.

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