Mujercitas (41 page)

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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

—Pero él no lo sabe.

—Pues debería confiar en mí y no tratarme como a un niño. Es inútil, Jo. Tiene que entender que sé cuidar de mí y no necesito esconderme bajo las faldas de nadie.

—¡Menudo cascarrabias estás hecho! —dijo Jo con un suspiro—. ¿Y cómo piensas arreglar las cosas?

—Bueno, tendrá que pedirme perdón y confiar en mí cuando digo que no puedo contarle qué está pasando.

—¡Por Dios! Dudo mucho que lo haga.

—Pues no bajaré hasta que eso ocurra.

—Vamos, Teddy, sé razonable. Olvida el asunto. Le explicaré hasta donde pueda. No puedes quedarte aquí para siempre; ¿de qué te sirve ponerte melodramático?

—De todos modos, no tengo previsto pasar demasiado tiempo aquí. Me escaparé y, cuando el abuelo me eche en falta, irá corriendo a pedirme perdón.

—Supongo que tienes razón, pero no creo que debas marcharte y preocuparle de ese modo.

—No me sermonees. Iré a Washington a ver a Brooke. Es una ciudad llena de diversiones y podré pasar un buen rato después de tantos problemas.

—¡Qué bien lo pasarás! ¡Cómo me gustaría ir contigo! —dijo Jo, que olvidó su papel de consejera al imaginar escenas de la vida militar en la capital.

—Entonces, ven conmigo. ¿Por qué no? Le ciarás una sorpresa a tu padre y yo animaré un poco al bueno de Brooke. Sería estupendo. ¡Hagámoslo, Jo! Dejaremos una carta para explicar que estamos bien y nos marcharemos enseguida, Tengo suficiente dinero. Te sentará bien y no hay nada malo en ello, puesto que irás a ver a tu padre.

Por un momento, pareció quejo iba a acceder, ya que, por descabellado que fuese el plan, le apetecía mucho. Estaba cansada de cuidar de otros y de estar encerrada, anhelaba un cambio y, además del deseo de ver a su padre, le tentaba la sensación de libertad y emoción que asociaba con los campamentos y hospitales debido a sus lecturas. Le brillaban los ojos pero, al mirar por la ventana, vio su viejo hogar y meneó la cabeza con triste determinación.

—Si fuese un chico, me escaparía contigo y lo pasaríamos en grande, pero soy una pobre chica y he de comportarme con propiedad y volver a casa. No me tientes, Teddy. Es un plan descabellado.

—¡Ahí está la gracia! —repuso Laurie, que estaba entusiasmado y tenía ganas de traspasar límites a cualquier precio.

—¡No sigas! —exclamó Jo tapándose los oídos—. Me podrías convencer. He venido para hacerte entrar en razón, no para que me hagas perderla a mí.

—Sé que Meg no aceptaría nunca una propuesta semejante, pero pensaba que tú tenías más espíritu de aventura —dijo Laurie con intención de provocarla.

—No seas malo, no sigas. Siéntate y reflexiona sobre tus pecados en lugar de incitarme a cometerlos a mí. Si consigo que tu abuelo te pida perdón por zarandearte, ¿abandonarás tus planes de huida? —preguntó Jo, muy sería.

—Sí, pero no lo lograrás —contestó Laurie, que ansiaba hacer las paces pero no quería ser el primero en dar el brazo a torcer.

—Si puedo con el joven, podré con el mayor —musitó Jo mientras salía del estudio, donde dejó a Laurie mirando un plano de rutas de trenes con la barbilla apoyada en las manos.

—¡Adelante! —dijo el anciano señor Laurence, con la voz más bronca que de costumbre, cuando Jo llamó a la puerta.

—Soy yo, señor, he venido a devolver un libro —dijo ella, con dulzura, al entrar en la sala.

—¿Quieres otro? —preguntó el anciano caballero tratando de disimular su incomodidad y su enfado.

—Sí, por favor, me encanta el viejo Sam. Me gustaría leer la segunda parte —comentó Jo con la esperanza de ganarse al anciano aceptando una segunda dosis de
Boswell’s Johnson
, que tan vivamente le había recomendado.

El abuelo desarrugó un poco el entrecejo al empujar la escalerilla hacia el estante en el que guardaba las obras de Johnson. Jo se subió y, sentada en el último peldaño, fingió buscar el libro, aunque en realidad trataba de encontrar la mejor manera de abordar el espinoso motivo de su visita. El señor Laurence debió de sospechar que la joven tenía algo más en mente porque, después de dar varias zancadas por la habitación, se volvió hacia ella y habló con tal brusquedad que el ejemplar de
Rasselas
que Jo tenía en las manos cayó al suelo boca abajo.

—¿Qué ha hecho Laurie? No le protejas más. ¡Venga! Por su forma de comportarse al volver a casa, sé que se trata de algo malo. No consigo que suelte prenda y, cuando le amenacé con sacarle la verdad por la fuerza, escapó escaleras arriba y se encerró en su cuarto.

—Sí, hizo algo malo, pero ya le hemos perdonado y hemos convenido guardar silencio al respecto —explicó Jo a regañadientes.

—Eso no me sirve. No permitiré que se escude en una promesa arrancada abusando de vuestros tiernos corazones. Si ha cometido algún atropello, debe confesarlo, pedir perdón y recibir su castigo. ¡Dímelo todo, Jo! Esto no debe quedar en la sombra.

El señor Laurence tenía un aspecto amenazador y hablaba con tanta dureza que, de haber podido, Jo habría echado a correr, pero estaba sentada en la escalerilla y, a sus pies, se hallaba el león, de modo que no le quedaba más que hacerle frente con valor.

—Lo lamento, señor, pero no le puedo contar nada porque mamá nos lo ha prohibido. Laurie ya ha confesado, ha pedido perdón y ha recibido castigo suficiente. No callamos para protegerle a él, sino a otra persona, y si insiste en saber solo conseguirá crear más problemas. Por favor, no lo haga. Yo tuve parte de culpa, pero ya está todo arreglado. Olvide el asunto y charlemos sobre
Rambler
o sobre algún tema agradable.

—¡Al diablo con
Rambler
! Baja y dame tu palabra de que ese majadero no ha sido ingrato ni impertinente. De lo contrario, a pesar de tus buenas intenciones, le daré una paliza con mis propias manos.

La amenaza sonaba terrible, pero Jo no se alarmó porque sabía que el irascible anciano era incapaz de levantarle la mano a su nieto por mucho que dijese lo contrario. Bajó obedientemente y explicó cuanto pudo sin involucrar a Meg ni faltar a la verdad.

—¡Vaya! Bueno, si es verdad que el silencio del muchacho se debe a una promesa, no a su obstinación, le perdonaré. Es un joven terco y un tanto rebelde —comentó el señor Laurence, y se rascó la cabeza hasta quedar tan despeinado como si hubiese soplado un vendaval, aunque suavizó notablemente el entrecejo.

—Yo soy igual, pero, para convencerme, es mejor una palabra amable que la fuerza de todo un ejército —dijo Jo, saliendo en defensa de su amigo, que apenas salía de un lío para meterse en otro.

—Piensas que no soy amable con él, ¿verdad? —replicó el anciano con dureza.

—¡Oh, Dios mío! No, señor; creo que a veces es incluso demasiado amable, pero cuando Laurie pone a prueba su paciencia enseguida monta en cólera, ¿no le parece?

Jo estaba resuelta a llegar hasta el final y, aunque trataba de aparentar calma, estaba algo asustada tras haber hablado sin tapujos. Para su sorpresa y alivio, el anciano se limitó a quitarse los lentes y arrojarlos sobre la mesa, y dijo con franqueza:

—¡Tienes razón, jovencita! Es cierto. Quiero mucho al muchacho, pero me saca de mis casillas y Dios sabe cómo acabaremos si esto sigue como hasta ahora.

—Yo le diré lo que pasará: Laurie terminará por escaparse de casa. —En el instante en que pronunció la frase, Jo lamentó haberla dicho. Quería advertirle de que Laurie no soportaría tanto control y esperaba que eso le decidiese a ser más permisivo con él.

Al señor Laurence le mudó el semblante, se sentó de golpe y miró apesadumbrado el retrato de un apuesto joven que colgaba junto a su escritorio. Era el padre de Laurie, que se había escapado de casa siendo joven y se había casado a pesar de la férrea oposición del anciano. Jo supuso que su comentario le había traído a la mente dolorosos recuerdos y deseó haberse mordido la lengua.

—No creo que lo haga a menos que esté muy agobiado. Amenaza con irse cuando está harto de estudiar. Yo también fantaseo con escapar, sobre todo desde que me corté el cabello. Así que si algún día nos echan en falta, solo tiene que mandar buscar a dos muchachos entre los barcos que zarpen rumbo a la India.

Al ver que la joven reía, el señor Laurence se tranquilizó y concluyó que se trataba de una broma.

—Y tú, muchachita, ¿cómo te atreves a hablarme en este tono? ¿Dónde han quedado el respeto que me debes y tu buena educación? ¡Vaya con los chicos y las chicas! Sois un verdadero tormento, pero no sabríamos estar sin vosotros —dijo, pellizcándole las mejillas, de buen humor—. Ve a buscar al muchacho y dile que baje a cenar; que está todo bien pero que haga el favor de no poner cara de drama, porque no lo soporto.

—No vendrá, señor. Está ofendido porque usted no le creyó cuando le dijo que no le podía contar nada. Y creo que le dolió en el alma que le zarandeara.

Jo intentó mostrarse compungida, pero es evidente que no lo consiguió, porque el señor Laurence se echó a reír, y ella supo que había ganado la partida.

—Lo lamento y supongo que debería darle las gracias porque no me zarandeara a mí. ¿Qué espera el muchacho que haga? —El anciano parecía avergonzado de la dureza con la que le había tratado.

—Yo, en su lugar, le escribiría una nota de disculpa, señor. Dice que no bajará hasta que le pida perdón y amenaza con irse a Washington, entre otras ideas descabelladas. Una disculpa formal le haría ver lo irracional que está siendo y hará que baje de buen humor. Pruébelo. Será divertido y una nota es mejor que ponerse a discutir. Yo se la llevaré y le haré entrar en razón. El señor Laurence la miró con severidad y se puso los lentes diciendo entre dientes:

—Niña traviesa… Tanto tú como Beth hacéis de mí lo que queréis, pero no me importa. Venga, dame un papel y acabemos con esta tontería de una vez.

El anciano escribió una nota en los términos que emplea un caballero para disculparse ante otro por una grave afrenta. Jo le dio un beso en la calva y corrió escaleras arriba. Pasó la carta por debajo de la puerta del estudio de Laurie, y por el ojo de la cerradura le rogó que fuese dócil, decoroso y alguna que otra lindeza imposible. Como la puerta volvía a estar cerrada, se marchó con la esperanza de que la nota cumpliese su cometido y, cuando bajaba por las escaleras, su amigo apareció y se deslizó por la barandilla. Una vez abajo, la recibió con alegría y risa contenida, y exclamó:

—¡Qué buena amiga eres, Jo! ¿Te ha reñido?

—No, hemos charlado educadamente.

—Vaya, adiós a mi viaje. Me has dejado solo en esto, y yo que tenía ganas de dar la campanada —dijo con tono de disculpa.

—No hables así. Mejor pasa página y empieza de nuevo, querido Teddy.

—No paro de pasar página, pero las estropeo todas, como solía hacer con mis cuadernos de caligrafía. Si no hago más que empezar una y otra vez, nunca terminaré nada —apuntó con tristeza.

—Ve a cenar. Te sentirás mejor después. Los hombres siempre están gruñones cuando tienen hambre —dijo Jo dirigiéndose hacia la puerta principal.

—Esa es la marca de los míos —repuso Laurie repitiendo una frase que solía decir Amy. Después fue a compartir el pastel con su abuelo, que se portó como un santo y le trató con exquisito respeto durante el resto del día.

Todos dieron el asunto por zanjado y la nube desapareció, pero el mal estaba hecho y, aunque el resto lo olvidó, Meg lo recordaba todo. No volvió a referirse a determinado caballero, pero pensaba mucho en él y fantaseaba más que nunca. Un día, mientras buscaba sellos en el escritorio de su hermana, Jo encontró un trozo de papel emborronado de arriba abajo con las palabras «señora de John Brooke». Al verlo profirió un grito de espanto y lo lanzó a la chimenea, pensando que la broma de Laurie había precipitado el final de sus días de paz.

22
AGRADABLES PRADERAS

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