—¡Válgame el cielo! ¿Qué ocurre aquí? —exclamó la anciana golpeando el suelo con su bastón al ver juntos al pálido joven y a la sonrojada muchacha.
—Es un amigo de papá. ¡Menuda sorpresa verla aquí! —balbuceó Meg, presintiendo que iba a tocarle soportar un sermón.
—Eso es evidente —dijo la tía March tomando asiento—. Pero ¿qué te estaba diciendo ese amigo de tu padre para que te hayas puesto más roja que un tomate? ¡Aquí está ocurriendo algo malo e insisto en saber de qué se trata! —exclamó mientras daba otro golpe con el bastón.
—Solo estábamos hablando. El señor Brooke vino a recoger un paraguas —explicó Meg deseando que tanto el señor Brooke como su paraguas estuviesen a salvo fuera de la casa.
—¿Brooke? ¿El tutor de ese muchacho? ¡Ah! Ya lo entiendo. Lo sé todo. Jo encontró un mensaje falso en una de las cartas de tu padre; la obligué a contármelo. Niña, no lo habrás aceptado, ¿verdad? —exclamó la tía March escandalizada.
—Chist… ¡Podría oírla! ¿Quiere que avise a mi madre? —preguntó Meg, muy turbada.
—Aún no. Hay algo que quiero decirte y, cuanto antes, mejor. Dime, ¿no pretenderás casarte con ese infeliz? Si lo haces, no verás un centavo de mi fortuna. No lo olvides y sé razonable, niña —sentenció la anciana con un tono que intimidaba.
La tía March dominaba a la perfección el arte de despertar el espíritu de la rebelión hasta en la persona más dócil y le encantaba ejercerlo. Incluso la mejor de las personas posee un ápice de perversidad, sobre todo si es joven y está enamorada. Si la tía March hubiese rogado a Meg que aceptase al señor Brooke, es probable que la muchacha hubiese respondido que no podía siquiera contemplar tal posibilidad pero, puesto que la anciana le había ordenado perentoriamente que no se interesase por él, la joven sintió de inmediato el deseo de llevarle la contraria. El impulso, al igual que la perversidad, precipita las decisiones y Meg, que estaba muy alterada, se opuso a la voluntad de la anciana con una vehemencia poco habitual en ella.
—Me casaré con quien quiera, tía March, y usted puede dejar su dinero a quien le plazca —espetó, tras lo cual asintió con la cabeza con gran resolución.
—¡Santo Dios! ¿Así atiendes mi consejo, jovencita? Te arrepentirás algún día, cuando descubras que el amor en un hogar pobre es un fracaso.
—Sin duda será mejor que el que algunos viven en grandes mansiones —replicó Meg.
La tía March se puso las gafas y miró a la joven de arriba abajo, porque nunca la había visto en ese estado. Meg no se reconocía a sí misma, se sentía audaz e independiente, y feliz de defender al joven y su derecho a amarle si así lo elegía. La tía March comprendió que había empezado con mal pie y, tras una breve pausa, replanteó la cuestión de otro modo, con un tono más amable.
—Venga, Meg, querida, sé razonable y acepta mi consejo, Lo digo por tu bien, porque no quiero que destroces toda tu vida cometiendo un error semejante. Debes casarte con alguien pudiente y ayudar a tu familia. Casarte con un rico es tu obligación y tú deberías saberlo mejor que nadie.
—Papá y mamá no lo ven de ese modo. Aprecian a John aunque sea pobre.
—Tu padre y tu madre, querida, tienen menos conocimiento que un niño.
—Pues me alegro de que así sea —espetó Meg, indignada.
La tía March hizo como si no la hubiese oído y siguió sermoneándola.
—Ese tal señor Rook es pobre y no tiene ningún pariente rico, ¿me equívoco?
—No, pero tiene buenos amigos.
—Nadie vive de los amigos. Prueba y verás lo que se enfrían las relaciones. Tampoco tiene negocios, ¿verdad?
—Aún no, pero el señor Laurence le ayudará.
—Eso no durará demasiado. James Laurence es un viejo lunático en el que no se puede confiar. ¿De modo que prefieres casarte con un hombre que carece de dinero, posición o bienes y trabajar incluso más que ahora, en lugar de hacerme caso y encontrar algo mejor? Creí que tenías más sentido común, Meg.
—No encontraría a nadie mejor aunque esperase media vida. John es un hombre bueno e inteligente. Tiene mucho talento y es muy trabajador. No dudo que saldrá adelante porque no le faltan ni coraje ni fuerza. Todo el mundo le quiere y le respeta, y me enorgullece que se interese por mí aunque sea pobre, joven y tonta —afirmó Meg, que tras aquel arrebato de sinceridad estaba más guapa que nunca.
—Niña, ese hombre sabe que tienes parientes ricos. Sospecho que su interés se debe a eso.
—Tía March, ¿cómo se atreve a afirmar algo así? John está por encima de esas mezquindades. No seguiré escuchando acusaciones como estas ni un minuto más —exclamó Meg, indignada por lo injusto de las sospechas de la anciana dama—. Mi John no se casaría por dinero, y yo tampoco, Estamos dispuestos a trabajar y a esperar lo que sea preciso. No me asusta ser pobre porque hasta ahora he sido feliz, y sé que con él también lo seré porque me quiere y yo…
Meg se detuvo al recordar, de súbito, que no había tomado ninguna decisión al respecto. Había dicho a «su John» que se marchase, y lo más probable era que él estuviese escuchando sus incoherentes alegatos.
La tía March estaba furiosa porque quería a toda costa encontrarle un buen partido a su hermosa sobrina, y la expresión de felicidad de la joven hacía que a la solitaria anciana la embargasen la tristeza y la amargura.
—¡Bueno, yo me lavo las manos! Eres una niña tozuda y con tu actitud perderás más de lo que crees. No; no pienso quedarme aquí, Me has dado un disgusto y ahora no estoy de humor para ver a tu padre. No esperes nada de mí cuando estés casada. Que cuiden de ti los amigos de tu querido señor Brooke. Yo he terminado contigo para siempre.
Y, dicho esto, la tía March le dio un portazo en las narices y se fue de un humor de perros. Al marcharse, Meg sintió que el valor la abandonaba y, una vez a solas, no supo si reír o llorar. Antes de que pudiese decidirse, el señor Brooke entró y la abrazó diciendo:
—Meg, no he podido evitar oírte. Te agradezco que hayas salido en mi defensa. Ahora, gracias a la tía March, sé que me quieres un poco.
—No era consciente de cuánto hasta que la oí criticarte… —empezó Meg.
—Entonces, querida, será mejor que me quede y seamos felices, en lugar de alejarme de ti, ¿no te parece?
En ese punto, Meg tuvo otra excelente ocasión para pronunciar su discurso de despedida y marcharse con la cabeza alta, pero no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que, degradándose para siempre a los ojos de Jo, musitó tímidamente «Sí, John» y ocultó su rostro en el abrigo del señor Brooke.
Quince minutos después de la partida de la tía March, Jo bajó sin hacer ruido por las escaleras, se detuvo unos segundos ante la puerta de la sala y, al no oír nada, asintió y sonrió con satisfacción pensando: Le ha despedido, como dijo. Asunto resuelto. Entraré para que me cuente los detalles y reírme un rato.
Pero la pobre Jo no tuvo razones para reír, sino que se quedó clavada en el umbral contemplando, boquiabierta y con los ojos como platos, la escena que allí tenía lugar. Dado que había entrado en la sala dispuesta a regocijarse de la caída de su enemigo y a alabar la fortaleza y decisión con la que su hermana había rechazado a un pretendiente harto cuestionable, no es de extrañar que se quedase de una pieza al encontrar al enemigo en cuestión tranquilamente sentado en un sofá, con la resuelta hermana acomodada en sus rodillas con una expresión de sumisión repulsiva. Jo dejó escapar una especie de grito ahogado, como si acabasen de arrojarle un cubo de agua helada, pues semejante cambio de tornas la había dejado sin aliento. Al oír el extraño sonido, los enamorados volvieron la cabeza y la vieron. Meg se levantó de un salto, con una expresión que era una mezcla de timidez y orgullo, mientras «aquel hombre», como le llamaba Jo, se echaba a reír y, después de dar un beso en la mejilla a la atónita recién llegada, decía con tono desenfadado:
—¡Jo, hermanita, felicítanos!
¡Aquello era un auténtico insulto! ¡La gota que colmaba el vaso! Tras hacer un gesto elocuente con las manos, Jo desapareció sin decir palabra. Corrió escaleras arriba y dejó perplejos a los enfermos al irrumpir en la habitación exclamando en tono trágico:
—¡Por Dios, que alguien baje de inmediato! ¡John Brooke se está comportando de una forma horrible y a Meg le gusta!
El señor y la señora March salieron de la habitación a toda prisa. Jo se arrojó sobre la cama y, entre sollozos e insultos, puso a Beth y Amy al corriente de las terribles novedades. Las pequeñas juzgaron el asunto como un hecho más bien agradable e interesante, y Jo, viendo que no obtendría consuelo de ellas, fue a refugiarse al desván para contarle sus penas a los ratones.
Nadie supo qué pasó en la sala aquella tarde, pero los allí presentes hablaron largo y tendido, y el tranquilo señor Brooke asombró a sus amigos por la elocuencia y el espíritu con que defendió su causa, explicó sus planes y los convenció de que las cosas se hiciesen tal y como las había previsto.
La campanilla que anunciaba la cena sonó antes de que terminara de describir el paraíso que esperaba poder ofrecer a Meg, y el señor Brooke se sentó con ellos a la mesa orgulloso. Ambos parecían tan felices que Jo no sabía si se sentía celosa o contrariada. Amy estaba muy impresionada con la devoción de John y la dignidad de Meg. Beth sonreía complacida a cierta distancia, y el señor y la señora March observaban a la joven pareja con tal ternura y satisfacción que era evidente que la tía March tenía razón al compararlos con un par de niños. Apenas comieron, pero todos estaban felices y la vieja estancia parecía resplandecer, como si acoger la primera historia de amor de las muchachas le otorgase una luz distinta.
—Ahora ya no podrás decir que aquí no ocurre nunca nada bueno, ¿verdad, Meg? —comentó Amy mientras decidía dónde dispondría a los dos enamorados en el dibujo que había decidido hacer.
—No, está claro que no. ¡Cuántas cosas han ocurrido desde que pronuncié aquella frase! Parece que haya transcurrido un año entero —contestó Meg, que tenía la sensación de soñar despierta y flotar por encima de las cosas mundanas.
—En esta ocasión, las alegrías han seguido a las penas, y me parece que los cambios no han hecho más que empezar —comentó la señora March—. Algunos años concentran una gran cantidad de acontecimientos, les pasa a casi todas la familias. Este año ha sido así para nosotras, pero bien está lo que bien termina.
—Espero que el que viene termine mejor —musitó Jo, que no acababa de aceptar el ver a Meg tan enamorada de un desconocido. Jo quería a muy pocas personas y le horrorizaba que el afecto que le profesaban desapareciese o fuese menos intenso.
—Espero que dentro de tres años las cosas vayan mucho mejor. Bueno, estoy convencido de que así será si todo sale según mis planes —añadió el señor Brooke sonriendo a Meg, como si ahora todo le pareciese alcanzable.
—¿No os parece una espera muy larga? —preguntó Amy, que tenía prisa por ir de boda.
—Tengo tanto que aprender para estar preparada que se me antoja un lapso demasiado corto —contestó Meg, con una expresión dulce y seria que nadie le había visto antes.
—Tú solo tienes que esperar, yo me ocuparé de todo —afirmó John y, en consonancia con lo dicho, recogió la servilleta que se le había caído a Meg con una expresión tal en el rostro que Jo meneó la cabeza. Minutos después, al oír que la puerta de la entrada se abría, la joven se dijo aliviada: Ahí viene Laurie; al fin podré hablar con alguien razonable.
Pero Jo se equivocaba, porque Laurie entró saltando de alegría, eufórico, con un gran ramo de novia para la «señora Brooke», a todas luces convencido de que el asunto había llegado a buen puerto gracias a su excelente intervención.
—Sabía que Brooke lo lograría, siempre se sale con la suya. Cuando se propone algo lo consigue, cueste lo que cueste —explicó Laurie una vez entregado el presente y transmitida su felicitación a los novios.
—Gracias por el piropo. Lo tomaré como un buen presagio para el futuro y aprovecho la ocasión para invitarte a mi boda —dijo el señor Brooke, que se sentía en paz con la humanidad, incluido su travieso pupilo.
—Acudiré aunque esté en el otro confín de la Tierra. Valdría la pena solo por ver la cara de Jo en un día como ese. Señorita, no parece usted muy satisfecha, ¿qué ocurre? —preguntó Laurie siguiéndola hasta un rincón de la sala, donde todos se habían congregado para dar la bienvenida al señor Laurence.
—No apruebo este compromiso, pero trataré de aceptarlo y no diré nada en contra —aseguró Jo, solemne—. No imaginas lo duro que resulta para mí perder a Meg —prosiguió con la voz quebrada.